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Helena fue mi enamorada hasta que entré al Colegio Militar Leoncio Prado, en el tercero de media, días después de cumplir los catorce años. Y fue también la última enamorada -con lo formal, serio y puramente sentimental que eso significaba- que tuve. (Lo que vino después, en el dominio amoroso, fue más complicado y menos presentable.) Y por lo enamorado que estaba de Helena me atreví un día a falsificar la libreta de notas. Mi profesor en el segundo año de secundaria, en La Salle, era un laico, Cañón Paredes, con quien siempre me llevé mal. Y uno de esos fines de semana me entregó la libreta de notas con la ignominiosa D de deficiente. Debía, pues, regresar a La Perla. Pero la idea de no ir al barrio, de no ver a Helena una semana más era intolerable y partí a Miraflores. Allí cambié la D por una O de óptimo, creyendo que el fraude pasaría inadvertido. Cañón Paredes lo descubrió, días después, y sin decirme nada hizo que el director convocara a mi padre al colegio.

Lo que sucedió entonces todavía me llena de vergüenza cuando, de pronto, el inconsciente me resucita esas imágenes. Luego de uno de los recreos, en la formación para volver a las aulas, vi aparecer, a lo lejos, acompañado del Hermano Agustín, el director, a mi papá. Se acercaba a la fila y yo comprendí que sabía todo y que las iba a pagar. Me lanzó un bofetón que electrizó a las decenas de muchachos. Luego, cogiéndome de una oreja, me arrastró hasta la dirección, donde volvió a pegarme, ante el Hermano Agustín, quien trataba de apaciguarlo. Imagino que gracias a esa paliza el director se compadeció y no me expulsó del colegio, como la falta merecía. El castigo fue varias semanas sin ir a Miraflores.

En octubre de 1948, el golpe militar del general Odría derrocó al gobierno democrático y el tío José Luis partió al exilio. Mi padre celebró el golpe como una victoria personal: los Llosa ya no podrían jactarse de tener un pariente en la presidencia. Desde que nos vinimos a Lima, no recuerdo haber oído hablar de política, ni en casa de mis padres, ni en las de mis tíos, salvo alguna frase suelta y al paso contra los apristas, a los que todos los que me rodeaban parecían considerar unos facinerosos (en esto mi progenitor coincidía con los Llosa). Pero la caída de Bustamante y la subida del general Odría sí fue objeto de exultantes monólogos de mi padre celebrando el acontecimiento, ante la cara tristona de mi madre, a quien le oí, en esos días, preguntarse dónde se podría enviarles una cartita «a los pobres José Luis y María Jesús (a los que los militares habían despachado a la Argentina) sin que se entere tu papá».

El abuelito Pedro renunció a la prefectura de Piura el mismo día del golpe militar, empaquetó a su tribu -la abuela Carmen, la Mamaé, Joaquín y Orlando- y se la trajo a Lima. Los tíos Lucho y Olga se quedaron en Piura. Aquella prefectura fue el último trabajo estable del abuelo. Comenzaría entonces, para él, que era todavía fuerte y lúcido a sus sesenta y cinco años, un largo vía crucis, la lenta inmersión en la mediocridad de la rutina y la pobreza, que él nunca se cansó de combatir, buscando trabajo a diestra y siniestra, consiguiendo a veces, por una temporada, una auditoría o una liquidación que le encomendaba un banco, o pequeñas gestiones ante entidades administrativas, que lo llenaban de ilusión, lo arrancaban de la cama desde el amanecer a alistarse muy de prisa y a esperar impaciente la hora de partir a «su trabajo» (aunque éste consistiera sólo en hacer cola en un ministerio para conseguir el sello de un burócrata). Miserables y mecánicos, esos trabajitos lo hacían sentirse vivo, y le aliviaban la tortura que era para él vivir de las mensualidades que le pasaban sus hijos. Más tarde, cuando -yo sé que como una protesta de su cuerpo contra esa tremenda injusticia de no conseguir un empleo siendo todavía capaz, de sentirse condenado a una vida inútil y parasitaria- tuvo su primer derrame cerebral y ya no volvió a conseguir ni siquiera esos pasajeros encargos, la inactividad lo enloquecía. Se lanzaba a las calles, a caminar de un lado a otro, muy de prisa, inventándose quehaceres. Y mis tíos procuraban confiarle algo, cualquier trámite, para que no se sintiera un viejo inservible.

El abuelo Pedro no andaba tomando en brazos a sus nietos y comiéndoselos a besos. Los niños lo aturdían y, a veces, en Bolivia, en Piura y luego en las casitas de Lima donde vivió, cuando sus nietos y bisnietos hacían mucha bulla, los mandaba callar. Pero fue el hombre más bueno y generoso que he conocido y a su recuerdo suelo recurrir cuando me siento muy desesperado de la especie y proclive a creer que la humanidad es, a fin de cuentas, una buena basura. Ni siquiera en la última etapa, esa vejez pobrísima, perdió la compostura moral que siempre tuvo, y que, a lo largo de su prolongada existencia, lo hizo respetar siempre ciertos valores y reglas de conducta, que tenían que ver con una religión y unos principios que en su caso no fueron nunca frívolos o mecánicos. Ellos decidieron todos los actos importantes de su vida. Si no hubiera ido cargando por el mundo todos esos seres desamparados que mi abuelita Carmen recogía, y adoptándolos -adoptándonos, ya que él fue mi verdadero padre los primeros diez años de mi vida, quien me crió y alimentó-, acaso no hubiera llegado a la vejez pobre de solemnidad. Pero tampoco si hubiera robado, o calculado su vida con frialdad, si hubiera sido menos decente en todo lo que hizo. Creo que su gran preocupación en la vida fue obrar de tal manera que la abuelita Carmen no se enterara de que lo malo y lo sucio forman parte también de la existencia. Lo consiguió sólo a medias, claro está, aunque en esto lo ayudaron sus hijos, pero logró evitarle muchos sufrimientos y aliviarle considerablemente los que no pudo impedir. A esta meta dedicó su vida y la abuelita Carmen lo supo, y por eso, en su relación matrimonial, fueron lo más felices que puede ser una pareja en esta vida donde, tan a menudo, la palabra felicidad parece obscena.

