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No recuerdo que los Hermanos de La Salle nos abrumaran con clases de catecismo y prácticas piadosas. Teníamos un curso de religión -el que nos dio el Hermano Agustín, en segundo de media, era tan entretenido como sus lecciones de historia universal y a mí me incitó a comprarme una Biblia-, la misa de los domingos y alguno que otro retiro en el año, pero nada que se pareciera a esos colegios célebres por el rigor de su instrucción religiosa como La Inmaculada o La Recoleta. Alguna vez los Hermanos nos hacían llenar cuestionarios para averiguar si habíamos sentido el llamado de Dios, y yo respondía siempre que no, que mi vocación era ser marino. Y, en verdad, nunca experimenté, como alguno de mis compañeros, crisis y sobresaltos religiosos. Recuerdo la sorpresa que fue, en mi barrio, ver una noche que uno de mis amigos se echaba de pronto a llorar a sollozos, y cuando Luchín y yo, que lo calmábamos, le preguntamos qué le ocurría, oírle balbucear que lloraba por lo mucho que los hombres ofendían a Dios.

No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño. Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él. Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar «¡Suélteme, suélteme!» con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como «pero, por qué te asustas». Salí corriendo hasta la calle.

¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría él también, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara.

A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios. Seguía yendo a misa, confesándome y comulgando, e incluso rezando en las noches, pero de una manera cada vez más mecánica, sin participar en lo que hacía, y, en la misa obligatoria del colegio, pensando en otra cosa, hasta que un día me di cuenta de que ya no creía. Me había vuelto un descreído. No me atrevía a decírselo a nadie, pero, a solas, me lo decía, sin vergüenza y sin temor. Sólo en 1950, al entrar al Colegio Militar Leoncio Prado, me atreví a desafiar a la gente que me rodeaba con el exabrupto: «Yo no creo, soy un ateo.»

El episodio aquel con el Hermano Leoncio, además de irme desinteresando de la religión, aumentó el asco que sentía por el sexo desde aquella tarde en el río Piura en que mis amigos piuranos me revelaron cómo se fabricaban a los bebes y cómo venían éstos al mundo. Era un asco que ocultaba muy bien, pues tanto en La Salle como en mi barrio hablar de cachar era un signo de virilidad, una manera de dejar de ser niño y pasar a hombre, algo que yo deseaba tanto como mis compañeros y acaso más que ellos. Pero aunque hablara también de cachar y me jactara, por ejemplo, de haber espiado a una muchacha mientas se desvestía y habérmela corrido, esas cosas me repugnaban. Y cuando, alguna vez, para no quedar mal lo hacía -como una tarde, en que bajamos por el acantilado con media docena de chicos del barrio a celebrar un concurso de pajas ante el mar de Miraflores, que ganó el astronáutico Luquen- me quedaba después un disgusto de días.

Enamorarse no tenía que ver para mí, entonces, absolutamente nada con el sexo: era ese sentimiento diáfano, desencarnado, intenso y puro que sentía por Helena. Consistía en soñar mucho con ella y fantasear que nos habíamos casado y viajábamos por sitios bellísimos, en escribirle versos e imaginar apasionadas situaciones heroicas, en las que yo la salvaba de peligros, la rescataba de enemigos, la vengaba de ofensores. Ella me premiaba con un beso. Un beso «sin lengua»: habíamos tenido una discusión al respecto con los chicos del barrio y yo defendí la tesis de que a la enamorada no se podía besarla «con lengua»; eso sólo a los plancitos, a las huachafitas, a las de medio pelo. Besar «con lengua» era como manosear, y ¿quién que no fuera el peor de los degenerados iba a manosear a una chica decente?

Pero si el sexo me asqueaba, participaba en cambio de la pasión de los amigos del barrio por andar bien vestido, calzado y, si hubiera sido posible, con esos anteojos Ray Ban que volvían a los muchachos irresistibles para las chicas. Mi papá no me compraba jamás ropa, pero mis tíos me regalaban los ternos que les quedaban chicos o pasaban de moda, y un sastre de la calle Manco Cápac les daba la vuelta y me los arreglaba, de modo que yo andaba siempre bien vestido. El problema era que, al dar el sastre la vuelta a los ternos, quedaba una costura visible en el lado derecho del saco, donde había estado el bolsillo para el pañuelo, y yo insistía cada vez, con el maestro, para que hiciera un zurcido invisible y desapareciera el rastro de ese bolsillo que podía hacer maliciar a la gente que mi terno era heredado y volteado.

En cuanto a las propinas, el tío Jorge y el tío Juan, y a veces el tío Pedro -que luego de recibirse había partido a trabajar en el Norte, como médico de la hacienda San Jacinto- me regalaban cinco, y luego diez soles cada domingo, y con eso tenía de sobra para la matinée, los cigarrillos Viceroy que comprábamos sueltos, o para tomarnos una copita de «capitán» -mezcla de vermouth y pisco- con los chicos del barrio antes de las fiestas de los sábados, en las que sólo servían refrescos. Al principio, mi papá también me daba una propina, pero desde que empecé a ir a Miraflores y a recibir dinero de mis tíos, discretamente fui renunciando a la propina paterna, despidiéndome muy rápido, antes de que me la diera: otra de las formas alambicadas de oponerme a él inventadas por mi cobardía. Debió de entenderlo porque hacia esa época, principios de 1948, no volvió a regalarme jamás un centavo.

Pero, pese a esas demostraciones de arrogancia económica, en 1949 me atreví

– fue la única vez que hice algo parecido- a pedirle que me hiciera arreglar los dientes. Por tenerlos salidos me habían molestado mucho en el colegio, llamándome Conejo y burlándose de mí. No creo que me importara tanto antes, pero desde que empecé a ir a fiestas, a juntarme con chicas y a tener enamorada, que me pusieran fierros que me emparejaran los dientes, como habían hecho con algunos amigos, se convirtió en una ambición intensamente acariciada. Y, de pronto, la posibilidad se puso a mi alcance. Uno de mis amigos del barrio, Coco, era hijo de un técnico dental, cuya especialidad eran precisamente esos fierros para emparejar las dentaduras. Hablé con Coco, él con su papá, y el amable doctor Lañas me citó en su consultorio del jirón de la Unión, en el centro de Lima, y me examinó. Me pondría los fierros sin cobrar por su trabajo; debía pagarle sólo el material. Batallé entre mi soberbia y mi coquetería muchos días, antes de dar ese gran paso, al que, en el fondo, tenía por una abyecta abdicación. Pero la coquetería fue más fuerte -debió de temblarme la voz- y se lo pedí.

Dijo que bueno, que hablaría con el doctor Lañas, y tal vez llegó a hacerlo. Pero algo ocurrió antes de que empezara el tratamiento, alguna de esas tormentas domésticas o alguna escapada a casa de los tíos, y, una vez amainada la crisis y restablecida la unidad familiar, no volvió a hablarme del asunto ni yo a recordárselo. Me quedé con mis dientes de conejo y al año siguiente, en que entré al Colegio Militar Leoncio Prado, ya no me importó ser un dientón.

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