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Habían sido Belaunde y ap quienes pusieron más obstáculos para el acuerdo sobre las elecciones municipales, pero fue Bedoya el que provocó la crisis, con una declaración por televisión, la noche del 19 de junio de 1989, desmintiendo sin mucha delicadeza lo que yo acababa de afirmar en conferencia de prensa: que ap y el ppc estaban por fin de acuerdo en las candidaturas municipales de Lima y Callao, asunto que había provocado las peores controversias entre los dos partidos. Escuché la declaración de Bedoya en el último boletín de la televisión, cuando acababa de acostarme. Su desmentido mostraba de manera clamorosa lo desunidos que estábamos y las razones menudas de nuestra desunión. Me levanté, fui a mi escritorio y me pasé la noche reflexionando.

Por primera vez, me sobrecogió la idea de haber cometido una equivocación embarcándome en esta aventura política. A lo mejor Patricia llevaba razón. ¿Valía la pena continuar? El futuro lucía entre siniestro y ridículo, ap y el ppc seguirían disputándose por ver quién encabezaba las listas y por cuántos regidores le tocaría a cada cual y por los lugares que ocuparían los candidatos de cada partido, hasta que el desprestigio del Frente fuera total. ¿Con ese espíritu íbamos a hacer la gran transformación? ¿Así íbamos a desmontar el Estado macrocefálico y transferir nuestro inmenso sector público a la sociedad civil? ¿No iban a precipitarse nuestros propios partidarios, apenas llegáramos al gobierno, como lo habían hecho los apristas, al abordaje de la administración y a exigir que se crearan nuevas reparticiones a fin de que hubiera más puestos públicos que ocupar?

Lo peor era la ceguera que esta actitud revelaba sobre lo que ocurría a nuestro alrededor. A mediados de 1989, los atentados se multiplicaban a lo largo y ancho del país y, según el gobierno, habían causado ya dieciocho mil muertos. Regiones enteras -como la del Huallaga, en la selva, y casi todas las alturas de los Andes centrales- estaban poco menos que controladas por Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. La política de Alan García había volatilizado las reservas y las emisiones inorgánicas anunciaban una explosión inflacionaria. Las empresas trabajaban a la mitad y a veces a la tercera parte de su capacidad instalada. Los peruanos sacaban su dinero del país y los que encontraban trabajo en el extranjero se marchaban. Los ingresos fiscales habían descendido tanto que padecíamos un derrumbe generalizado de los servicios públicos. Cada noche las pantallas del televisor mostraban escenas patéticas de hospitales sin medicinas ni camas, de colegios sin carpetas, sin pizarras y a veces sin techos ni paredes, de barrios sin agua y sin luz, de calles cubiertas de basuras, de obreros y empleados en huelga, desesperados por la caída en picada de los niveles de vida. Y el Frente Democrático paralizado ¡por el reparto de los municipios!

Al amanecer, redacté una severa carta9 [9] a Belaunde y a Bedoya, haciéndoles saber que, en vista de su incapacidad para ponerse de acuerdo, renunciaba a ser candidato. Desperté a Patricia para leerle el texto y me sorprendió que, en vez de alegrarse, opusiera ciertas reservas a mi renuncia. Planeamos partir de inmediato al extranjero a fin de evitar las previsibles presiones. Me habían invitado a recibir un premio literario en Italia -el Scanno, en los Abruzzi-, así que al día siguiente sacamos los pasajes, secretamente, para veinticuatro horas después. Esa tarde envié la carta, con Álvaro, mi hijo mayor, a Belaunde y a Bedoya, luego de hacer saber mi decisión al Comité Ejecutivo del Movimiento Libertad. Vi unas caras tristes en algunos de mis amigos -recuerdo la de Miguel Cruchaga, blanca como el papel, y la de Freddy, roja como un camarón- pero ninguno trató de disuadirme. La verdad es que estaban también fatigados con el atasco del Frente.

Di instrucciones al servicio de seguridad para que no dejara entrar a nadie a la casa y bloqueamos los teléfonos. La noticia llegó a los medios de comunicación al anochecer e hizo el efecto de una bomba. Todos los canales abrieron con ella los informativos. Decenas de periodistas cercaron mi casa de Barranco y de inmediato comenzó un desfile de personas de todas las tiendas políticas del Frente. Pero no recibí a nadie ni salí cuando, más tarde, se improvisó una manifestación de algunos centenares de libertarios en los alrededores, en la que hablaron Enrique Chirinos Soto, Miguel Cruchaga y Alfredo Barnechea.

En la madrugada del 22 de junio el servicio de seguridad nos llevó al aeropuerto y consiguió hacernos pasar directamente al avión de Air France, esquivando otra manifestación de libertarios a quienes, encabezados por Miguel Cruchaga, Chino Urbina y Pedro Guevara, divisé a lo lejos, desde la ventanilla del avión.

Al llegar a Italia me esperaban allí dos periodistas que, quién sabe cómo, se habían enterado de mi itinerario: Juan Cruz, de El País, de Madrid, y Paul Yule, de la bbc, que estaba haciendo un documental sobre mi candidatura. La conversación con ellos me sorprendió, pues ambos creían que mi renuncia era una mera táctica para doblegar a los díscolos aliados.

