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(No he vuelto a releer ninguna de las novelas de Dumas que deslumbraron mi infancia, como Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo. Tengo en mi biblioteca los volúmenes de La Pléiade que los contienen; pero cada vez que he empezado a hojearlos, me detiene un miedo reverencial a que no sean ya lo que entonces fueron, a que no puedan darme lo que dieron a mis catorce y quince años. Un tabú semejante me contuvo de releer Los miserables durante muchos años. Pero, el día que lo hice, descubrí que también para un adulto de hoy era una obra maestra.)

Además de lecturas que cambiaron mi vida, abrirme los ojos sobre mi país y hacerme vivir experiencias con las que escribí mi primera novela, el Leoncio Prado me permitió practicar el deporte que más me gustaba: la natación. Me pusieron en el equipo del colegio y entrené y participé en competencias internas, aunque no en el campeonato interescolar, en el que iba a competir en estilo libre, porque, cuando salíamos ya hacia el Estadio Nacional, el director decidió retirar al colegio de la competencia. Formar parte del equipo de natación tenía la ventaja de que a uno le daban sobrealimentación (un huevo frito en el desayuno y un vaso de leche a media tarde) y, a veces, en vez de la campaña, íbamos a la piscina a entrenar.

El sábado era el día feliz de la semana, para los que tenían salida. O, más bien, la felicidad comenzaba el viernes en la noche, después del rancho, con la película en el improvisado auditorio de bancas de madera y techo de calamina. Aquella película era un anticipo de la libertad. El sábado el corneta tocaba la diana casi a oscuras, pues era día de campaña. Salíamos a los descampados de La Perla, y era divertido jugar a la guerra

– tender emboscadas, tomar por asalto un cerro, romper un cerco- sobre todo si el teniente que estaba al frente de la compañía era el teniente Bringas, modelo de oficial, que se tomaba muy a pecho la campaña y sudaba a la par de nosotros. Otros oficiales se lo tomaban con más calma y se limitaban a dirigirnos intelectualmente. Como el amable teniente Anzieta, uno de los más condescendientes que me tocó. Tenía una bodega; podíamos encargarle paquetes de caramelos y galletas, que nos vendía más baratos que en la calle. Le inventé un poemita, que le cantábamos en la formación:

Si quiere el cadete

ser un buen atleta

que coma galleta

del teniente Anzieta.

Al terminar el tercero de media, dije a mi padre que quería presentarme a la Escuela Naval. No sé por qué lo hice, pues ya para entonces sabía de sobra que mi manera de ser era incompatible con la vida militar; tal vez, para no dar mi brazo a torcer -rasgo de carácter que me ha traído abundantes sinsabores-, o porque ser cadete de la Naval hubiera significado la emancipación de la tutela paterna, ser adulto, algo con lo que soñaba día y noche. Ante mi sorpresa, me repuso que no aprobaba esa decisión y que, por lo tanto, no me daría los cuarenta mil soles que había que abonar como derechos para el examen de ingreso. Con el rencor que yo sentía hacia él, atribuí esa negativa a su tacañería -defecto del que, por lo demás, no estaba exento-, pues una de las razones que esgrimió, también, fue que, según el reglamento, si un cadete, luego de tres o cuatro años en la Escuela Naval pedía su baja, estaba obligado a reembolsar todo lo que su educación le había costado a la Marina. Y él estaba seguro de que yo no duraría en la Naval.

Pese a su negativa, sin embargo, fui a La Punta a retirar el programa de ingreso (había pensado pedir prestado a mis tíos el dinero de la inscripción), pero en la Escuela Naval descubrí que en ningún caso hubiera podido presentarme ese año, pues se requería que los aspirantes tuvieran quince años cumplidos al hacer la solicitud y yo sólo los cumpliría en marzo de 1951. Tenía que esperar un año más, pues.

En ese verano mi padre me llevó a trabajar con él a su oficina. La International News Service estaba en la primera cuadra del jirón Carabaya, en la calle Pando, a pocos metros de la plaza San Martín, en el primer piso de un viejo edificio. La oficina, al fondo del largo pasillo de losetas amarillas, constaba de dos amplios cuartos, el primero de los cuales estaba dividido por tabiques en dos espacios: en uno, el radiooperador recibía las noticias, y, en el otro, los redactores las traducían al español y las adaptaban para enviarlas a La Crónica, que tenía la exclusividad de todos los servicios de la ins. El cuarto del fondo era la oficina de mi padre.

De enero a marzo, trabajé en la International News Service de mensajero, llevando a La Crónica los cables y artículos del servicio informativo. Comenzaba a las cinco de la tarde y terminaba al filo de la medianoche, lo que me dejaba buena parte del día libre, para ir a la playa con los amigos del barrio. La mayor parte de las veces íbamos a Miraflores

– Los Baños, se les seguía llamando-, que, pese a ser una playa de piedras, tenía las mejores olas para correr. Correr olas era un deporte maravilloso y las de Miraflores reventaban lejos de la playa y el corredor avezado podía hacerse arrastrar cincuenta o más metros, endureciendo el cuerpo y dando en el momento oportuno las brazadas necesarias. En la playa de Miraflores estaba el club Waikiki, símbolo de la pituquería; sus socios corrían olas con tablas hawaianas, entonces un deporte carísimo, pues las tablas, de madera balsa, se importaban de Estados Unidos, y sólo un puñado podía practicarlo. Cuando empezaron a fabricarse tablas de material plástico, el deporte se democratizó, y hoy lo practican todas las clases sociales. Pero, en ese entonces, los miraflorinos de clase media, como yo, mirábamos como algo inalcanzable esas tablas de los socios del Waikiki que surcaban el mar miraflorino, cuyas olas nosotros debíamos contentarnos con bajar a pecho. íbamos también a La Herradura, ésa sí playa de arena y de olas bravas donde el placer no estaba en hacerse arrastrar sino en atreverse a bajarlas, haciéndolas reventar con el cuerpo, y poniéndose siempre muy adelante de la cresta para no ser atrapado por el rulo y revolcado.

