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En ese año de 1951 escribí una obra de teatro: La huida del inca. Leí un día, en La Crónica, que el ministerio de Educación convocaba a un concurso de obras teatrales para niños, y ése fue el acicate. Pero la idea de escribir teatro me rondaba desde antes, como la de ser poeta o novelista, y acaso más que estas dos últimas. El teatro fue mi primera devoción literaria. Tengo muy viva en la memoria la primera obra teatral que vi, cuando era un niño de pocos años, en Cochabamba, en el teatro Achá. El espectáculo era en la noche y para grandes, y no sé por qué cargaría conmigo mi mamá. Nos sentamos en un palco y de pronto se levantó el telón y allí, bajo una luz muy fuerte, unos hombres y mujeres no contaban sino vivían una historia. Como en las películas, pero todavía mejor, porque éstas no eran figuras en una pantalla sino seres de carne y hueso. En un momento, durante una discusión, uno de los caballeros le daba una cachetada a una señora. Rompí a llorar y mi mamá y mis abuelos se reían: «Pero si es de mentira, zoncito.»

Aparte de las veladas en el colegio, no recuerdo haber ido al teatro hasta el año que entré al Leoncio Prado. Ese año, sí, fui varios sábados, al teatro Segura, o al Municipal, o al pequeño escenario de la Escuela Nacional de Arte Escénico -en los alrededores de la avenida Uruguay-, generalmente a platea alta o incluso a la cazuela, a ver a compañías españolas o argentinas -en esa época, parece mentira, en Lima ocurrían esas cosas-, que montaban piezas de Alejandro Casona, de Jacinto Grau, o de Unamuno, y, a veces -raras veces-, alguna obra clásica de Lope de Vega o Calderón. Iba siempre solo, porque a ninguno de mis amigos del barrio le hacía gracia ir al centro de Lima a soplarse una obra de teatro, aunque alguna vez se animaba a acompañarme Alberto Pool. Mala o buena, la representación siempre me dejaba la cabeza llena de imágenes para fantasear muchos días, y cada vez salía del teatro con la secreta ambición de ser algún día un dramaturgo.

No sé cuántas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopradinos el derecho a ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.

Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra -espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual - ni del certamen al que la presenté.

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