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Además, la estatización del sistema financiero tenía un agravante político. Iba a poner en manos de un gobernante capaz de mentir sin escrúpulos -apenas un año antes, el 2 de diciembre de 1989, había asegurado, en el cade, [3] que nunca nacionalizaría los bancos- el control absoluto de los créditos. Con lo cual todas las empresas del país, empezando por las estaciones de radio, los canales de televisión y los periódicos, estarían a merced del gobierno. En el futuro los créditos a los medios de comunicación tendrían un precio: la docilidad. El general Velasco había estatizado los diarios y los canales de televisión para arrebatárselos «a la oligarquía» y ponerlos en manos «del pueblo organizado». De este modo, durante la dictadura, los medios de comunicación cayeron en el Perú a unos niveles de servilismo indescriptibles. Más hábil, Alan García iba a conseguir el control total de la información a través de los créditos y la publicidad, manteniendo, a la mexicana, la apariencia de una prensa independiente.

La mención de México no es gratuita. El sistema del pri (Partido Revolucionario Institucional), una dictadura de partido que guarda las apariencias democráticas con elecciones, prensa «crítica» y gobierno civil, ha sido una antigua tentación para los dictadores latinoamericanos. Pero ninguno ha podido repetir el modelo, genuina creación de la cultura y la historia de México, porque uno de los requisitos de su éxito es algo a lo que ninguno de sus émulos se resigna: el sacrificio ritual del presidente, cada cierto número de años, para que el partido siga en el poder. El general Velasco soñaba con un régimen a la mexicana para él solo. Y era vox populi que el presidente García tenía sueños continuistas. Algún tiempo atrás de ese 28 de julio de 1987, uno de sus fieles, el diputado Héctor Marisca, que posaba de independiente, había presentado en el Congreso un proyecto de reforma constitucional, a fin de que el presidente pudiera ser reelegido. El control de los créditos por parte del Ejecutivo era un paso decisivo para la perpetuación en el gobierno de ese partido aprista al que el ministro de Energía y Minas de Alan García, el ingeniero Wilfredo Huayta, había prometido «cincuenta años en el poder».

«Y, lo peor», le decía yo a Patricia, jadeando, a punto ya de completar los cuatro kilómetros de carrera, «es que la medida va a ser apoyada por el noventa y nueve por ciento de los peruanos».

¿Alguien quiere en el mundo a los banqueros? ¿No son el símbolo de la opulencia, del capitalismo egoísta, del imperialismo, de todo aquello a lo que la ideología tercermundista atribuye el atraso de nuestros países? Alan García había encontrado el chivo expiatorio ideal para explicarle al pueblo peruano por qué su programa no daba frutos: por culpa de las oligarquías financieras que utilizaban los bancos para sacar fuera del Perú sus dólares y se servían del dinero de los ahorristas para hacer préstamos indebidos a sus propias empresas. Con el sistema financiero en manos del pueblo, eso iba a cambiar.

Apenas regresé a Lima, un par de días después, escribí un artículo, «Hacia el Perú totalitario», [4] que apareció en El Comercio el 2 de agosto, dando las razones de mi oposición a la medida y exhortando a los peruanos a oponerse a ella por todos los medios legales si querían que el sistema democrático sobreviviera. Lo hice para que quedara constancia de mi rechazo, pero convencido de que no serviría de nada y de que, con excepción de algunas protestas, la medida sería aprobada por el Congreso con el beneplácito de la mayoría de mis compatriotas.

Sin embargo, no ocurrió así. Al mismo tiempo que salía mi artículo, los empleados de los bancos y demás empresas amenazadas se lanzaron a las calles, en Lima, en Arequipa, en Piura y otros lugares, en marchas y pequeños mítines que sorprendieron a todo el mundo, empezando por mí. A fin de apoyarlos, con cuatro amigos íntimos, con los que salíamos a comer y a charlar una vez por semana desde hacía años -tres arquitectos: Luis Miró Quesada, Frederick Cooper y Miguel Cruchaga, y el pintor Fernando de Szyszlo-, decidimos redactar a toda prisa un manifiesto para el que recogimos un centenar de firmas. El texto, afirmando que «la concentración del poder político y económico en el partido gobernante podría significar el fin de la libertad de expresión y, en última instancia, de la democracia», fue leído por mí en la televisión y, encabezado con mi nombre, apareció en los diarios el 3 de agosto con el título de «Frente a la amenaza totalitaria».

Lo que ocurrió en los días siguientes dio un extraordinario vuelco a mi vida. Mi casa se vio sumergida por cartas, llamadas y visitas de personas que se solidarizaban con el manifiesto y me traían altos de firmas recogidas espontáneamente. Listas con centenares de nuevos adherentes aparecían a diario en la prensa no gubernamental. Vinieron a buscarme gentes de provincias, preguntando cómo podían ayudar. Yo estaba pasmado. El general Velasco había nacionalizado decenas de empresas sin que nadie moviera un dedo y, más bien, con el apoyo de buena parte de la opinión pública, que vio en esas medidas un acto de justicia social y la esperanza de un cambio. El estatismo, pilar de la ideología tercermundista, había impregnado en el Perú no sólo a la izquierda, también a vastos sectores del centro y la derecha, tanto, que el presidente Belaunde Terry, elegido al término de la dictadura militar (1980-1985), no se había atrevido a privatizar una sola de las empresas estatizadas (salvo los medios de comunicación, que devolvió a sus dueños apenas asumió el poder). Pero, en esos días febriles de agosto de 1987, era como si en sectores significativos de la sociedad peruana hubiera un profundo desencanto con la receta estatista.

