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Duerme la niña

cerquita de mí

y su manecita

blanca y chiquitita

apoyada tiene

muy junto de sí…

A veces, le infligía un pellizco veloz o un tirón de orejas, y, entonces, ella estallaba en una alharaca con aullidos, como si la estuvieran despellejando, y para que el tío Lucho y la tía Olga no fueran a creérselo, yo tenía que aplacarla con ruegos o payasadas. Ella solía poner un precio a la transacción: «O me compras un chocolate o sigo.»

El colegio San Miguel de Piura estaba frente al Salesiano, y no tenía, como éste, un amplio y cómodo local; era una vieja casa de quincha y calamina, mal adaptada a sus necesidades, pero el San Miguel, debido a los esfuerzos del director -el doctor Marroquín, a quien di tantos dolores de cabeza-, era un magnífico colegio. En él convivían muchachos piuranos de familias humildes -de la Mangachería, de la Gallinacera y otros barrios periféricos- con chicos de clase media y hasta de familias encumbradas de Piura, que iban allí porque los padres del Salesiano ya no los aguantaban o atraídos por los buenos profesores. El doctor Marroquín había logrado que distinguidos profesionales de la ciudad fueran a dar clases -sobre todo a los alumnos de mi año, el último- y gracias a eso tuve la suerte, por ejemplo, de seguir un curso de economía política con el doctor Guillermo Gulman. Fue ese curso, creo, y también los consejos del tío Lucho, los que me animaron a seguir luego, en la universidad, las carreras de Letras y Derecho. Antes de ir a Piura estaba resuelto a hacer sólo Filosofía y Letras. Pero en esas clases del doctor Gulman, el Derecho parecía mucho más profundo e importante que lo meramente asociado a los litigios: una puerta abierta a la filosofía, a la economía, a todas las ciencias sociales.

Teníamos también un excelente profesor de Historia, Néstor Martos, que escribía a diario en El Tiempo una columna titulada «Voto en contra» sobre temas locales. El profesor Martos, de figura desbaratada, bohemio impenitente, que parecía llegar a clases, a veces, directamente de alguna cantinilla donde había pasado la noche entera tomando chicha, despeinado, barbicrecido, y con una bufanda cubriéndole media cara -¡una bufanda, en la tórrida Piura!-, en la clase se transformaba en un expositor apolíneo, un pintor de frescos de los períodos preincaico e incaico de la historia americana. Yo lo escuchaba embelesado y me sentí un pavo real una mañana, en aquella clase en la que, sin mencionarme, se dedicó a enumerar todos los argumentos por los que ningún peruano de casta podía ser un «hispanista» ni elogiar a España (que era lo que había hecho yo, ese día, en mi columna de La Industria, con motivo de la visita a Piura del embajador de ese país). Uno de sus argumentos era: ¿se dignó algún monarca, en los trescientos años de colonia, visitar las posesiones americanas del imperio español?

El profesor de literatura resultó algo desangelado -teníamos que memorizar los adjetivos con que calificaba a los clásicos: San Juan de la Cruz, «hondo y esencial»; Góngora, «barroco y clasicista»; Quevedo, «alambicado, festivo e imperecedero»; Garcilaso, «italianizante, malogrado precozmente y amigo de Juan Boscán»-, pero una buenísima persona: José Robles Rázuri. El Ciego Robles, cuando descubrió mi vocación, me tomó mucho aprecio y solía prestarme libros -los tenía todos forrados con un papel color rosa y un sellito con su nombre-, entre los que recuerdo los dos primeros que leí de Azorín: Al mar gen de los clásicos y La ruta de Don Quijote .

A la segunda o tercera semana de clases, en un gesto audaz, le confié al profesor Robles mi obrita de teatro. La leyó y me propuso algo que me causó palpitaciones. El colegio ofrecía uno de los actos con que se celebraba la semana de Piura, en julio. ¿Por qué no sugeríamos al director que el San Miguel presentara este año La huida del inca ? El doctor Marroquín aprobó el proyecto y, sin más, quedé encargado de dirigir el montaje, para estrenar la obra el 17 de julio, en el teatro Variedades. Vaya exultación con la que corrí a la casa a contárselo al tío Lucho:¡íbamos a montar La huida del inca !. ¡Y en el teatro Variedades, nada menos!

Aunque sólo fuera por haberme permitido ver, en un escenario, viviendo con la ficticia vida del teatro, algo inventado por mí, mi deuda con Piura sería impagable. Pero le debo otras cosas. Los buenos amigos, algunos de los cuales me duran hasta ahora. Varios de mis viejos condiscípulos del Salesiano se habían pasado al San Miguel, como Javier Silva y Manolo y Richard Artadi, y entre los nuevos compañeros había otros, los mellizos Temple, los primos León, los hermanos Raygada, con los que nos hicimos compañeros del alma. El quinto de secundaria resultó ser un año pionero, pues por primera vez se ensayaba en un colegio nacional el régimen mixto. En nuestra clase había cinco mujeres; se sentaban en una fila aparte y nuestras relaciones eran formales y distantes. Una de ellas, Yolanda Vilela, fue una de las tres «vestales» de La huida del inca, según el descolorido programa del espectáculo que llevo en la cartera, como amuleto, desde entonces.

