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Tanta gente se movilizó para ayudarnos -recolectando dinero, imprimiendo volantes y carteles, preparando banderolas, prestando sus casas para reuniones, ofreciendo vehículos para transportar a los manifestantes y saliendo a hacer pintas y a perifonear- que desde el principio tuve la premonición del éxito. Como mi casa era un loquerío, la víspera del 21 de agosto fui a esconderme por unas horas a casa de mis amigos Carlos y Maggie Ferreyros, a preparar el primer discurso político de mi vida. (Carlos fue raptado poco después, por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y mantenido seis meses en cautiverio, en un pequeño sótano sin ventilación.)

Pero, pese a los signos favorables, ni el más optimista de nosotros pudo prever la extraordinaria asistencia que colmó aquella noche, de bote en bote, la plaza San Martín y se desbordó por los contornos. Cuando subí al estrado sentí exultación y terror: decenas de miles de personas -ciento treinta mil, según la revista - [5] agitaban banderas y a voz en cuello coreaban el Himno a la Libertad que había compuesto para el acto Augusto Polo Campos, un compositor muy popular. Algo debía haber cambiado en el Perú cuando una muchedumbre así me escuchaba decir, aplaudiendo, que la libertad económica era inseparable de la libertad política, que la propiedad privada y la economía de mercado eran la única garantía del desarrollo y que los peruanos no admitiríamos que nuestro sistema democrático «se mexicanizara» ni que el apra se convirtiera en el caballo de Troya del comunismo en el Perú.

Cuentan los chismes que aquella noche, al ver en la pequeña pantalla la magnitud del Encuentro por la Libertad, Alan García hizo trizas el televisor. Lo cierto es que aquella manifestación tuvo tremendas consecuencias. Fue factor decisivo para que la ley de estatización, aunque aprobada en el Congreso, nunca pudiera ser aplicada y más tarde se derogara. Dio un golpe de muerte a las ambiciones continuistas de Alan García. Abrió las puertas de la vida política peruana a un pensamiento liberal que hasta entonces carecía de presencia pública, pues nuestra historia había sido un monopolio del populismo ideológico de conservadores y socialistas de distintas variantes. Devolvió la iniciativa a los partidos de oposición, Acción Popular (ap) y Popular Cristiano (ppc), los que después de su derrota en 1985 parecían invisibles. Echó las bases de lo que sería el Frente Democrático y, como temía Patricia, de mi candidatura presidencial.

Entusiasmados con el éxito de la plaza San Martín, mis amigos y yo convocamos otros dos mítines, en Arequipa, el 26 de agosto, y en Piura, el 2 de setiembre. Ambos resultaron también multitudinarios. En Arequipa fuimos atacados por contramanifestantes apristas -los famosos búfalos o matones del partido- y por una facción maoísta de Izquierda Unida, Patria Roja. Reventaron petardos y armados de garrotes, piedras y bombas pestilentes arremetieron cuando yo empezaba a hablar, para provocar una estampida. Los jóvenes encargados de mantener el orden en la periferia de la plaza, organizados por Fernando Chaves Belaunde, resistieron el ataque pero varios de ellos resultaron heridos. «¿Ves, ves?», se quejaba Patricia, que aquella noche, con María Amelia, la mujer de Freddy, debió zambullirse bajo el escudo de un policía para esquivar una lluvia de botellas. «Comenzó a pasar lo que te decía.» Pero, pese a su oposición de principio, ella también trabajó en los mítines y estuvo en la primera fila de los tres.

Fueron las clases medias las que llenaron esas plazas. No los ricos, pues, en ese país misérrimo en que los malos gobiernos han vuelto al Perú, ellos no alcanzarían a llenar un teatro y acaso ni un salón. Y tampoco los pobres, campesinos o habitantes de los llamados pueblos jóvenes, que escuchaban el debate entre estatismo y economía de mercado, entre colectivismo y libre empresa, como si no les concerniera. Esas clases medias -empleados, profesionales, técnicos, comerciantes, funcionarios, amas de casa, estudiantes- se encogían cada día más. Habían visto declinar su nivel de vida desde hacía tres décadas y frustrarse sus esperanzas con todos los gobiernos. Con el primero de Belaunde Terry (1963-1968), cuyo reformismo había despertado en ellas grandes expectativas. Con la dictadura militar (1968-1980) y su política socialista y represiva que empobreció, violentó y corrompió a la sociedad peruana como ningún otro gobierno antes. Con el segundo gobierno de Belaunde Terry (1980-1985), por quien habían votado masivamente, que no corrigió los desastres del régimen anterior y dejó un proceso inflacionario abierto. Y con Alan García, quien iba a batir todas las marcas de ineficiencia gubernamental de la historia del Perú, legando a su sucesor, en 1990, un país en ruinas, en el que la producción había caído a niveles de treinta años atrás. Aturdidas, dando bandazos a diestra y siniestra, ganadas por el miedo y a veces la desesperación, esas clases medias rara vez se habían movilizado en el Perú fuera de las épocas electorales. Pero lo hicieron esta vez, con un instinto certero de que si prosperaba la estatización, el Perú se alejaría aún más de ese país decente y seguro, con trabajo y oportunidades, que, como todas las clases medias del mundo, anhelaban.