Alan García, nervioso con los conatos de protesta, decidió «sacar a las masas a las calles». Inició un recorrido por el norte del país, ciudadela del apra, pronunciando denuestos contra el imperialismo y los banqueros y amenazas contra quienes protestábamos. Su partido, revolucionario medio siglo atrás, se había ido convirtiendo en un partido burocrático y acomodaticio, y lo seguía con desgano. Había llegado al poder por primera vez en 1985, después de sesenta años de existencia, con una astuta campaña electoral, presentando una imagen moderada, social demócrata, y la mayoría de sus dirigentes parecían ahora muy satisfechos disfrutando del poder. Eso de venir a hacer una revolución les sentaba a muchos de ellos como una patada en el estómago. Pero el apra, que tiene de socialista el estatismo, tiene del fascismo la estructura vertical -su fundador, Haya de la Torre, llamado el Jefe Máximo, había imitado la organización, la escenografía y los métodos expeditivos del fascio italiano- y, disciplinadamente, aunque sin mucho entusiasmo, seguía a Alan García en las movilizaciones. Quienes apoyaban a éste con fervor eran los socialistas y comunistas de la coalición de Izquierda Unida. Moderados o radicales, no daban crédito a lo que ocurría. El apra, su viejo enemigo, se ponía de pronto a aplicar su programa. ¿Resucitaban los buenos tiempos del general Velasco en que habían llegado casi a copar el poder? Socialistas y comunistas hicieron suya la lucha por la estatización. Su líder de entonces, Alfonso Barrantes, fue a la televisión a leer un discurso en apoyo de la ley estatizadora, y los senadores y diputados de Izquierda Unida -el senador Enrique Bernales, sobre todo- se volvieron sus más tenaces defensores en el Congreso.

Conspiratorios y excitados, Felipe Thorndike y Freddy Cooper se presentaron en mi casa, una noche, al comenzar la segunda semana de agosto. Habían tenido reuniones con grupos de independientes y venían a proponerme que convocáramos una manifestación, en la que yo sería el orador de fondo. La idea era mostrar que no sólo apristas y comunistas podían salir a las calles a defender el estatismo sino también nosotros, a impugnarlo en nombre de la libertad. Acepté. Esa noche tuve con Patricia la primera de una serie de discusiones que durarían un año.

– Si subes a ese estrado terminarás haciendo política y la literatura se irá al diablo. Y la familia se irá al diablo también. ¿Acaso no sabes lo que es hacer política en este país?

– Yo he encabezado la protesta contra la estatización. No puedo echarme atrás ahora. Se trata de una sola manifestación, de un solo discurso. ¡Eso no es dedicarse a la política!

– Luego habrá otro y otro y terminarás de candidato. ¿Vas a dejar tus libros, la vida cómoda que ahora tienes, para hacer política en el Perú? ¿No sabes cómo te lo van a pagar? ¿Te has olvidado de Uchuraccay?

– No voy a hacer política ni a dejar la literatura ni a ser candidato. Voy a hablar en esta única manifestación para que quede sentado que no todos los peruanos nos dejamos engañar por el señor Alan García.

– ¿No sabes con quién te metes? Cómo se nota que tú no contestas el teléfono.

Porque, desde que salió nuestro manifiesto, habían comenzado las llamadas anónimas, de día y de noche. Para dormir en paz, debimos desconectar el teléfono. Las voces parecían siempre distintas de manera que llegué a pensar que el entretenimiento de cada aprista, apenas se tomaba una copa, era llamar a mi casa para amenazarnos. Duraron los tres años de esta historia y terminaron por convertirse en parte de la rutina familiar. Cuando cesaron, quedó en la casa un vacío y hasta una nostalgia.

La manifestación, a la que llamamos Encuentro por la Libertad, fue convocada para el 21 de agosto en el escenario clásico de los mítines limeños: la plaza San Martín. La organización corrió por entero a cargo de independientes que no habían militado antes en política, como el profesor universitario Luis Bustamante Belaunde o el empresario Miguel Vega Alvear, con quienes, desde esos días, nos haríamos también muy amigos. Entre los novatos políticos que éramos, la excepción resultaba, tal vez, Miguel Cruchaga, sobrino de Belaunde Terry y que había sido, de joven, dirigente de Acción Popular. Pero estaba apartado de la militancia. Mi amistad con el alto, caballeroso y solemne Miguel era antigua, pero se había hecho muy estrecha desde mi regreso al Perú, luego de casi dieciséis años en Europa, en 1974, en vísperas de la captura de los medios de comunicación por la dictadura. Hablábamos de política siempre que estábamos juntos y, cada vez, con melancolía algo enfermiza, nos preguntábamos por qué en el Perú todo iba siempre para peor, por qué desperdiciábamos las oportunidades y éramos tan tenaces en trabajar por nuestra ruina y destrucción. Y, cada vez, también, de una manera muy vaga, perfilábamos proyectos para hacer algo, alguna vez. Ese juego intelectual tomó, de pronto, en la fiebre y ebullición de aquellos días de agosto, una desconcertante realidad. Por esos antecedentes y por su entusiasmo, Miguel asumió la coordinación de todos los preparativos del mitin. Fueron unos días intensos y agotadores que, a la distancia, me parecen los más puros y exaltantes de esos años. Yo pedí a los accionistas de las empresas amenazadas y a los partidos de oposición -Acción Popular y el Popular Cristiano- que se tuvieran al margen, para dar al acto un carácter principista, de peruanos que salíamos a la calle a defender, no intereses personales ni partidistas, sino ideas y valores que nos parecían amenazados con la estatización.

[3] Conferencia Anual de Ejecutivos.


[4] Contra viento y marea, III, pp. 417-420.


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