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Creo que Julia tampoco. Nos queríamos, gozábamos el uno con el otro, y aunque teníamos las inevitables peleas que conlleva la vida doméstica, en esos tres años en Lima, antes del viaje a Europa, nuestra relación fue fértil y recíprocamente estimulante. Una fuente de disputas eran mis celos retrospectivos, el absurdo, angustioso furor que sentí, al descubrir que Julia había tenido una vida sentimental, y, sobre todo, que, luego de su divorcio, y hasta la víspera de su venida a Lima, había vivido un apasionado romance con un cantante argentino, que llegó a La Paz e hizo estragos entre las paceñas. Por una razón misteriosa -ahora el asunto me hace reír, pero entonces me hizo sufrir mucho y por ello hice sufrir también a Julia- esos amores de mi mujer con el cantante argentino, que ella ingenuamente me comentó a poco de casarnos, me desvelaban y me hacían sentir que, aunque pasados, eran una amenaza, un peligro para nuestro matrimonio, pues me robaban una parte de la vida de Julia, la que estaría siempre fuera de mi alcance y que por ello nunca podríamos ser totalmente felices. Yo le exigía que me contara con lujo de detalles esa aventura y teníamos por eso, a veces, violentas disputas, que solían concluir en tiernas reconciliaciones.

Pero, además, nos divertíamos. Cuando uno casi nunca tiene tiempo, ni dinero, para las diversiones, éstas, por escasas y modestas que sean, adquieren una maravillosa consistencia, producen un placer que desconocen quienes pueden disfrutarlas a capricho. Recuerdo la excitación infantil que nos producía, algunos fines de mes, ir a almorzar a un restaurante alemán de la calle La Esperanza, el Gambrinus, donde preparaban un suculento Wienerschnitzel, para el que nos preparábamos, regocijados, con días de anticipación. O, algunas noches, ir a comer una pizza con una jarrita de vino, a La Pizzería que acababa de abrir en la Diagonal una pareja de suizos, y que, del modesto garaje donde comenzó, se convertiría con los años en uno de los más conocidos restaurantes de Miraflores.

Adonde íbamos por lo menos una vez por semana era al cine. A los dos nos encantaba. A diferencia de lo que me ocurre con los libros, que cuando son malos además de aburrirme me irritan, pues me hacen sentir que pierdo el tiempo, las malas películas las soporto muy bien y, mientras no sean pretenciosas, me divierten. Así que íbamos a ver lo que fuera, sobre todo, los gemebundos melodramas mexicanos con María Félix, Arturo de Córdoba, Agustín Lara, Emilio Tuero, Mirta Aguirre, etcétera, por los que Julia y yo teníamos una retorcida predilección.

Julia era una excelente mecanógrafa, de modo que yo le entregaba la lista de muertos del Presbítero Maestro garabateados en mis cuadernos y ella los volvía fichas relucientes. Me pasaba también los reportajes y artículos para El Comercio, Turismo y la revista Cultura Peruana, en la que comencé a escribir, al poco tiempo, una columna mensual dedicada a los pensadores políticos peruanos más importantes de los siglos XIX y XX, con el título de «Hombres, libros e ideas». Preparar esa columna, a lo largo de dos años y pico, fue muy entretenido, pues, gracias a la biblioteca de Porras Barrenechea y la del Club Nacional, pude leerlos a casi todos, de Sánchez Cardón y Vigil hasta José Carlos Mariátegui y Riva Agüero, pasando por González Prada, cuyas virulentas diatribas anárquicas contra instituciones y líderes políticos de todo pelaje, en una exquisita prosa de brillos parnasianos, me hizo, por cierto, una estupenda impresión.

Las entrevistas semanales que Abelardo me encargó para el Suplemento Dominical de El Comercio fueron muy instructivas sobre la situación de la literatura peruana, aunque, a menudo, decepcionantes. El primer entrevistado fue José María Arguedas. Todavía no había publicado Los ríos profundos, pero ya había en torno al autor de Yawar Fiesta y Diamantes y pedernales (editado no hacía mucho por Mejía Baca) un cierto culto, como un narrador de fino lirismo e íntimo conocedor del mundo indio. Me sorprendió lo tímido y modesto que era, lo mucho que desconocía de la literatura moderna, y sus temores y vacilaciones. Me hizo mostrarle la entrevista una vez redactada, en la que corrigió varias cosas, y luego envió una carta a Abelardo, pidiendo que no se publicara, pues no quería hacer sufrir a nadie con ella (por alusiones al hermanastro que lo había atormentado en su infancia). La carta llegó cuando la entrevista estaba impresa. Arguedas no se molestó por ello y me envió luego una notita cariñosa, agradeciéndome lo bien que hablaba de su persona y de su obra.

Creo haber entrevistado, para esa columna, a todos los peruanos vivos que habían publicado alguna vez una novela en el Perú. Desde el anciano Enrique López Albújar, reliquia viviente, que, en su casita de San Miguel, confundía nombres, fechas y títulos y llamaba «muchachos» a quienes ya tenían setenta años, hasta el novísimo Eleodoro Vargas Vicuña, quien solía interrumpir las conferencias dando un grito que era su divisa («¡Viva la vida, carajo!») y que, después de las bellas prosas de Nahutn, misteriosamente se desvaneció, por lo menos del mundo de la literatura. Pasando, por cierto, por el simpático piurano Francisco Vegas Seminario, o Arturo Hernández, el autor de Sangama, y decenas de polígrafos y polígrafas, autores de novelas criollistas, indigenistas, cholistas, costumbristas, negristas, que siempre se me caían de las manos y parecían viejísimas (no antiguas, sino viejísimas) por la manera como estaban escritas y, sobre todo, construidas.