El tema recurrente de mis tres discursos fue: no se sale de la pobreza redistribuyendo lo poco que existe sino creando más riqueza. Para ello hay que abrir mercados, estimular la competencia y la iniciativa individual, no combatir la propiedad privada sino extenderla al mayor número, desestatizar nuestra economía y nuestra psicología, reemplazando la mentalidad rentista, que lo espera todo del Estado, por una moderna que confíe a la sociedad civil y al mercado la responsabilidad de la vida económica.

– Lo veo y no lo creo -me decía Pipo Thorndike-. Hablas de propiedad privada y capitalismo popular y en vez de lincharte te aplauden. ¿Qué está ocurriendo en el Perú?

Así comenzó esta historia. Desde entonces, cada vez que me han preguntado por qué estuve dispuesto a dejar mi vocación de escritor por la política, he respondido: «Por una razón moral. Porque las circunstancias me pusieron en una situación de liderazgo en un momento crítico de la vida de mi país. Porque me pareció que se presentaba la oportunidad de hacer, con el apoyo de una mayoría, las reformas liberales que, desde comienzos de los años setenta, yo defendía en artículos y polémicas como necesarias para salvar al Perú.»

Pero alguien que me conoce tanto como yo, o acaso mejor, Patricia, no lo cree así. «La obligación moral no fue lo decisivo -dice ella-. Fue la aventura, la ilusión de vivir una experiencia llena de excitación y de riesgo. De escribir, en la vida real, la gran novela.»

Tal vez tiene razón. Es verdad que si la presidencia del Perú no hubiera sido, como le dije bromeando a un periodista, el oficio más peligroso del mundo, jamás hubiera sido candidato. Si la decadencia, el empobrecimiento, el terrorismo y las múltiples crisis no hubieran vuelto un desafío casi imposible gobernar un país así, no se me hubiera pasado por la cabeza semejante empresa. Siempre he creído que escribir novelas ha sido, en mi caso, una manera de vivir las muchas vidas -las muchas aventuras- que hubiera querido tener, y no descarto que, en ese fondo oscuro donde se traman nuestros actos, fuera la tentación de la aventura, antes que ningún altruismo, lo que me empujara a la política profesional.

Pero si el acicate de la acción jugó un papel, también jugó alguno lo que, a riesgo de ser grandilocuente, llamaré compromiso moral. No es fácil explicarlo, sin caer en el lugar común o la estupidez sensiblera. Aunque nací en el Perú («por un accidente de la geografía», como dijo el jefe del Ejército peruano, general Nicolás de Barí Hermoza, creyendo que me insultaba) [6] mi vocación es de un cosmopolita y un apátrida, que siempre detestó el nacionalismo y que, desde joven, creyó que, si no había manera de disolver las fronteras y sacudirse la etiqueta de una nacionalidad, ésta debería ser elegida, no impuesta. Detesto el nacionalismo, que me parece una de las aberraciones humanas que más sangre ha hecho correr y también sé que el patriotismo, como escribió el doctor Johnson, puede ser «el último refugio del canalla». He vivido mucho en el extranjero y nunca me he sentido un forastero total en ninguna parte. Pese a ello, las relaciones que tengo con el país donde nací son más entrañables que con los otros, incluso aquellos en los que he llegado a sentirme en mi casa, como España, Francia o Inglaterra. No sé por qué es así, y en todo caso no es por una cuestión de principio. Pero lo que ocurre en el Perú me afecta más, me irrita más, que lo que sucede en otras partes, y, de una manera que no podría justificar, siento que hay entre mí y los peruanos algo que, para bien y para mal -sobre todo para mal-, parece atarme a ellos de modo irrompible. No sé si esto se relaciona con el pasado tormentoso que es nuestra herencia, con el presente violento y miserable del país y su incierto futuro, con experiencias centrales de mi adolescencia en Piura y en Lima, o, simplemente, con mi infancia, allá en Bolivia, donde, como ocurre con los expatriados, en casa de mis abuelos y mi madre se vivía el Perú, el ser peruanos, como el más preciado don caído sobre nuestra familia.

Quizá decir que quiero a mi país no sea exacto. Abomino de él con frecuencia y, cientos de veces, desde joven, me he hecho la promesa de vivir para siempre lejos del Perú y no escribir más sobre él y olvidarme de sus extravíos. Pero la verdad es que lo he tenido siempre presente y que ha sido para mí, afincado en él o expatriado, un motivo constante de mortificación. No puedo librarme de él: cuando no me exaspera, me entristece, y, a menudo, ambas cosas a la vez. Sobre todo desde que compruebo que ya sólo interesa al resto del mundo por los cataclismos, sus récords de inflación, las actividades de los narcos, los abusos a los derechos humanos, las matanzas terroristas o las fechorías de sus gobernantes. Y que se habla de él como de un país de horror y de caricatura, que se muere a poquitos, por la ineptitud de los peruanos para gobernarnos con un mínimo de sentido común. Recuerdo haber pensado, cuando leí el ensayo de George Orwell, The Lion and the Unicorn, donde dice que Inglaterra es un país de buenas gentes con the wrong people in control, lo bien que esa definición se aplicaba al Perú. Porque hay, entre nosotros, gentes capaces de hacer, por ejemplo, lo que han hecho los españoles con España en los últimos diez años; pero ellas rara vez han hecho política, la que ha estado casi siempre en el Perú en manos mediocres y a menudo deshonestas.

[5] Lima, 24 de agosto de 1987.


[6] El 8 de julio de 1992, en un acto en el cuartel Rafael Hoyos Rubio, del Rímac, en el que todos los jefes del Ejército peruano respaldaron el golpe de Estado del 5 de abril.


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