De todo ese grupo de amigos, el más íntimo fue Javier Silva. Era ya, entonces, a sus dieciséis años, lo que sería más tarde multiplicado: gordo, goloso, inteligente, incansable, inescrupuloso, simpático, leal, siempre dispuesto a embarcarse en todas las aventuras, y generoso como nadie. Él dice que ya aquel año yo lo convencí de que la vida lejos de París era imposible, que teníamos que irnos allá cuanto antes y que lo arrastré a abrir una cuenta de ahorros conjunta, a fin de asegurar el pasaje. (Mi memoria me dice que eso fue ya en Lima, de universitarios.) Su apetito era descomunal y los días de propina

– vivía a la vuelta de mi casa, en la calle Arequipa- venía a invitarme a El Reina, un restaurante de la avenida Sánchez Cerro, en el que pedía un piqueo y una cerveza para compartir, íbamos al cine -al Municipal, al Variedades o a ese cine de Castilla, al aire libre, con un solo proyector, de modo que a cada fin de rollo se interrumpía la película, y al que había que llevarse el asiento-; a bañarnos en la piscina del club Grau, a la «casa verde», en el camino a Catacaos, adonde yo lo arrastré la primera vez después de quitarle el miedo pánico que su padre, un médico muy querido en Piura, le había inculcado, asegurándole que si iba allí le contagiarían una sífilis.

La «casa verde» era una cabaña grande, algo más rústica que una casa, un lugar mucho más alegre y sociable que los prostíbulos limeños, generalmente sórdidos y a menudo pendencieros. El burdel de Piura conservaba la función tradicional de lugar de encuentro y de tertulia, al mismo tiempo que de casa de citas. Allí iban los piuranos de todas las clases sociales -recuerdo haberme llevado la sorpresa, una noche, de encontrarme al prefecto, don Jorge Checa, conmovido con los tonderos y las cumananas de un trío mangache- a oír música, a comer platos regionales -secos de chabelo y de cabrito, cebiches, chifles, natillas, claritos y chicha espesa-, o a bailar, conversar y también a hacer el amor. El ambiente era campechano, informal, risueño, y rara vez lo afeaban las broncas. Mucho más tarde, cuando descubrí a Maupassant, no podía dejar de asociar esa «casa verde» a su hermosísima Maison Tellier, así como la Mangachería, barrio alegre, violento y marginal de las afueras piuranas se identificaba siempre en mi memoria con la Corte de los Milagros de las novelas de Alejandro Dumas. Desde chico, las cosas y los seres de la realidad que me han conmovido más han sido los que más se acercaban a la literatura.

Mi generación vivió el canto del cisne del burdel, enterró a esa institución que iría extinguiéndose a medida que las costumbres sexuales se distendían, se descubría la píldora, pasaba a ser obsoleto el mito de la virginidad y los muchachos comenzaban a hacer el amor con sus enamoradas. La banalización del sexo que eso trajo consigo es, según psicólogos y sexólogos, muy saludable para la sociedad, la que, de este modo, se desahoga de abundantes represiones neuróticas. Pero ha significado, también, la trivialización del acto sexual y la extinción de una fuente privilegiada de placer para el ser humano contemporáneo. Despojado de misterio y de los tabúes religiosos y morales seculares, así como de los elaborados ritos que rodeaban su práctica, el amor físico ha pasado a ser para las nuevas generaciones lo más natural del mundo, una gimnasia, un pasajero entretenimiento, algo muy distinto de ese misterio central de la vida, de ese acercarse a través de él a las puertas del cielo y del infierno que fue todavía para mi generación. El burdel era el templo de aquella clandestina religión, donde uno iba a oficiar un rito excitante y arriesgado, a vivir, por unas pocas horas, una vida aparte. Una vida erigida sobre terribles injusticias sociales, sin duda -a partir del año siguiente, yo sería consciente de ello y me avergonzaría mucho de haber ido a burdeles y haber frecuentado a putas como un despreciable burgués-, pero lo cierto es que ello nos dio, a muchos, una relación muy intensa, respetuosa y casi mística con el mundo y las prácticas del sexo, algo inseparable de la adivinación de lo sagrado y de la ceremonia, del despliegue activo de la fantasía, del misterio y la vergüenza, de todo eso que Bataille llama la transgresión. Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado a ser algo natural para el común de los mortales. Para mí nunca lo fue, no lo es. Ver a una mujer desnuda en una cama ha sido siempre la más inquietante y turbadora de las experiencias, algo que jamás hubiera tenido para mí ese carácter trascendental, merecedor de tanto respeto trémulo y tanta feliz expectativa, si el sexo no hubiera estado, en mi infancia y juventud, cercado por tabúes, prohibiciones y prejuicios, si para hacer el amor con una mujer no hubiera habido entonces tantos escollos que salvar.

Ir a esa casa pintarrajeada de verde, en las afueras de Castilla, camino a Catacaos, me costaba mi magro sueldo de La Industria, de manera que fui apenas unas cuantas veces a lo largo del año. Pero cada vez salí de allí con la cabeza llena de imágenes ardientes, y estoy seguro de haber vagamente soñado desde entonces con inventar alguna vez una historia que tuviera como escenario esa «casa verde». Es posible que la memoria y la nostalgia embellezcan algo que era pobre y sórdido -¿qué podía esperarse de un pequeño prostíbulo de una pequeñísima ciudad como Piura?-, pero, en mi recuerdo, la atmósfera del lugar era alegre y poética, y quienes estaban allí se divertían de veras, no sólo los clientes, sino, también, los maricas que hacían de camareros y guardianes, las putas, los músicos que tocaban valses, tonderos, mambos o huarachas, y la cocinera que preparaba las viandas a la vista de todos, haciendo pasos de baile junto al fogón. Había muy pocos cuartitos con barbacoas para las parejas, de modo que a menudo era preciso salir a hacer el amor en los arenales del contorno, al aire libre, entre los algarrobos y las cabras. La incomodidad estaba compensada por la tibia atmósfera azulina de las noches piuranas, de tiernas lunas llenas, y sensuales curvas de médanos entre los que se divisaban titilando, al otro lado del río, las luces de la ciudad.

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