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Para que a uno no le ganaran la moral había que hacer cosas audaces, que merecieran la simpatía y el respeto de los otros. Yo empecé a hacerlas desde el principio. Desde los concursos de masturbación -ganaba el que eyaculaba primero o llegaba más lejos en el disparo- hasta las célebres escapadas, en la noche, luego del toque de queda. «Tirar contra» era la audacia mayor, pues quien era descubierto resultaba expulsado del colegio, sin remisión. Había lugares donde el muro era más bajo y se podía escalar sin riesgo: por el estadio, por La Perlita -un puesto de bebidas cuyo dueño, un serranito, nos vendía cigarrillos- y por el edificio abandonado. Antes de escapar había que hacer un trato con el imaginaria de la cuadra para que, al entregar el parte de efectivos, lo diera a uno por presente. Esto se conseguía a cambio de cigarrillos. Después de que el corneta tocaba el toque de queda y se apagaban las luces de las cuadras, deslizándose pegado a la pared como una sombra, había que atravesar los patios y canchas, a veces a gatas o reptando, hasta el muro elegido. Luego de saltar, uno se alejaba de prisa por las chacras y descampados que entonces rodeaban al colegio. Se tiraba contra para ir al cine Bellavista, a alguno de los cines del Callao, a alguna fiestecita de medio pelo, en esos barrios de baja clase media, de empobrecidas familias que alguna vez fueron burguesas y eran ya casi proletarias, donde estar en el Leoncio Prado tenía cierto prestigio (no lo tenía, en cambio, en San Isidro o Miraflores, donde se lo consideraba un colegio de cholos), y, a veces

– aunque esto era más raro porque estaban ya bastante lejos-, para ir a merodear por los burdeles del puerto. Pero muchas veces se tiraba contra porque era arriesgado y emocionante y porque uno se sentía bien, al regresar, sin haber sido descubierto.

Lo más peligroso era el regreso. Uno podía toparse con las patrullas de soldados que daban vueltas alrededor del colegio, o descubrir, luego de saltar, que el oficial de guardia había descubierto la contra -por los ladrillos o maderas que usábamos para escalar el muro- y esperaba, agazapado en la oscuridad, el retorno de los contreros, para encañonarlos con su linterna, y ordenar: «¡Alto ahí, cadete!» Durante el retorno, a uno le latía muy fuerte el corazón y el menor ruido o sombra, hasta estar acurrucado en la litera de la cuadra, provocaba pánico.

Tirar contra tenía un gran prestigio y las contras más audaces se comentaban, rodeadas de una aureola legendaria. Había contreros famosos, que conocían al dedillo los cientos de metros de muros del colegio y tirar contra con ellos daba seguridad.

Otra actividad importante era robar prendas. Teníamos revista una vez por semana, por lo general los viernes, víspera de la salida, y si el oficial encontraba en un ropero cigarrillos, o que faltaba alguna de las prendas reglamentarias -las corbatas, camisas, pantalones, Cristinas, botines o el grueso sacón de paño que nos poníamos en invierno-, el cadete quedaba consignado el fin de semana. Perder una prenda era perder la libertad. Cuando a uno le robaban una prenda, había que robarse otra o pagar a uno de los «locos» para que hiciera el trabajo. Los había expertos, con manojos de ganzúas en el bolsillo, que abrían todos los roperos.

Otra manera de ser un hombre cabal era tener muchos huevos, jactarse de ser un «pinga loca», que se comía a montones de mujeres, y que, además, podía «tirarse tres polvos al hilo». El sexo era un tema obsesivo, objeto de bromas y disfuerzos, de las confidencias y de los sueños y pesadillas de los cadetes. En el Leoncio Prado, el sexo, lo sexual, fueron perdiendo para mí el semblante asqueroso, repelente, que habían tenido desde que supe cómo nacían los bebes, y allí comencé a pensar y fantasear en mujeres sin sentir desagrado y sentimientos de culpa. Y a avergonzarme de tener catorce años y no haber hecho el amor. Esto no se lo decía, por cierto, a mis compañeros, ante quienes me jactaba de ser también un pinga loca.

Con un amigo leonciopradino, Víctor Flores, con quien solíamos, los sábados, luego de las maniobras, boxear un rato junto a la piscina, un día nos confesamos que ninguno de los dos nos habíamos acostado con una mujer. Y decidimos que el primer día de salida iríamos a Huatica. Así lo hicimos, un sábado de junio o julio de 1950.

El jirón Huatica, en el barrio popular de La Victoria, era la calle de las putas. Los cuartitos se alineaban, uno junto al otro, en ambas veredas, desde la avenida Grau hasta siete u ocho cuadras más abajo. Las putas -polillas, se las llamaba- estaban en las ventanitas, mostrándose a la muchedumbre de presuntos clientes que desfilaban, mirándolas, deteniéndose a veces a discutir la tarifa. Una estricta jerarquía regulaba al jirón Huatica, según las cuadras. La más cara -la de las francesas- era la cuarta; luego, hacia la tercera y la quinta, las tarifas declinaban, hasta las putas viejas y miserables de la primera, ruinas humanas que se acostaban por dos o tres soles (las de la cuarta cobraban veinte). Recuerdo muy bien aquel sábado en que con Víctor fuimos, con nuestros veinte soles en el bolsillo, nerviosos y excitados, a vivir la gran experiencia. Fumando como chimeneas para parecer más viejos, subimos y bajamos varias veces la cuadra de las francesas, sin decidirnos a entrar. Por fin, nos dejamos convencer por una mujer muy habladora, de pelos pintados, que sacó medio cuerpo a la calle para llamarnos. Pasó primero Víctor. El cuarto era chiquito y había una cama, un lavador con agua, una bacinica y un foco envuelto en celofán rojo que daba una luz medio sangrienta. La mujer no se desnudó. Se levantó la falda y, viéndome tan confuso, se echó a reír y me preguntó si era la primera vez. Cuando le dije que sí, se puso muy contenta porque, me aseguró, desvirgar a un muchacho traía suerte. Hizo que me acercara y murmuró algo así como «Ahora tienes tanto miedo pero después cuánto te va a gustar». Hablaba un español raro y cuando eso terminó, me dijo que era brasileña. Sintiéndonos unos hombres completos, fuimos luego con Víctor a tomar una cerveza.