Eso es lo que, al final, creería todo el mundo y lo que resultó en la práctica, al extremo de que muchos pensaron luego que, después de todo, no era yo tan mal político como parecía. Lo cierto es que mi renuncia no fue planeada con el designio de crear una presión de opinión pública sobre ap y el ppc. Fue genuina, nacida del hastío con la politiquería en que el Frente estaba sumido, el convencimiento de que la alianza no funcionaba, de que frustraríamos las expectativas de mucha gente y de que mi propio esfuerzo iba a ser un desperdicio. Pero Patricia, que no me deja pasar una, dice que ésa es también una discutible verdad. Pues, si yo hubiera creído que no había esperanza, hubiera puesto en mi carta de renuncia la palabra irrevocable, cosa que no hice. De modo que, tal vez, como ella cree, en algún compartimiento secreto albergaba la ilusión de que mi carta compusiera las cosas.

Las compuso, transitoriamente. Desde el día de mi partida, los medios de comunicación independientes censuraron con dureza al ppc y al ap y llovieron críticas sobre Bedoya y Belaunde en editoriales, artículos y declaraciones. Las intenciones de voto a mi favor registraron una subida impresionante. Hasta entonces las encuestas me habían dado, siempre, como primera opción sobre los candidatos del apra (Alva Castro) y de la Izquierda Unida (Alfonso Barrantes) pero con porcentajes que nunca fueron más allá del treinta y cinco por ciento. Éstos se elevaron en esos días hasta el cincuenta por ciento, el más alto que alcancé en la campaña. El Movimiento Libertad registró miles de nuevos adherentes, al extremo de que se acabaron las fichas de inscripción. Nuestros locales se vieron colmados por simpatizantes y afiliados que nos urgían a romper con ap y ppc e ir solos a las elecciones. Y, al volver a Lima, encontré 5.105 cartas (según Rosi y Lucía, que las contaron) provenientes de todo el Perú, felicitándome por haber roto con los partidos (sobre todo ap, el que provocaba más irritación en los libertarios).

Desde algunos meses atrás habíamos contratado como asesores para la campaña a Sawyer amp; Miller, firma internacional con amplia experiencia en elecciones, pues había trabajado con Cory Aquino en Filipinas, y en América Latina con varios candidatos presidenciales, entre ellos el boliviano Gonzalo Sánchez de Losada, quien me la recomendó. Eso de pedir asesoría a una empresa extranjera para una batalla electoral en el Perú le causaba a Belaunde, que había ganado dos veces la presidencia sin necesidad de este tipo de ayuda, una hilaridad que su buena educación a duras penas reprimía. Pero, lo cierto es que Mark Mallow Brown y sus colaboradores hicieron un trabajo útil, con sus encuestas de opinión, que me permitieron auscultar de cerca los sentimientos, vaivenes, temores, esperanzas y el cambiante humor de ese mosaico social que es el Perú. Sus predicciones resultaron por lo general acertadas. Desoí muchos consejos de Mark porque se estrellaban contra consideraciones de principio -yo quería ganar la elección de cierta manera y para un fin específico- y las consecuencias de ello fueron, muchas veces, las que él pronosticó. Uno de sus consejos, desde la primera encuesta en profundidad hecha a comienzos de 1988 hasta la última, en vísperas de la segunda vuelta, fue: romper con los aliados y presentarme como candidato independiente, sin vínculos con el establecimiento político, alguien que venía a salvar al Perú del estado en que lo habían puesto los políticos, todos ellos, sin distinción de ideologías. Se basaba en una conclusión que las encuestas arrojaron de principio a fin de la campaña: que, en los sectores C y D, los peruanos pobres y pobrísimos que representan dos tercios del electorado, había honda decepción y gran rencor hacia los partidos, en especial los que ya habían usufructuado el poder. Las encuestas decían también que las simpatías que yo había podido despertar en el país profundo estaban en relación directa con mi imagen de independiente. La creación del Frente y mi continua presencia en los medios junto a dos viejas figuras del establishment como Bedoya y Belaunde iban a erosionar esa imagen en el curso de la larga campaña y el respaldo hacia mí podía emigrar hacia alguno de los adversarios (Mark pensaba que Barrantes, el candidato de la izquierda).

Cuando supo lo de mi renuncia, Mark Mallow Brown se sintió feliz. A él no le sorprendió el movimiento de opinión pública en mi favor, ni el incremento de mi popularidad en las encuestas. Y también supuso que yo lo había planeado así. «Vaya, está aprendiendo», debió pensar, él, que alguna vez aseguró que yo era el peor candidato con el que había trabajado nunca.

Todas estas noticias me llegaban por teléfono, a través de Álvaro, de Miguel Cruchaga y de Alfredo Barnechea, un antiguo amigo y diputado que a raíz de la estatización había renunciado al apra e ingresado a Libertad. Después de Italia habíamos ido con Patricia a refugiarnos en el sur de España, huyendo del asedio periodístico. Yo estaba decidido a mantener la renuncia y a quedarme en Europa. Tenía un antiguo ofrecimiento para pasar un año en el Wissenchaftskolleg, de Berlín, y le propuse a Patricia que nos fuéramos allá, a aprender alemán.

En eso nos llegó la noticia, ap y el ppc se habían puesto de acuerdo y habían confeccionado listas conjuntas hasta en el último rincón del país. Sus diferencias se habían desvanecido como por arte de magia y me esperaban para reanudar la campaña.

[9] Reproducida en Álvaro Vargas Llosa, El diablo en campaña (Madrid: El País/Aguilar, 1991), pp. 154-157.


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