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Pocos años después, sin embargo, desde la dirección del diario La República -otra manifestación eximia de la cloaca hecha prensa- el personaje pasaría a servir al apra y a Alan García con el mismo entusiasmo e idénticas malas artes que a Velasco. En premio, luego de la victoria electoral de Alan García, fue enviado a Washington, a costa de los contribuyentes peruanos (su simpática mujer, de quien nunca nadie supo jamás que tuviera una relación siquiera casual con la cultura, fue nombrada agregada cultural del Perú ante la oea). De allí trajo rápidamente el presidente Alan García a Guillermo Thorndike, en los días de la estatización de la banca, para que pusiera en acción sus técnicas de intoxicación de la opinión pública y las campañas de guerra sucia contra los que nos oponíamos a ella. Una «oficina del odio» fue instalada en una suite del hotel Crillón. Desde allí, bajo la dirección de Thorndike, y preparados por él, salían hacia los diarios, radios y canales gobiernistas las acusaciones, insinuaciones y los ataques más abyectos contra mi persona y mi familia (entre los infundios estaba -según la vieja treta de robar y salir corriendo al grito de «¡Al ladrón!»- el de haber sido yo ¡velasquista!). Gracias a inesperados aliados que, desde las filas del propio gobierno aprista, nos delataron el funcionamiento de la oficina del odio, el diario Expreso reveló su existencia y fotografió a Thorndike saliendo del Crillón, con lo que sus operaciones quedaron algo mermadas. Más tarde, siempre diligente en el servicio al amo de turno, el personaje publicaría una biografía hagiográfica de Alan García y, en la campaña electoral, éste volvería a traerlo al Perú a dirigir una hoja, Página Libre, que en los meses finales antes de las elecciones desempeñó el papel que cabe imaginar. (Pocos días antes de la primera vuelta electoral, una señora llamó a mi casa, muchas veces, insistiendo en hablar conmigo o con Patricia, explicando que sólo a nosotros revelaría su identidad. Patricia se acercó a hablar con ella, al fin. La señora, argentina de nacimiento pero peruana por matrimonio, era la madre de Guillermo Thorndike. No la conocíamos. Llamaba para decir que, avergonzada con lo que hacía su hijo en las páginas del periódico que dirigía, había decidido votar en estas elecciones: que lo haría por mí, en señal de desagravio, y que lo podíamos hacer público. No lo hicimos entonces, pero lo hago ahora, con mi agradecimiento por una iniciativa que, por cierto, no dejó de sorprenderme.) [34]

Éstas no son meras anécdotas. Son muestras de un fenómeno generalizado, de un estado de cosas que afecta toda la vida cultural del Perú y que tiene consecuencias en su vida política. Uno de los mitos contemporáneos sobre el Tercer Mundo es que, en esos países a menudo sojuzgados por dictaduras despóticas y corrompidas, los intelectuales representan una reserva moral, que, aunque impotente frente a la fuerza bruta dominante, constituye una esperanza, una fuente de la que, cuando empiecen a cambiar las cosas, el país podrá extraer las ideas, los valores y las personas que permitan hacer avanzar la libertad y la justicia. En verdad, no es así. El Perú es una prueba, más bien, de lo frágil que es la clase intelectual y la facilidad con que, la falta de oportunidades, inseguridad, escasez de medios de trabajo, ausencia de un status social y también la impotencia para ejercer una efectiva influencia, la vuelven vulnerable a la corrupción, al cinismo y al arribismo.

Cuando entré a hacer política activa en el Perú estaba preparado para enfrentarme a mis colegas, cuyas técnicas conocía desde la época en que, a fines de los sesenta, entré en conflicto con ellos, al empezar a criticar a la revolución cubana. Desde entonces, había sido blanco de sus iras, en apariencia por razones de orden ideológico, aunque en verdad, muchas veces, por motivos de emulación y envidia, lo que es también inevitable cuando alguien tiene, o es percibido como si lo tuviera, reconocimiento, eso que se llama el éxito, por quienes enfrentan toda clase de dificultades para el ejercicio de su vocación. Estaba, pues, preparado para lidiar, también, con esos intelectuales peruanos a quienes hacía ya tiempo me había prometido sólo leer, jamás volver a frecuentar.

