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Bedoya, hombre de chispa y con alguna agudeza criolla siempre a flor de boca, decía que Belaunde era «un maestro quitándole el poto a la jeringa». Y, en efecto, no había manera de concretar nada con él y ni siquiera de discutirlo, cuando algún tema no le gustaba o no le convenía. Se las arreglaba siempre en esos casos para desviar la conversación, contando anécdotas de sus viajes -había recorrido el Perú de arriba abajo, a pie, a caballo, en canoa, y tenía un conocimiento enciclopédico de la geografía nacional- o de sus dos gobiernos, sin dejar un resquicio para interrupciones, y, de pronto, mirar su reloj, ponerse de pie y en un solo movimiento -«Vaya, es tardísimo»-, despedirse y desaparecer. Esas habilidades evasivas que empleaba con Bedoya y conmigo, yo vi infligírselas una noche, también, a los tres jerarcas apristas del gobierno -el primer ministro, Armando Villanueva, el presidente del Congreso, Luis Alva Castro y el senador y reliquia histórica del partido, Luis Alberto Sánchez-, que habían pedido conversar con los dirigentes del Frente Democrático con miras a una tregua política. Nos reunimos en casa del ingeniero Jorge Grieve, en San Isidro, el 12 de setiembre de 1988. Pero los apristas no tuvieron siquiera ocasión de proponernos la tregua. Porque Belaunde los enmudeció toda la noche, refiriendo pormenores de su primer gobierno, evocando viajes, personajes ya difuntos, haciendo chistes y contando anécdotas hasta que, desalentados y medio enloquecidos, los apristas se resignaron a partir.

De lo que casi no hablamos con Belaunde y con Bedoya, a lo largo de esos tres años, fue de lo que sería la política del Frente en el gobierno, de las ideas, reformas, iniciativas, para sacar al Perú de la ruina y ponerlo en el camino de la recuperación. La razón era simple: los tres sabíamos que había puntos de vista diferentes sobre el plan de gobierno y postergábamos la discusión para un después que no llegó nunca. Hablábamos de las chismografías políticas del momento y de cuál sería la nueva maquinación de Alan García, y discutíamos, cuando lográbamos que Belaunde no se escurriera del tema, sobre si el Frente presentaría candidatos únicos en las elecciones municipales de noviembre de 1989 o si cada partido iría con sus propios candidatos.

Ya metido en la candela, en esas reuniones tripartitas hice un descubrimiento deprimente. La política real, no aquella que se lee y escribe, se piensa y se imagina -la única que yo conocía-, sino la que se vive y practica día a día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación, con las visiones teleológicas -la sociedad ideal que quisiéramos construir- y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo. Está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares. Porque al político profesional, sea de centro, de izquierda o de derecha, lo que en verdad lo moviliza, excita y mantiene en actividad es el poder, llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes. Hay excepciones, desde luego, pero son eso: excepciones. Muchos políticos empiezan animados por sentimientos altruistas -cambiar la sociedad, conseguir la justicia, impulsar el desarrollo, moralizar la vida pública-, pero, en esa práctica menuda y pedestre que es la política diaria, esos hermosos objetivos van dejando de serlo, se vuelven meros tópicos de discursos y declaraciones -de esa persona pública que adquieren y que termina por volverlos casi indiferenciables- y, al final, lo que prevalece en ellos es el apetito crudo y a veces inconmensurable de poder. Quien no es capaz de sentir esa atracción obsesiva, casi física, por el poder, difícilmente llega a ser un político exitoso.

Era mi caso. El poder me inspiró desconfianza, incluso en mi juventud revolucionaria. Y siempre me pareció una de las funciones más importantes de mi vocación, la literatura, ser una forma de resistencia al poder, una actividad desde la cual todos los poderes podían ser permanentemente cuestionados, ya que la buena literatura muestra las insuficiencias de la vida, la limitación de todo poder para colmar las aspiraciones humanas. Era esta desconfianza hacia el poder, además de mi alergia biológica a cualquier forma de dictadura, lo que, a partir de los años setenta, me había hecho atractivo el pensamiento liberal, de un Raymond Aron, un Popper y de un Hayek, de Friedman o de Nozik, empeñado en defender al individuo contra el Estado, en descentralizar el poder pulverizándolo en poderes particulares que se contrapesen unos a otros y en transferir a la sociedad civil las responsabilidades económicas, sociales e institucionales en vez de concentrarlas en la cúpula.

