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En esa gesta arequipeña, que, en Lima, los sanmarquinos apoyamos con manifestaciones-relámpago en las que Javier Silva y yo estuvimos siempre en primera fila, el liderazgo lo habían tenido Mario Polar, Roberto Ramírez del Villar, Héctor Cornejo Chávez, Jaime Rey de Castro y los otros arequipeños de la naciente Democracia Cristiana. Eran abogados prestigiosos, amigos y hasta parientes de la familia Llosa, y uno de ellos, Mario Polar, había sido pretendiente, o, como decía mi abuelita Carmen, «aficionado» de mi madre, a quien le había escrito de joven unos apasionados poemas que ella guardaba a escondidas de mi padre, hombre de celos retrospectivos.

Todas esas razones acabaron de entusiasmarme cuando la Democracia Cristiana se constituyó como partido y me inscribí en él. Fui catapultado de inmediato, no sé cómo ni por quién, al Comité Departamental de Lima, donde estaban también Luis Jaime Cisneros, Guillermo Carrillo Marchand, y algunos respetables catedráticos, como el jurista Ismael Bielich y el psiquiatra Honorio Delgado. El nuevo partido declaraba en sus estatutos que no era confesional, de manera que no era preciso ser creyente para militar en él, pero la verdad es que ese local del partido -una vieja casa de paredes de quincha, con balcones- en la avenida Guzmán Blanco, muy cerca de la plaza Bolognesi, parecía una iglesia, o cuando menos una sacristía, pues estaban allí todos los beatos conocidos de Lima, desde don Ernesto Alayza Grundy hasta los dirigentes de la Acción Católica y la uneac (Unión Nacional de Estudiantes Católicos) y todos los jóvenes parecían ser alumnos de la Universidad Católica. Me pregunto si en esa época había en la Democracia Cristiana algún otro sanmarquino fuera de mí y de Guillermo Carrillo (Javier Silva se inscribiría algún tiempo después).

¿Qué demonios hacía yo ahí, entre esa gente respetabilísima a más no poder, pero a años luz del sartreano comecuras, izquierdoso no curado del todo de las nociones de marxismo del círculo, que me seguía sintiendo? No sabría explicarlo. Mi entusiasmo político era bastante mayor que mi coherencia ideológica. Pero recuerdo haber vivido con un cierto malestar cada vez que tenía que explicar intelectualmente mi militancia en la Democracia Cristiana. Y las cosas empeoraron cuando, gracias a Antonino Espinoza, pude leer algún material sobre la doctrina social de la Iglesia y la famosa encíclica de León XIII, Rerum Novarum, que los democristianos citaban siempre como prueba de su compromiso con la justicia social y su voluntad de reforma económica en favor de los pobres. La famosa encíclica a mí se me caía de las manos mientras la leía por su retórica paternalista y sus sentimientos gaseosos y sus vagas críticas a los excesos del capital. Recuerdo haber comentado el asunto con Luis Loayza -quien, creo, también había firmado algún texto democristiano o se había inscrito en el partido-, y haberle dicho lo incómodo que me sentía después de leer esa célebre encíclica que me parecía tremendamente conservadora. Él había intentado leerla, también, y a las pocas páginas le sobrevinieron las arcadas.

Sin embargo no me aparté de la Democracia Cristiana (renunciaría a ella años después, desde Europa, por su tibieza en defender a la revolución cubana, cuando ésta se convirtió para mí en apasionada causa) porque su lucha en contra de la dictadura y a favor de la democratización del país era impecable y porque seguía creyendo que Bustamante y Rivero acabaría siendo líder del partido y acaso su candidato presidencial. Pero, sobre todo, porque, yo, con otros jóvenes más bien radicales, descubrimos dentro de los líderes del Partido Demócrata Cristiano, a un abogado arequipeño, que, aunque tan beato como los otros, nos pareció desde un principio un hombre de ideas más avanzadas y progresistas que sus colegas, alguien empeñado no sólo en moralizar y democratizar la política peruana, sino en llevar a cabo una profunda reforma para poner fin a las iniquidades de que eran víctimas los pobres: Héctor Cornejo Chávez.