En esa época, por mi deslumbramiento con la obra de Faulkner, yo vivía fascinado por la técnica de la novela, y todas las que caían a mis manos, las leía con un ojo clínico, observando cómo funcionaba el punto de vista, la organización del tiempo, si era coherente la función del narrador o si las incoherencias y torpezas técnicas -la adjetivación, por ejemplo- destruían (impedían) la verosimilitud. A todos los novelistas y cuentistas que entrevisté los interrogaba sobre la forma narrativa, sobre sus preocupaciones técnicas, y siempre me desmoralizaban sus respuestas, desdeñosas de esos «formalismos». Algunos añadían «formalismos extranjerizantes, europeístas» y otros llegaban al chantaje «telúrico»: «Para mí, lo importante no es la forma, sino la vida misma», «Yo nutro mi literatura de las esencias peruanas».

Desde esa época odio la palabra «telúrica», blandida por muchos escritores y críticos de la época como máxima virtud literaria y obligación de todo escritor peruano. Ser telúrico quería decir escribir una literatura con raíces en las entrañas de la tierra, en el paisaje natural y costumbrista y preferentemente andino, y denunciar el gamonalismo y feudalismo de la sierra, la selva o la costa, con truculentas anécdotas de «mistis» (blancos) que estupraban campesinas, autoridades borrachas que robaban y curas fanáticos y corrompidos que predicaban la resignación a los indios. Quienes escribían y promovían esta literatura «telúrica» no se daban cuenta de que ella, en contra de sus intenciones, era lo más conformista y convencional del mundo, la repetición de una serie de tópicos, hecha de manera mecánica, en la que un lenguaje folklórico, relamido y caricatural, y la dejadez con que estaban construidas las historias, desnaturalizaba totalmente el testimonio histórico-crítico con que pretendían justificarse. Ilegibles como textos literarios, eran también unos falaces documentos sociales, en verdad una adulteración pintoresca, banal y complaciente de una compleja realidad.

La palabra «telúrica» llegó a ser para mí el emblema del provincialismo y el subdesarrollo en el campo de la literatura, esa versión primaria y superficial de la vocación de escritor de aquel ingenuo que cree que se pueden escribir buenas novelas inventando buenos «temas» y no ha aprendido aún que una novela lograda es una esforzada operación intelectual, el trabajo de un lenguaje y la invención de un orden narrativo, de una organización del tiempo, de unos movimientos, de una información y unos silencios de los que depende enteramente que una ficción sea cierta o falsa, conmovedora o ridícula, seria o estúpida. Yo no sabía si llegaría a ser un día un escritor, pero sí supe desde esos años que nunca sería un escritor telúrico.

Desde luego, no todos los escritores peruanos que entrevisté tenían ese desprecio folklórico por la forma ni escudaban su pereza detrás de un adjetivo. Una de las excepciones era Sebastián Salazar Bondy. No había escrito novelas, pero sí cuentos

– además de ensayos, teatro y poesía- y por eso entró dentro de la serie. Ésa fue la primera vez que conversé largo con él. Fui a buscarlo a su oficinita del diario La Prensa, y bajamos a tomarnos un café, en el Cream Rica del jirón de la Unión. Era flaco, alto y afilado como un cuchillo, enormemente simpático e inteligente, y él sí que estaba al tanto de la literatura moderna, sobre la que hablaba con una desenvoltura y una agudeza que me llenaron de respeto. Como todo joven aspirante a escritor, yo practicaba el parricidio, y Salazar Bondy, por lo activo y múltiple que era -él parecía representar a ratos toda la vida cultural del Perú-, resultaba el «padre» al que mi generación tenía que sepultar a fin de cobrar una personalidad propia, y estaba muy de moda atacarlo. Yo lo había hecho, también, criticando con severidad, en Turismo, su obra de teatro No hay isla feliz, que no me gustó. Aunque sólo mucho después llegaríamos a hacernos íntimos amigos, recuerdo siempre esa entrevista, por la buena impresión que me causó. Hablar con él era un saludable contraste con otros entrevistados: él era una prueba viviente de que un escritor peruano no tenía que ser «telúrico», que se podía tener los pies bien metidos en la vida peruana y la inteligencia abierta a toda la buena literatura del mundo.

Pero, de todos mis entrevistados, el más pintoresco y original fue, de lejos, Enrique Congrains Martín, quien estaba en ese momento en la cresta de la popularidad. Era un muchacho unos años mayor que yo, rubio y deportivo, pero serísimo y creo que hasta impermeable al humor. Tenía una mirada fija un poco inquietante y todo él transpiraba energía y acción. Había llegado a la literatura por razones puramente prácticas, aunque parezca mentira. Era vendedor de distintos productos desde muy joven, y se decía que, también, inventor de un sapolio para lavar ollas y que uno de los fantásticos proyectos que concibió había sido organizar un sindicato de cocineras de Lima, para exigir a través de esta entidad (que él manipularía) a todas las amas de casa de la capital que sólo fregaran sus trastos domésticos con el jabón de su invención. Todo el mundo concibe empresas delirantes; Enrique Congrains Martín tenía la facultad -en el Perú, inusitada- de llevar siempre a la práctica las locuras que se proponía. De vendedor de jabones pasó a serlo de libros, y, así, decidió un día escribir y editar él mismo los libros que vendía, convencido de que nadie resistiría este argumento: «Cómpreme este libro, del que soy autor. Pase un rato divertido y ayude a la literatura peruana.»

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