Luego de casi un año de negociaciones con Acción Popular y el Partido Popular Cristiano acordamos la constitución del Frente Democrático. Se me encargó redactar la declaración de principios y Belaunde, siempre iluminado para los gestos, sugirió que fuéramos a firmarla en la cuna y baluarte del aprismo: Trujillo. Así lo hicimos, el 29 de octubre de 1988, luego de hacer mítines por separado en todo el Norte (yo fui a Chiclayo). La manifestación fue un éxito, pues cubrió tres cuartas partes de la inmensa y ordenada plaza de Armas trujilllana. Pero en la Declaración de Trujillo -acto académico en que los delegados de ap, el ppc y Libertad hicieron un diagnóstico de la situación peruana- asomaron a flor de piel las pugnas recónditas del Frente. Minutos antes de empezar el acto, en el salón principal de la cooperativa Santo Domingo de Guzmán, como señal de mal agüero, una pesada mampara de metal se desplomó sobre la mesa que debíamos ocupar Belaunde, Bedoya y yo. Belaunde y yo, que ya habíamos llegado, estábamos aún de pie, esperando a Bedoya, quien recorría en caravana las calles de Trujillo. «Ya ve», le bromeé al ex presidente, «la impuntualidad del Tucán tiene su lado positivo: nos ha salvado las cabezas». Pero esta primera actuación pública de los aliados no fue nada risueña. En contra de lo acordado -unificar las barras para mostrar el espíritu fraternal de la alianza-, en nuestras apariciones públicas cada fuerza vitoreaba sólo a su líder y coreaba sus propias consignas, para mostrar que era la más numerosa. Y en la noche, apenas terminó el mitin, populistas, pepecistas y libertarios nos separamos para celebrar, cada uno, su propio mitin en su local partidario. (Como Libertad aún no tenía local, nuestro festejo fue en la calle.)

El orden de los oradores provocó tensiones. Bedoya y mis amigos de Libertad insistían en que yo cerrara el acto como líder y futuro candidato del Frente. Belaunde se opuso, alegando su edad y su condición de ex presidente; a mí me tocaría ser orador de fondo después de proclamada mi candidatura. Le dimos gusto. Hablé yo primero, luego Bedoya y Belaunde cerró. Tonterías así nos ocupaban mucho tiempo, generaban suspicacias y todos convenían en que eran importantes.

El Frente Democrático no llegó a ser una fuerza coherente e integrada, en la que el objetivo común prevaleciera sobre los intereses de los partidos que lo formaban. Sólo en la segunda vuelta, luego de la gran sorpresa -el elevadísimo porcentaje alcanzado por el desconocido Alberto Fujimori y la certidumbre de que en la elección final el voto aprista e izquierdista lo apoyaría-, hubo un sobresalto que acercó a militantes y dirigentes y los indujo a cooperar sin la mezquindad partidista que predominó hasta el 10 de abril de 1990.

Esta visión corta de la política se hizo patente en el asunto de las elecciones municipales. Convocadas para el 12 de noviembre de 1989, apenas cinco meses antes de la elección presidencial, iban a ser el ensayo general de la contienda. Antes de que hubiéramos discutido el asunto, Belaunde anunció que Acción Popular presentaría candidatos propios, pues, a su juicio, el Frente sólo existía para la elección presidencial.

Durante meses fue difícil hablar con él sobre este tema. Bedoya y yo creíamos que ir separados en las municipales daría una imagen de división y antagonismo que mermaría nuestro arraigo. A solas, Belaunde me decía que compartir las listas municipales con el ppc, que no existía fuera de Lima, era intolerable para las bases populistas y que él no podía exponerse a sediciones en su partido por esta razón.

Como el problema parecía de apetitos, propuse al Movimiento Libertad que renunciáramos a presentar un solo candidato a alcalde o regidor, de modo que ap y el ppc se repartieran las candidaturas. Pensé que con este gesto facilitaríamos el acuerdo y la unión de los aliados. Pero ni así dio Belaunde su brazo a torcer. El asunto saltó a los medios de comunicación y populistas y pepecistas, principalmente, pero también libertarios y sodistas, se enfrascaron en un debate desatinado que los medios adictos al gobierno y a la izquierda magnificaban para mostrar el mar de fondo que, según ellos, corroía nuestra alianza.

Por fin, a mediados de junio de 1989, después de incontables y a veces violentas discusiones, Belaunde cedió a la tesis de las candidaturas únicas. Empezó, entonces, entre ap y el ppc, otra batalla por el reparto de municipalidades. No se ponían de acuerdo y, por lo demás, las bases provinciales de cada partido impugnaban las decisiones de sus directivas: todas querían todo y nadie parecía dispuesto a hacer la menor concesión al aliado. Las propias bases del Movimiento Libertad pusieron el grito en el cielo por nuestro acuerdo de no presentar candidatos y tuvimos algunas defecciones.

Alarmado por lo que esto presagiaba para el futuro si el Frente era gobierno, conseguí que el Movimiento Libertad me autorizara a ofrecer al ppc y a ap el cuarenta por ciento de nuestras candidaturas a la Cámara de diputados, en vez del treinta y tres que les correspondía, a cambio de renunciar a toda forma de cuotas o espacios ministeriales, lo que por otra parte correspondía a la letra de la Constitución, pues es prerrogativa del presidente designar al gabinete. Belaunde y Bedoya aceptaron. Mi idea no era prescindir de los aliados si llegábamos al poder, sino tener la libertad de llamar a colaborar sólo a aquellos que fueran honrados y capaces, creyeran en las reformas liberales y estuvieran dispuestos a luchar por ellas. Que el Movimiento Libertad tuviera sólo el veinte por ciento de los candidatos parlamentarios, y dentro de su disminuido porcentaje debiera incluir a los aliados del sode, desmoralizó a muchos libertarios, a quienes ese desprendimiento les parecía excesivamente generoso además de impolítico, porque dejaba fuera de juego a muchos independientes y apuntalaba a quienes decían que yo era un títere de los políticos tradicionales.

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