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No se hizo nada, o, más bien, se hizo algo que empeoró las cosas. Orlando pasó a ocupar un estamento intermedio, una especie de limbo, que ya no era el de la servidumbre pero todavía no el de la familia. La Mamaé, que había regresado a vivir con los abuelos en la calle Porta, le armaba un colchón en su cuarto, para que durmiera allí. Y comía en una mesita aparte, en el mismo comedor, pero sin sentarse con los abuelos, los tíos y nosotros. A mi abuelita la trataba de tú y la llamaba, como hacíamos yo y mis primas, «abuela», y lo mismo a la «Mamaé». Pero al abuelo lo trataba de usted y le decía «don Pedro», y lo mismo a mi mamá y a mis tíos, incluido su padre, al que llamaba «señor Jorge». Sólo a mí y a mis primas y primos nos tutearía. Lo que debió ser esa niñez, vivida en la confusión, de sirviente o poco menos para tres cuartas partes de la familia, y de pariente para el resto, y lo que de amargura, humillación, resentimiento y dolor debió empozarse en él en esos años, es difícil de imaginar. Vaya paradoja que gentes tan generosas y nobles como los abuelos contribuyeran, cegados por prejuicios o tabúes que eran los de su medio y habían pasado a formar parte de su naturaleza, a agravar con ese ambiguo status en que lo hicieron vivir, el drama de su nacimiento. Años después, yo fui uno de los primeros de la familia en tratar a Orlando como pariente, presentarlo como primo, y procuré tener con él una relación amistosa. Pero él nunca se sintió cómodo conmigo ni con el resto de la familia, salvo con la abuelita Carmen, de la que estuvo siempre cerca hasta el final.

Aunque nunca fui muy estudioso en el Leoncio Prado, hubo algunos cursos que seguí con pasión. Había excelentes profesores, como el de historia universal -Aníbal Ismodes-, cuyas clases yo escuchaba entusiasmado. Y el de física, un serranito menudo y elegante, llamado Huarina, de quien corría la voz que era un «cráneo». Había estado en Francia, haciendo estudios de postgrado, y en sus clases daba la impresión de saberlo todo; era capaz de hacer amenos los experimentos más enrevesados y las leyes y tablas más complejas. De todos los cursos de ciencias que he seguido, aquel que tuve con el profesor Huarina en el cuarto de media es el único que me entretuvo, intrigó y exaltó como hasta entonces sólo lo habían hecho los cursos de historia. La literatura se enseñaba como parte del castellano, es decir, de la gramática, y solía ser un curso aburridísimo, en el que había que memorizar, al igual que las reglas de la prosodia, la sintaxis y la ortografía, la vida y la obra de los autores famosos, pero no leer sus libros. Jamás, en todos los años escolares, me hicieron leer un libro, aparte de los manuales de clase. Éstos incluían algún poema o fragmento de textos clásicos que era difícil entender por las palabras raras y los giros inusitados, de modo que poco o nada quedaba de ellos en la memoria. Si alguna afición me despertaron las clases escolares, fue la historia, por los buenos profesores que tuve. La literatura fue una vocación que surgió fuera de las clases, de manera sesgada y personal.

Sólo después supe que uno de mis profesores leonciopradinos era un gran poeta peruano y una figura intelectual por la que, en mis años universitarios, sentiría admiración: César Moro. Era bajito y muy delgado, de cabellos claros y escasos, y unos ojos azules que miraban el mundo, las gentes, con una lucecita irónica en el fondo de las pupilas. Enseñaba francés y en el colegio se decía que era poeta y maricón. Sus maneras exageradamente corteses y algo amaneradas y esos rumores que circulaban sobre él excitaban nuestra animosidad contra alguien que parecía la negación encarnada de la moral y la filosofía del Leoncio Prado. En las clases solíamos «batirlo», como se batía a los «huevones». Le tirábamos bolitas de papel o lo sometíamos a esos conciertos de hojitas de afeitar aseguradas en la ranura de la carpeta y animadas con los dedos, o, los más osados, haciéndole preguntas -transparentes escarnios y provocaciones- que el resto de la clase celebraba a carcajadas. Veo, una tarde, al loco Bolognesi, caminando detrás de él y meneándole el brazo a la altura del trasero como una monstruosa verga. Era muy fácil «batir» al profesor César Moro porque, a diferencia de sus colegas, no llamaba nunca al oficial de guardia para que pusiera orden, echando un carajo o poniendo las papeletas que quitaban la salida del sábado. El profesor Moro soportaba nuestras diabluras y groserías con estoicismo, y, se diría, con una secreta complacencia, como si lo divirtiera que esos precoces salvajes lo insultaran. Ahora estoy seguro de que, de algún modo, lo divertía estar allí. Debía ser para él uno de esos juegos arriesgados a que los surrealistas eran tan propensos, una manera de ponerse a prueba y explorar los límites de su propia fortaleza y los de la estupidez humana a escala juvenil.