Por eso, fue una sorpresa encontrar entre mis colegas algunos escritores, profesores, periodistas o artistas, que, sabiendo que se exponían a la satanización en el medio en que trabajaban, hicieron causa común con el Movimiento Libertad y me ayudaron a lo largo de toda la campaña. No me refiero a amigos como Luis Miró Quesada Garland o Fernando de Szyszlo, con quienes habíamos dado juntos batallas políticas desde mucho tiempo atrás, sino a personas como el antropólogo Juan Ossio, el historiador y editor José Bonilla, los ensayistas Carlos Zuzunaga y Jorge Guillermo Llosa, el novelista Carlos Thorne y un buen número de otros que, como ellos, trabajaron empeñosamente por una victoria del Frente y a las varias decenas de profesores universitarios que integraron nuestras comisiones de Plan de Gobierno. O a quienes, sin estar inscritos en Libertad, me prestaron un apoyo invalorable con sus escritos y sus pronunciamientos, como los periodistas Luis Rey de Castro, Francisco Igartúa, César Hildebrandt, Mario Miglio, Jaime Bayly, Patricio Ricketts y Manuel d'Ornellas, [35] o el actor y director teatral Ricardo Blume, quien con valentía y generosidad se jugó entero, cada vez que hizo falta, en defensa de lo que ambos creíamos. O a intelectuales como Fernando Rospigliosi y Luis Pasara y jóvenes escritores como Alfredo Pita, Alonso Cueto y Guillermo Niño de Guzmán, quienes, desde posiciones independientes y a veces hostiles a la mía, tuvieron, en el fragor de la guerra electoral, gestos de nobleza hacia mi persona o hacia lo que yo hacía.

Pero también entre los adversarios hubo algunos intelectuales cuya conducta me llamó la atención, porque, por las razones que ya he dicho, no me esperaba de ellos la corrección con la que actuaron, aun en los momentos más caldeados del debate político. Ése fue el caso de Henry Pease García. Profesor universitario, sociólogo, director por un tiempo de un conocido instituto de investigación social, desco -financiado por la social democracia alemana-, Henry Pease fue teniente alcalde, con Alfonso Barrantes, en la alcaldía de Lima, y estrecho colaborador de éste, antes de la ruptura que los enfrentó a ambos como líderes de las dos facciones de izquierda en la lid presidencial. La actuación de Pease, que encabezaba el sector más radical, y, en el que, precisamente, abundaban los intelectuales baratos, fue ejemplar. Se esforzó por hacer una campaña de ideas, promoviendo su programa, sin recurrir jamás al ataque personal o a la maniobra de mala ley, y actuó en todo momento con una coherencia y sobriedad que contrastaba con la de algunos de sus seguidores. En su vida personal, por lo demás, siempre me había parecido igualmente consecuente con lo que escribía y defendía como hombre público. Ésta fue una razón decisiva para acompañarlo en la Marcha por la Paz.

Luego de ella, toda la atención pública y mi propia actividad se concentraron en la campaña municipal. En el fin de semana que siguió a la Marcha por la Paz -4 y 5 de noviembre- recorrimos con Juan Incháustegui y Lourdes Flores los pueblos jóvenes de Canto Chico, María Auxiliadora, San Hilarión, Huáscar, así como muchos otros en Chosica y Chaclacayo. Y la semana siguiente viajé por distintos departamentos del interior -Arequipa, Moquegua, Tacna y Piura-, participando en decenas de mítines, caravanas, entrevistas, caminatas, en favor de los candidatos del Frente Democrático. En esos últimos días de la campaña municipal, las tensiones internas entre las fuerzas de la alianza parecieron evaporarse y conseguimos dar una imagen de entendimiento y unión, que preludiaba un buen resultado para nuestra primera prueba de fuego electoral, el 12 de noviembre.

