Pero de todos esos poetas y narradores que encontraba a diario en el patio de Letras de San Marcos, la figura más llamativa era Alejandro Romualdo. Pequeñito, de andares tarzanescos, con unas patillas de bailarín de flamenco, había sido, antes de viajar a Europa con una beca de Cultura Hispánica -puente hacia el mundo exterior para los insolventes escritores peruanos-, un poeta lujoso y musical, lo que se llamaba un formalista (por oposición a los poetas sociales), con un bello libro, La torre de los alucinados, que obtuvo el Premio Nacional de Poesía. Al mismo tiempo, se había hecho famoso por sus caricaturas políticas -sobre todo unos híbridos de distintos personajes- en el diario La Prensa, de Pedro Beltrán. Romualdo -Xano para sus amigos- volvió de Europa convertido al realismo, al compromiso político, al marxismo y a la revolución. Pero no había perdido el sentido del humor ni el ingenio y la chispa que derramaba en juegos de palabras y burlas por los patios de San Marcos. «A ese pintor abstracto no lo he oído bien», decía, y también, sacando pecho: «Yo creo en el materialismo dialéctico y mi mujer me apoya.» Traía los originales de lo que sería un magnífico libro -Poesía concreta -, unos poemas comprometidos, de aliento justiciero, hechos con artesanía y buen oído, juegos de palabras, encabalgamientos desconcertantes y desplantes morales y políticos, un poco en la dirección en que había orientado su poesía, en España, Blas de Otero, de quien Romualdo se había hecho buen amigo. Y en un recital que hubo en San Marcos, en el que participaron varios poetas, Romualdo fue la estrella, arrancando -sobre todo con su efectista Canto coral a Túpac Amaru, que es libertad - ovaciones que convirtieron al salón de San Marcos poco menos que en un mitin político.
En realidad, ese recital lo fue. Debió ocurrir a fines de 1954 o comienzos de 1955 y en él todos los poetas leyeron o dijeron algo que podía interpretarse como un ataque a la dictadura. Fue una de las primeras manifestaciones de una progresiva movilización del país contra ese régimen que, desde octubre de 1948, gobernaba en la arbitrariedad, aplastando todo intento de crítica.
San Marcos era el foco y amplificador de las protestas. Éstas adoptaban a menudo la forma de manifestaciones-relámpago. Grupos no muy numerosos -cien, doscientas personas- nos dábamos cita en algún lugar muy concurrido, el jirón de la Unión, la plaza San Martín, La Colmena o el Parque Universitario, y, a la hora de máxima afluencia, a una voz de orden, nos agrupábamos en el centro de la calle y comenzábamos a corear: «Libertad, libertad.» A veces desfilábamos una o dos cuadras, invitando a unirse a los transeúntes, y nos disolvíamos apenas aparecían los guardias civiles a caballo o los coches rompe-manifestaciones de mangueras de agua pestilente que Esparza Zañartu tenía desplegados por el centro.
Con Javier Silva íbamos a todas las manifestaciones-relámpago, en las que él, con su gordura, tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para no quedarse rezagado cuando huíamos de la policía. Su vocación política se fue haciendo más notoria en esos días, así como su personalidad desmesurada, que quería abarcarlo todo y estar en todas partes protagonizando todas las conspiraciones. Una tarde lo acompañé a visitar, en su oficinita del jirón Lampa, a Luciano Castillo, el presidente del minúsculo Partido Socialista, piurano, como él. A los pocos minutos Javier salió de su oficina, radiante. Me mostró un carné: además de inscribirlo en el partido, Luciano Castillo lo había promovido a secretario general de la Juventud Socialista. En calidad de tal, algún tiempo después, leyó una noche, en el escenario del Teatro Segura, un violento discurso revolucionario contra el régimen odriísta (que yo le escribí).
