Así escribió los cuentos de Lima, hora cero, Kikuyo, y, por último, la novela No una, sino muchas muertes, con la que puso fin a su carrera de escritor. Editaba y vendía sus libros de oficina en oficina, de domicilio en domicilio. Y nadie podía decirle que no, porque a quien le decía que no tenía dinero, le replicaba que podía pagarle en cuotas semanales de pocos centavos. Cuando lo entrevisté, Enrique tenía deslumbrados a todos los intelectuales peruanos que no concebían que se pudiera ser, a la vez, todas esas cosas que era él.
Y eso que apenas estaba comenzando. Tan rápido como llegó a la literatura se fue de ella, y pasó a ser diseñador y vendedor de extraños muebles de tres patas, cultivador y vendedor de árboles enanos japoneses, y por fin trotskista clandestino y conspirador, por lo que lo metieron a la cárcel. Salió y tuvo mellizos. Un día desapareció y no supe de él por mucho tiempo. Años más tarde descubrí que vivía en Venezuela, donde era el próspero propietario de una Escuela de Lectura Veloz, que ponía en práctica un método inventado, claro está, por él mismo.
Al par de meses de su regreso de Chile, Julia quedó encinta. La noticia me produjo un indecible espanto, pues estaba convencido entonces (¿también en esto se traslucía la influencia de Sartre?) de que mi vocación podía congeniar con un matrimonio, pero que irremediablemente se iría a pique si había de por medio hijos a quienes alimentar, vestir y educar. ¡Adiós sueños de irse a Francia! ¡Adiós proyectos de escribir larguísimas novelas! ¿Cómo dedicarse a una actividad no alimenticia con la seriedad que hace falta y trabajar en cosas rentables para mantener a una familia? Pero la ilusión de Julia era tan grande que debí disimular mi angustia, e incluso, simular, por la perspectiva de ser papá, un entusiasmo que no sentía.
Julia no había tenido hijos en su matrimonio anterior y los médicos le habían dicho que no podía tenerlos, lo que era una gran frustración en su vida. Este embarazo fue una sorpresa que la llenó de felicidad. La doctora alemana que la veía le señaló un régimen estrictísimo para los primeros meses del embarazo, en los que no debía casi moverse. Así lo hizo, con mucha disciplina, pero, luego de varios amagos, perdió al bebe. Era muy a los comienzos y se recuperó pronto de la decepción.
Creo que fue por ese tiempo que alguien nos regaló un perrito. Era chusco y simpatiquísimo, aunque algo neurótico, y le pusimos Batuque. Pequeño y movedizo, me recibía dando saltos y solía echarse en mis rodillas mientras yo leía. Pero lo sobrecogían rabias intempestivas y se lanzaba a veces contra una de nuestras vecinas de la quinta de Porta, la poetisa y escritora María Teresa Liona, que vivía sola, y cuyas pantorrillas, no sé por qué, atraían y enfurecían a Batuque. Ella lo tomaba con elegancia pero nosotros pasábamos muchas vergüenzas.
Un día, al mediodía, al regresar a la casa, encontré a Julia bañada en llanto. La perrera se había llevado al Batuque. Los del camión se lo habían arrancado poco menos que de sus brazos. Salí volando a buscarlo, al galpón de la perrera, que estaba por el Puente del Ejército. Pude llegar a tiempo y rescatar al pobre Batuque, que, apenas lo sacaron de la jaula y lo cargué, me llenó de pis y caca y se quedó temblando en mis brazos. El espectáculo de la perrera me dejó tan espantado como a él: dos zambos, empleados del lugar, mataban a palazos, ahí mismo, a vista de los perros enjaulados, a los animales que no habían sido reclamados por sus dueños luego de unos días. Medio descompuesto con lo que había visto, fui con el Batuque a sentarme en el primer cafetucho que encontré. Se llamaba La Catedral. Y allí se me vino a la cabeza la idea de empezar con una escena así esa novela que escribiría algún día, inspirada en Esparza Zañartu y en esa dictadura de Odría, que, en 1956, daba las últimas boqueadas.