Volví muchas veces a Huatica en esos dos años leonciopradinos, siempre los sábados en la tarde y siempre a la cuadra de las francesas. (Años después, el poeta y escritor André Coyné me juraría que eso de las francesas era una calumnia, pues en realidad se trataba de belgas y de suizas.) Y fui varias veces donde una polilla menuda y agraciada -una morenita vivaz, de buen humor y capaz de hacer sentir a sus fugaces visitantes que hacer el amor con ella era algo más que una simple transacción comercial- a la que habíamos bautizado la Pies Dorados porque, en efecto, tenía los pies pequeños, blancos y cuidados. Se convirtió en la mascota de la sección. Los sábados uno se encontraba a cadetes de la segunda -o de la primera, cuando estuvimos en cuarto año- haciendo cola en la puerta de su pequeño cuchitril. La mayor parte de los personajes de mi novela La ciudad y los perros, escrita a partir de recuerdos de mis años leonciopradinos, son versiones muy libres y deformadas de modelos reales y otros totalmente inventados. Pero la furtiva Pies Dorados está allí como la conserva mi memoria: desenfadada, atractiva, vulgar, enfrentando su humillante oficio con inquebrantable buen humor y dándome, aquellos sábados, por veinte soles, diez minutos de felicidad.

Sé muy bien todo lo que hay detrás de la prostitución, en términos sociales, y no la defiendo, salvo para quienes la ejercen por libre elección, lo que no era, sin duda, el caso de la Pies Dorados ni de las otras polillas del jirón Huatica, empujadas allí por el hambre, la ignorancia, la falta de trabajo y las malas artes de los cafiches que las explotaban. Pero ir al jirón Huatica o, más tarde, a los burdeles de Lima, es algo que no me dio mala conciencia, tal vez porque el pagar a las polillas de alguna manera me proporcionaba una suerte de coartada moral, disfrazaba la ceremonia con la máscara de un aséptico contrato que, al cumplirse por ambas partes, liberaba a éstas de responsabilidad ética. Y creo que sería desleal para con mi memoria y mi adolescencia no reconocer, también, que en esos años en los que fui dejando de ser niño, mujeres como la Pies Dorados me enseñaron los placeres del cuerpo y los sentidos, a no rechazar el sexo como algo inmundo y denigrante, sino a vivirlo como una fuente de vida y de goce y me hicieron dar los primeros pasos por el misterioso laberinto del deseo.

A mis amigos del barrio, en Miraflores, los veía a veces, los días de salida, e iba con ellos a alguna fiesta de los sábados, o, los domingos, a la matinée y alguna vez al fútbol. Pero el colegio militar me fue apartando insensiblemente de ellos, hasta convertir la entrañable fraternidad de antes en una relación esporádica y distante. Sin duda por mi culpa: me parecían demasiado niños, con sus ritos dominicales -matinée, Cream Rica, pista de patinaje, parque Salazar- y sus castos enamoramientos, ahora que yo estaba en un colegio de hombres que hacían barbaridades y ahora que iba al jirón Huatica. Buen número de los amigos del barrio seguían siendo vírgenes y esperaban desvirgarse con las sirvientas de sus casas. Recuerdo una conversación, uno de esos sábados o domingos por la tarde, en la esquina de Colón y Juan Fanning, en la que, en rueda del barrio, uno de ellos nos contó cómo se había «tirado a la chola», luego de darle, con mañas, a tomar «yohimbina» (unos polvitos que, decían, volvían locas a las mujeres, de los que hablábamos sin cesar como de algo mágico, y que, por lo demás, yo nunca vi). Y recuerdo otra tarde en que unos primos me relataron la maquiavélica estrategia que tenían urdida para «embocarse» a una sirvienta, un día que sus padres estaban ausentes. Y recuerdo mi malestar profundo en ambas ocasiones y siempre que mis amigos, de Miraflores o del colegio, se jactaban de tirarse a las cholas de sus casas.

Es algo que nunca hice, que siempre me produjo indignación y, sin duda, una de las primeras manifestaciones de lo que sería después mi rebeldía contra las injusticias y los abusos que ocurrían a diario y por doquier, con total impunidad, en la vida peruana. En este tema de las sirvientas, además, me había vuelto muy sensible lo que, en esos años, se reveló como un trauma en la familia Llosa. He contado que mis abuelos trajeron de Cochabamba a Perú, a un muchacho de Saipina, Joaquín, y a un niño recién nacido que una cocinera abandonó en casa. Ambos habían continuado en la familia, en Piura, luego en el departamento de Dos de Mayo, en Lima, y finalmente, en uno más amplio, que tomaron los abuelos en una quinta de la calle Porta, en Miraflores. Mis tíos le encontraron un trabajo a Joaquín, que se fue a vivir solo. Orlando, que había vivido siempre entre los sirvientes de la casa y que en esa época debía de andar por los diez años, a medida que iba creciendo se parecía más al tercero de mis tíos; más, incluso, que los hijos legítimos de éste. Aunque en la familia no se tocaba nunca el tema, estaba siempre ahí y nadie se atrevía a mencionarlo ni, lo que es peor, a hacer algo para enmendar de algún modo lo ocurrido, o atenuar sus consecuencias.

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