Que hable así de él, ahora, con lo que fue después su repugnante actuación como asesor de la dictadura militar de Velasco, autor de la monstruosa ley de confiscación de todos los medios de comunicación y primer director de El Comercio estatizado, hará sonreír a muchos. Pero lo cierto es que, a mediados de los cincuenta, cuando se vino a Lima desde su Arequipa natal, ese joven abogado parecía un dechado de pureza política, un hombre animado por un ardiente celo democrático y una indignación a flor de piel contra toda forma de injusticia. Había sido secretario de Bustamante y Rivero y yo quería ver en él a una versión rejuvenecida y radicalizada del ex presidente, con su misma limpieza moral y su compromiso inquebrantable con el sistema democrático y la ley.

El doctor Cornejo Chávez hablaba de reforma agraria, de reforma de la empresa con participación de los obreros en los beneficios y en la administración, y condenaba a la oligarquía, a los dueños de la tierra, a las cuarenta familias, con retórica jacobina. No era simpático, es verdad, sino más bien un hombre avinagrado y distante, con ese hablar ceremonioso y algo engolado muy frecuente en los arequipeños (sobre todo los que han pasado por el foro), pero lo modesto y casi frugal de su vida nos hacían pensar a muchos que, con él a la cabeza, la Democracia Cristiana podría llevar a cabo la transformación del Perú.

Las cosas ocurrieron de manera muy distinta. Cornejo Chávez llegó a ser el líder del partido -no lo era en 1955 o 1956, cuando yo militaba en él-, y fue dos veces su candidato a la presidencia, en las elecciones de 1962 y 1963, en las que obtuvo una votación insignificante. Su autoritarismo y personalismo fueron creando poco a poco en su propio partido tensiones y luchas faccionales que culminarían, en 1965, con la ruptura de la Democracia Cristiana: una mayoría de dirigentes y militantes se saldrían con Luis Bedoya Reyes a la cabeza para formar el Partido Popular Cristiano, en tanto que el partido de Cornejo Chávez, reducido a su mínima expresión, sobreviviría de mala manera hasta el golpe militar del general Velasco en 1968. Allí, vio llegada su hora. Lo que no pudo conseguir a través del voto, el doctor Cornejo Chávez lo obtuvo a través de la dictadura; llegar al poder en el que los militares le confiaron trabajos tan poco democráticos como el amordazamiento de los medios de comunicación y del Poder Judicial (pues también él sería responsable de la creación del Consejo Nacional de Justicia; institución con la que la dictadura puso a los jueces a su servicio).

A la caída de Velasco -cuando éste fue reemplazado, luego de un golpe palaciego por el general Morales Bermúdez, en 1975-, Cornejo Chávez se retiró de la política, en la que, por cierto, sólo han quedado de él los malos recuerdos.

El inexistente Partido Demócrata Cristiano -un puñadito de arribistas- figuró, no obstante, en la vida política del Perú, aliado a Alan García, quien, para mantener la ficción de una apertura, siempre tuvo un democristiano en su gobierno. Luego de Alan García la Democracia Cristiana se extinguió o, mejor dicho, la directiva que usurpaba su nombre pasó a invernar en espera de que las circunstancias pudieran permitirle recobrar algunas migajas de poder convertido en parásito de otro gobernante de turno.

Pero estamos en 1955 y todavía aquello está lejos. Pasado ese verano, cuando comenzaba yo las clases en el tercer año de universidad y discutía de literatura con Luis Loayza, militaba en la Democracia Cristiana, escribía cuentos y fichaba libros de historia en casa de Porras Barrenechea, llegó a Lima alguien que significaría otro remezón de mi existencia: la «tía» Julia.

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