En todo caso, César Moro no daba clases de francés en el Leoncio Prado para hacerse rico. Años después, cuando -a raíz de su muerte, por un texto apasionado que André Coyné publicó sobre él- [10] descubrí que Moro había formado parte del movimiento surrealista en Francia, y empecé a leer esa obra que (como para cortar aún más con ese país del que dijo, en uno de sus maravillosos aforismos, que en él «sólo se cuecen habas» [11] ) había escrito gran parte en francés, hice una investigación sobre su vida y descubrí que su sueldo, en el colegio, era ínfimo. En cualquier otro lugar, menos expuesto, podía haber ganado más. Lo que debió atraerlo de allí era, sin duda, eso: la brutalidad y exasperación que entre los cadetes despertaba su figura delicada, su actitud inquisitiva e irónica, y que se dijera de él que era poeta y hacía el amor como mujer.

Escribir, en el colegio, era posible -tolerado y hasta festejado- si se escribía como lo hacía yo: profesionalmente. No sé cómo empecé escribiendo cartas de amor a los cadetes que tenían enamoradas y no sabían cómo decirles que las querían y las extrañaban. Debió ser, al principio, un juego, una apuesta, con Víctor o con Quique o con Alberto o algún otro de los amigos de las cuadras. Luego, se irían pasando la voz. El hecho es que, en algún momento del tercer año, ya venían a buscarme y a pedirme, siempre con discreción y algo de vergüenza, que les escribiera cartas de amor, y hubo entre mis clientes cadetes de otras secciones y tal vez de otros años. Me pagaban con cigarrillos pero a los amigos se las escribía gratis. Me divertía jugar al Cyrano, porque, con el pretexto de decir lo que convenía, me enteraba con detalles de los amoríos -complicados, ingenuos, transparentes, retorcidos, castos, pecaminosos- de los cadetes, y husmear aquella intimidad era tan entretenido como leer novelas.

Me acuerdo, en cambio, muy bien, cómo escribí la primera novelita erótica, un par de páginas garabateadas a la carrera para leerla en voz alta a un corro de cadetes de la segunda sección, en la cuadra, antes del toque de queda. El texto fue recibido con un estallido de aprobadoras obscenidades (he descrito un episodio parecido en La ciudad y los perros). Más tarde, cuando ya nos estábamos metiendo a las literas, mi vecino, el negro Vallejo, vino a preguntarme por cuánto le vendía mi novelita. Escribí muchas otras, después, en juego o por encargo, porque me divertía y porque con ellas me costeaba el vicio de fumar (estaba prohibido, por cierto, y al cadete que descubrían fumando lo consignaban el fin de semana). Y, también, seguramente, porque escribir cartas de amor y novelitas eróticas no estaba mal visto ni era considerado denigrante o de maricas. La literatura de esas características tenía derecho de ciudad en ese templo al machismo y me ganó fama de excéntrico.