A mi abuelo le decían gringo, de joven, porque al parecer tenía los cabellos rubios. Yo, desde mis primeros recuerdos, lo veo con los ralos cabellos blancos, la cara colorada y esa gran nariz que es atributo de los Llosa, como caminar con las puntas de los pies muy separadas. Sabía muchos poemas de memoria, ajenos y algunos suyos, que me enseñó a memorizar. Que yo escribiera versos de chico lo divertía, y que después aparecieran escritos míos en los periódicos lo entusiasmaba, y que yo llegara a publicar libros lo llenó de satisfacción. Aunque estoy seguro de que, a él, como a mi abuelita Carmen, quien me lo dijo, también debió espantarlo que esa primera novela mía, La ciudad y los perros, que les mandé desde España apenas salió, estuviera llena de palabrotas. Porque él fue siempre un caballero y los caballeros no dicen nunca -y menos escriben- palabrotas.

En 1956, al ganar Manuel Prado las elecciones y asumir el poder, el flamante ministro de gobierno, Jorge Fernández Stoll, citó al abuelo a su despacho y le preguntó si aceptaría ser prefecto de Arequipa. Nunca vi al abuelo tan feliz. Iba a trabajar, a dejar de depender de sus hijos. Volvería a Arequipa, su tierra querida. Redactó un discurso de toma de posesión del cargo con mucho cuidado y nos lo leyó, en el comedorcito de la calle Porta. Lo aplaudimos. Él sonreía. Pero el ministro no volvió a llamarlo ni a devolver sus llamadas y sólo mucho después le hizo saber que el apra, aliada de Prado, lo había vetado por su parentesco con Bustamante y Rivero. Fue un golpe durísimo, pero nunca le oí reprochárselo a nadie.

Cuando renunció a la prefectura de Piura, los abuelos vinieron a vivir a un departamento de la avenida Dos de Mayo, en Miraflores. Era un lugar pequeño y estuvieron allí bastante incómodos. Poco después la Mamaé se mudó con nosotros, a La Perla. No sé cómo consintió mi padre que alguien tan visceralmente representativo de la familia que detestaba se incorporase a su hogar. Tal vez lo decidió el saber que de este modo mi madre tendría compañía las largas horas que él pasaba en la oficina. La Mamaé permaneció con nosotros mientras vivimos en La Perla.

Se llamaba, en verdad, Elvira, y era prima de la abuelita Carmen. Había quedado huérfana de niña y, en la Tacna de fines del siglo XIX, la habían adoptado mis bisabuelos, quienes la educaron como una hermana de su hija Carmen. De adolescente estuvo de novia con un oficial chileno. Cuando ya se iba a casar -la leyenda familiar decía que con el vestido de novia hecho y los partes del matrimonio repartidos-, algo ocurrió, de algo se enteró, y rompió el noviazgo. Desde entonces siguió siendo señorita y sin compromiso, hasta los ciento cuatro años de edad en que murió. Nunca se separó de mi abuelita, a la que siguió a Arequipa cuando ésta se casó, y luego a Bolivia, a Piura y a Lima. Ella crió a mi madre y a todos los tíos, quienes la bautizaron Mamaé. Y también me crió a mí y a mis primas, y hasta llegó a tener en brazos a mis hijos y a los de ellas. El secreto de por qué rompió con su novio -qué dramático episodio la hizo elegir la soltería para siempre jamás- se lo llevaron a la tumba ella y la abuela, las únicas que sabían los pormenores. La Mamaé fue siempre una sombra tutelar en la familia, la mamá segunda de todos, la que pasaba las noches en vela junto a los enfermos y hacía de niñera y chaperona, la que cuidaba la casa cuando todos salían y la que nunca protestaba ni se quejaba y a todos quería y engreía. Sus diversiones eran oír la radio cuando los otros la oían, releer los libros de su juventud mientras le dieron los ojos, y, por supuesto, rezar e ir a la misa dominical con puntualidad.

Fue para mi madre una gran compañía, allí en La Perla, una gran alegría para mí tenerla en casa, y también alguien cuya presencia moderaba en algo las furias de mi padre. Alguna vez, en esos ataques con insultos y golpes, la Mamaé salía, menudita, arrastrando sus pies, con las manos juntas, a implorarle -«Ernesto, por piedad», «Ernesto, por lo que más quiera»-, y él solía hacer un esfuerzo y aquietarse delante de ella.

A fines de 1948, cuando habíamos dado ya los exámenes finales del primero de media -hacia principios o mediados de diciembre-, algo me ocurrió en La Salle que tuvo un demorado pero decisivo efecto en mis relaciones con Dios. Éstas habían sido las de un niño que creía y practicaba todo lo que le habían enseñado en materia de religión, y para quien la existencia de Dios y la naturaleza verdadera del catolicismo era tan evidente que ni siquiera se le pasaba por la cabeza la sombra de una duda al respecto. Que mi padre se burlara de lo beatos que éramos yo y mi mamá sólo sirvió para confirmar esa certidumbre. ¿No era normal que alguien que a mí me parecía la encarnación de la crueldad, el mal hecho hombre, fuera incrédulo y apóstata?

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