Sin embargo, las elecciones municipales no trajeron la aplastante victoria para nosotros que anunciaban las encuestas. El Frente ganó más de la mitad de los distritos del país, pero esta mayoría quedó empañada por las derrotas sufridas en ciudades claves, como Arequipa, donde Luis Cáceres Velázquez, del Frenatraca (Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos) fue reelegido; Cusco, donde el ex alcalde izquierdista, Daniel Estrada, obtuvo una amplia victoria; Tacna, donde Tito Chocano, ex miembro del Partido Popular Cristiano, tuvo la primera votación y, sobre todo, Lima, donde Ricardo Belmont logró más del cuarenta y cinco por ciento, contra el veintisiete por ciento de Incháustegui. [36]

Apenas conocidos los resultados, en la noche misma de la votación, fuimos con Incháustegui al hotel Riviera, en la avenida Wilson, convertido en cuartel general del movimiento obras, a felicitar a Belmont, y yo posé ante la batería de fotógrafos y camarógrafos que colmaba el local, en medio de Belmont y de Incháustegui, alzando los brazos de ambos para sugerir subliminalmente que, de alguna manera, la victoria de ese «independiente» era también la mía y de que la derrota de Incháustegui no me perjudicaba. Álvaro hizo lo que pudo para que esa imagen se difundiera en la prensa y la televisión.

En mis declaraciones, hice lo imposible para destacar la «arrolladora victoria» del Frente Democrático, que había ganado treinta alcaldías distritales de la gran Lima (contra siete de Izquierda Unida, dos de listas independientes, una del Acuerdo Socialista y ninguna del apra).

Pero, en privado, los resultados de la elección municipal nos dejaron muy inquietos: había un desapego, que lindaba con el disgusto, de grandes sectores populares hacia las fuerzas políticas establecidas, fueran de izquierda o de derecha, y una proclividad a depositar su confianza y esperanzas en quien representara algo distinto al establishment. No de otra manera se explicaba la formidable votación de Belmont, alguien cuyo mérito principal -excluida su popularidad como animador de radio y televisión- parecía, únicamente, el no ser político, el venir de afuera de la política. Más grave aún, la última encuesta indicaba que, aunque las intenciones de voto nacionales seguían favoreciéndome con cerca del cuarenta y cinco por ciento, había una tendencia, en los sectores más desfavorecidos, a verme cada vez más como integrando la desprestigiada clase política.

Yo era consciente de la necesidad de hacer algo para corregir esa imagen. Pero pensaba siempre que la mejor manera sería presentándole al pueblo peruano mi programa de gobierno. Este programa demostraría que mi candidatura era una ruptura radical con las políticas tradicionales. Estaba casi terminado y teníamos una ocasión muy próxima para darlo a conocer: la reunión del cade (Conferencia Anual de Ejecutivos).

[34] Desde entonces, el personaje ha enriquecido su prontuario con nuevas hazañas. En 1990 dirigió un pasquín simpatizante del movimiento terrorista mrta, Ayllu, en el que atacaba con ferocidad a su ex empleador, Alan García, y presentaba documentos sensacionales sobre sus fechorías en el poder. Ahora (setiembre de 1992) dirige La Nación , diario al servicio de la dictadura instalada por Alberto Fujimori desde el 5 de abril.


[35] Estos dos últimos, para desconsuelo de quienes los teníamos como ejemplo de periodistas democráticos, pasarían desde el 5 de abril de 1992 a defender de manera militante el golpe de Estado del ingeniero Fujimori, que destruyó la democracia peruana.


[36] Muy rezagados quedaron Henry Pease, de Izquierda Unida, con 11,54 por ciento; la candidata aprista Mercedes Cabanillas, con 11,53 por ciento, y el candidato de Acuerdo Socialista, Enrique Bernales, que apenas alcanzó un 2,16 por ciento.


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