Aunque, ninguno de los apodos que yo tuve fue el de «loco». Me decían Bugs Bunny, El Conejo de la Suerte, o Flaco, pues lo era, y a veces Poeta, porque escribía y, sobre todo, porque me pasaba el día, y a veces la noche, leyendo. Creo que nunca leí tanto y con tanta pasión como en esos años leonciopradinos. Leía en los recreos y a las horas de estudio, durante las clases disimulando el libro bajo los cuadernos y me escapaba del aula para ir a leer en la glorieta junto a la piscina, y leía, en las noches, en mis turnos de imaginaria, sentado en el suelo de blancas losetas desportilladas, a la rala luz del baño de la cuadra. Y leía todos los sábados y domingos que me quedaba consignado, que fueron bastantes. Sumergirse en la ficción, escapar de la humedad blancuzca y mohosa del encierro del colegio y bregar en las profundidades del abismo submarino en el Nautilus con el capitán Nemo, o ser Nostradamus, o el hijo de Nostradamus, o el árabe Ahmed Ben Hassan, que rapta a la orgullosa Diana Mayo y se la lleva a vivir en el desierto del Sahara, o compartir con D'Artagnan, Porthos, Athos y Aramis las aventuras del collar de la reina, o las del hombre de la máscara de hierro, enfrentarse a los elementos con Han de Islandia, o a los rigores de la Alaska llena de lobos de Jack London, o, en los castillos escoceses, a los caballeros andantes de Walter Scott, espiar a la gitanilla desde los recovecos y gárgolas de Notre Dame con Quasimodo o, con Gavroche, ser un pilludo chistoso y temerario en las calles de París en medio de la insurrección, era más que un entretenimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica, tan superior a esa de la rutina, las bellacadas y el tedio del internado. Los libros se acababan pero seguían dándome vueltas en la cabeza sus mundos tan vividos y de existencias formidables, y yo me trasladaba a ellos una y otra vez con la fantasía y pasaba horas allí, aunque aparentemente estuviera muy quieto y muy serio escuchando la lección de matemáticas o las explicaciones de nuestro instructor sobre el cuidado del fusil Mauser o la técnica del asalto a la bayoneta. Esa capacidad de abstraerme de lo circundante para vivir en la fantasía, para recrear con la imaginación las ficciones que me hechizaban, la había tenido desde niño y en esos años de 1950 y 1951 se convirtió en mi estrategia de defensa contra la amargura de estar encerrado, lejos de mi familia, de Miraflores, de las chicas, del barrio, de esas cosas hermosas que disfrutaba en libertad.

En las salidas, compraba libros y mis tíos me tenían siempre lista alguna nueva provisión para traerme al colegio. Cuando comenzaba a caer la noche del domingo e iba acercándose la hora de cambiar las ropas de civil por el uniforme para volver al internado, todo comenzaba a malograrse: la película se volvía fea, el partido soso, las casas, los parques y el cielo se entristecían. Surgía un difuso malestar en el cuerpo. A esos años debo el odio al atardecer y la noche del domingo. Recuerdo muchos libros que leí en esos años -Los miserables, por ejemplo, de efecto imperecedero-, pero el autor al que más agradecido le estoy es Alejandro Dumas. Casi todo él estaba en las ediciones amarillas de la editorial Tor o en la de cartulinas oscuras, con solapa, de Sopeña: El conde de Montecristo, Memorias de un médico, El collar de la reina, Ángel Pitou, y la serie larguísima de los mosqueteros que terminaba con los tres volúmenes de El vizconde de Bragelonne. Lo formidable era que sus novelas tenían continuaciones, al terminar el libro uno sabía que había otro, otros, prolongando la historia. La saga de D'Artagnan, que comienza con el joven gascón llegando a París como un desamparado provinciano y termina muchos años después, en el sitio de La Rochelle, cuando muere, sin recibir el bastón de mariscal que el rey le envía con un postillón, es una de las cosas más importantes que me han ocurrido en la vida. Pocas ficciones he vivido con una identificación mayor, transustanciándome más con los personajes y ambientes, gozando y sufriendo tanto con lo que ocurría en la historia. El loco Cox, compañero de año, haciéndose el gracioso, me arrebató un día uno de los tomos de El vizconde de Bragelonne, que yo leía en el descampado frente a las cuadras. Echó a correr y empezó a pasar el libro a otros como una pelota de básquet. Ésa fue una de las pocas veces que me trompeé en el colegio, lanzándome sobre él, furibundo, como si en ello me fuera la vida. A Dumas, a los libros suyos que leí, debo muchas cosas que hice y fui después, que hago y que soy todavía. De las imágenes de esas lecturas nació, estoy seguro, desde esos días, esa ansiedad por saber francés y por irme a vivir un día a Francia, país que fue, durante toda mi adolescencia, el anhelo más codiciado, un país que se asociaba en mis fantasías y deseos con todo aquello que me hubiera gustado que fuera la vida: belleza, aventura, audacia, generosidad, elegancia, pasiones ardientes, sentimentalismo crudo, gestos desmesurados.

[10] André Coyné, César Moro (Lima: Torres Aguirre, 1956).


[11] «En todas partes se cuecen habas, pero en el Perú sólo se cuecen habas.»


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