Ese verano fue también el de un frustrado romance, con una miraflorina, cuya aparición, en las mañanas, en lo alto de la terraza de Los Baños, con su ropa de baño negra y sus zapatillas blancas, su melenita corta y sus ojos color de miel, a mí me hacía perder el habla. Se llamaba Flora Flores y me enamoré de ella el primer día que la vi. Pero nunca me hizo caso formalmente, aunque me permitía acompañarla, luego de la playa, hasta su casa, por las inmediaciones del cine Colina, y salía a veces a dar conmigo largas caminatas, bajo los ficus de la avenida Pardo. Era bonita y graciosa, de humor rápido, y a su lado yo me volvía torpe y balbuceante. Mis tímidos avances para que fuera mi enamorada eran desechados de una manera tan sutilmente coqueta, que siempre parecía quedar una esperanza. Hasta que, en uno de esos paseos por la alameda, le presenté a un apuesto amigo, que, para colmo, era campeón de natación: Rubén Mayer. En mis propias barbas comenzó a enamorarla y poco después le cayó, con todo éxito. Caerle a una chica, declararse, es una costumbre que declinaría hasta ser hoy algo que a las nuevas generaciones, expeditivas y pragmáticas en materia de amor, les parece una idiotez prehistórica. Yo guardo una tierna memoria de esos rituales de que estaba hecho el amor cuando era adolescente y a ellos debo que esta etapa de mi vida haya quedado en mi recuerdo no sólo como violenta y represiva, sino, también, hecha de momentos delicados e intensos que me resarcían de todo lo demás.

Creo que fue en ese verano de 1951 que mi papá viajó por primera vez a Estados Unidos. No estoy muy seguro, pero debe de haber sido en esos meses, pues recuerdo haber gozado en esa temporada de una libertad inconcebible si hubiera estado él en casa. El año anterior nos habíamos mudado, una vez más. Mi padre vendió la casita de La Perla y alquiló un departamento en Miraflores, en la misma quinta de la calle Porta donde, más o menos por la misma fecha, se mudaron los abuelos. Pese a la vecindad, las relaciones de mi padre con los Llosa seguirían siendo nulas. Si se cruzaba en la calle con mis abuelos, los saludaba, pero jamás se visitaban, y sólo yo y mi mamá frecuentábamos las casas de mis tíos.

Ir a Estados Unidos era un sueño acariciado desde mucho antes por mi padre. Admiraba ese país y uno de sus orgullos era haber aprendido el inglés de joven, lo que le había servido para conseguir sus trabajos en Panagra y, luego, la representación de la ins en Perú. Desde que mis hermanos se mudaron allá, hablaba de ese proyecto. Pero en ese primer viaje no fue a Los Ángeles, donde vivían Ernesto y Enrique con su madre, sino a Nueva York. Recuerdo haber ido a despedirlo con mi mamá y los empleados del ins, al aeropuerto de Limatambo. Estuvo en Estados Unidos varias semanas, quizás un par de meses, intentando un negocio de ropa, en el que aparentemente le fue mal, pues, más tarde, lo oí quejarse de haber perdido en aquel intento neoyorquino parte de sus ahorros.

El hecho es que ese verano me sentí más libre. El trabajo me tenía sujeto desde el atardecer hasta la medianoche, pero no me molestaba. Me hacía sentir adulto y me enorgullecía que a fin de mes mi padre me pagara un sueldo, como a los redactores y radiooperadores de la International News Service. Mi trabajo era menos importante que el de ellos, claro está. Consistía en correr de la oficina a La Crónica, que estaba en la vereda opuesta, de esa misma calle de Pando, llevando los boletines informativos, cada hora o cada dos horas, o cuando había algún flash. El resto del tiempo lo aprovechaba leyendo esas novelas que se habían vuelto una adicción. A eso de las nueve de la noche, con el redactor y el radiooperador de turno nos íbamos a comer a una fonda de la esquina, llena de conductores del tranvía a San Miguel, cuyo terminal se hallaba al frente.

En esos meses, corriendo entre las mesas de redacción de la oficina y La Crónica, se me vino a la cabeza la idea de ser periodista. Esta profesión, después de todo, no estaba tan lejos de aquello que me gustaba -leer y escribir-, y parecía una versión práctica de la literatura. ¿Por qué objetaría mi padre el que yo fuera periodista? ¿No lo era él, en cierto modo, al trabajar en la International News Service? Y, en efecto, la idea de que fuera periodista no le pareció mal.

En el cuarto de media no creo ya haber dicho a nadie que sería marino, sino, repetido una y otra vez, hasta convencerme de ello, que, luego del colegio, estudiaría periodismo. Y uno de esos fines de semana, mi padre me dijo que hablaría con el director de La Crónica para que me permitiera trabajar allí los tres meses del próximo verano. Así vería desde adentro lo que era esa profesión.

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