Pero, al mismo tiempo, conspiraba con los renacientes apristas y con los nuevos grupos de oposición que se organizaban en Lima y Arequipa. De estos grupos, cuatro se irían delineando en los meses siguientes, uno de ellos de existencia efímera -la Coalición Nacional, teledirigida por el diario La Prensa y don Pedro Beltrán, quien había pasado a la oposición a Odría, y cuyo líder, Pedro Roselló, era el organizador de una, también efímera, Asociación de Propietarios- y otros tres que resultarían organizaciones políticas de más largo porvenir: la Democracia Cristiana, el Movimiento Social Progresista y el Frente Nacional de Juventudes (uno de cuyos organizadores era Eduardo Orrego, entonces estudiante de Arquitectura), germen de Acción Popular.
Por esos años, 1954 y 1955, la dictadura de Odría había pasado a ser una dictadura blanda. Las leyes represivas seguían intactas -sobre todo, la Ley de Seguridad Interior, aberración jurídica a cuyo amparo cientos de apristas, comunistas y demócratas fueron a la cárcel o al exilio desde 1948-, pero el régimen había perdido su base de sustentación en amplios sectores de la burguesía y la derecha tradicional que (por su anti-aprismo, principalmente) lo habían apoyado desde que derrocó a Bustamante y Rivero. Entre estos sectores, el principal y que desde su ruptura con Odría se convertiría en el opositor más aguerrido del régimen, sería La Prensa. Su dueño y director, Pedro Beltrán Espantoso (1897-1979), ya lo he dicho, era la bestia negra de la izquierda en el Perú. El suyo era un caso parecido al de José de la Riva Agüero. Como éste, pertenecía a una familia tradicional, muy próspera, y había recibido una educación esmerada, en la London School of Economics. Allí bebió los principios del liberalismo económico clásico, del que fue abanderado en el Perú desde sus años mozos. Y como Riva Agüero, Beltrán trató de organizar y liderar un movimiento político -conservador aquél, liberal éste-, ante la indiferencia, para no decir el desdén, de su propia clase social, los llamados sectores dirigentes, demasiado egoístas e ignorantes para ver más allá de sus muy menudos intereses. Los intentos de ambos, en sus años jóvenes, de organizar partidos políticos para actuar en la vida pública, terminaron en estrepitosos fracasos. Y el terrible furor de Riva Agüero en sus años maduros -que documentan sus Opúsculos por la verdad, la tradición y la Patria -, que envenenó su trabajo intelectual, lo empujó a defender el fascismo y a recluirse en un ridículo orgullo de casta, tuvo mucho que ver sin duda con lo decepcionado que se sintió por su impotencia para movilizar a esa élite nacional que de tal, no tenía, por cierto, nada, salvo un dinero casi siempre heredado o mal habido.
A diferencia de Riva Agüero, Pedro Beltrán siguió actuando en política, pero de manera más bien indirecta, a través de La Prensa, que, en los años cincuenta, se convirtió, gracias a él, en un periódico moderno, y en cuya página editorial escribía un grupo muy cohesionado y brillante de periodistas, acaso el mejor que haya tenido una publicación peruana moderna (cito a los mejores: Juan Zegarra Russo, Enrique Chirinos Soto, Luis Rey de Castro, Arturo Salazar Larraín, Patricio Ricketts, José María de Romana, Sebastián Salazar Bondy y Mario Miglio). Con este equipo y, quizá, gracias a él, don Pedro Beltrán descubrió en esos años las virtudes de la democracia política, de la que no era antes un convencido. Por el contrario, La Prensa -como el decano del periodismo peruano El Comercio - había atacado con gran dureza al gobierno de Bustamante y Rivero, conspirado contra él y apoyado el cuartelazo del general Odría, del 48, y la farsa electoral de 1950 en que éste se proclamó presidente.
Pero desde mediados de los años cincuenta, Pedro Beltrán no sólo defendía el mercado y la empresa privada, sino también la libertad política y la democratización del Perú. [27] Y atacaba la censura, a la que habían perdido el respeto, permitiéndose críticas cada vez más duras a personas y medidas del régimen.
Esparza Zañartu, ni corto ni perezoso, clausuró el diario, al que mandó asaltar con sus soplones y policías, y Pedro Beltrán y sus principales colaboradores fueron a parar al Frontón, la isla-presidio de las afueras del Callao. De allí salió, tres semanas más tarde -hubo una fuerte presión internacional para que fuese liberado-, convertido en héroe de la libertad de prensa (así lo proclamó la sip, Sociedad Interamericana de Prensa) y con flamantes credenciales de demócrata, a las que sería fiel hasta el final de sus días.
El clima cambiaba a toda prisa y los peruanos podían hacer política otra vez. Volvían los exiliados de Chile, Argentina, México, aparecían semanarios o quincenarios de pocas páginas, semiclandestinos, de todos los pelajes ideológicos, muchos de los cuales desaparecían luego de unos cuantos números. Uno de los más pintorescos era el vocero del Partido Obrero Revolucionario (t) (de trotskista), cuyo líder y, tal vez, único afiliado, Ismael Frías, recién vuelto del exilio, paseaba su sinuosa humanidad todos los mediodías por San Marcos pronosticando la inminente constitución de soviets de obreros y soldados a lo largo y ancho del Perú. Otro, más serio, cuyo título cambiaba con los años -1956, 1957, 1958-, de Genaro Carnero Checa, quien, aunque expulsado del Partido Comunista por haber apoyado el golpe de Odría, antes de ser exiliado por éste, se mantuvo siempre vinculado a la urss y a los países socialistas. En el Congreso existente -nacido de las fraudulentas elecciones del 50-, varios de los hasta entonces disciplinados diputados y senadores, sintiendo que el barco hacía agua, mudaban su viejo servilismo en independencia, e, incluso, algunos de ellos, en abierta hostilidad al amo. Y por calles y plazas se barajaban nombres y posibilidades para las elecciones presidenciales de 1956.
De los nuevos grupos políticos que salían de las catacumbas, el más interesante era el que, luego, constituyó la Democracia Cristiana. Muchos de sus líderes, arequipeños como Mario Polar, Héctor Cornejo Chávez, Jaime Rey de Castro y Roberto Ramírez del Villar -o sus amigos limeños, Luis Bedoya Reyes, Ismael Bielich y Ernesto Alayza Grundy-, habían trabajado con el gobierno de Bustamante y Rivero, por lo que algunos habían sufrido persecución y destierro. Eran profesionales todavía jóvenes, sin vínculos con los grandes intereses económicos, de típica clase media, no contaminados por la suciedad política presente o pasada, que parecían traer a la política peruana una convicción democrática y una inequívoca decencia, aquello que había encarnado de manera tan prístina Bustamante y Rivero durante sus tres años de gobierno. Como muchos, desde que aquel movimiento apareció, yo creí que se organizaba para que Bustamante y Rivero fuera su líder e inspirador, y, acaso, su candidato en las elecciones próximas. Esto lo hacía para mí aún más atractivo, pues mi admiración por Bustamante -por su honradez y ese culto religioso a la ley, que el aprismo ridiculizó tanto apodándolo el «cojurídico»- se había mantenido intacta aun durante mi militancia en Cahuide. Esa admiración, lo veo ahora más claro, tenía que ver precisamente con aquello que el común de los peruanos se había acostumbrado a decir compasivamente de su fracaso: «Era un presidente para Suiza, no para el Perú.» En efecto, durante esos «tres años de lucha por la democracia en el Perú» -como se titula el libro-testimonio que escribió en el exilio-, Bustamante y Rivero gobernó como si el país que lo había elegido no fuera bárbaro y violento, sino una nación civilizada, de ciudadanos responsables y respetuosos de las instituciones y las normas que hacen posible la coexistencia social. Hasta el hecho de que se hubiera tomado él mismo el trabajo de escribir sus discursos, en una clara y elegante prosa de sesgo finisecular, dirigiéndose siempre a sus compatriotas sin permitirse la menor demagogia o chabacanería, como partiendo del supuesto que todos ellos formaban un auditorio intelectualmente exigente, yo veía en Bustamante y Rivero a un hombre ejemplar, un gobernante que si llegaba alguna vez el Perú a ser ese país para el que él gobernó -una genuina democracia de personas libres y cultas-, los peruanos recordarían con gratitud.