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Nos vimos poco después, en su casa de la avenida Petit Thouars, donde me leyó unas prosas que publicaría, algún tiempo más tarde, en una edición no venal -El avaro (Lima, 1955)- y donde conversamos largo y tendido en su atestada biblioteca. Loayza, con Abelardo Oquendo, a quien sólo trataría después, serían mis mejores compañeros de aquellos años, los más afines en el campo intelectual. Intercambiábamos y discutíamos libros, proyectos literarios y llegamos a constituir una cálida cofradía. Aparte de nuestra pasión por la literatura, con Lucho nuestras diferencias eran grandes en muchas cosas, y eso hacía que no nos aburriéramos, pues siempre teníamos algo sobre que polemizar. A diferencia de mí, siempre interesado por la política y capaz de apasionarme por cualquier cosa y entregarme a ella sin pensarlo dos veces, a Loayza la política lo aburría sobremanera y, en general, ése y todos los otros entusiasmos -salvo el de un buen libro- le merecían un sutil y burlón escepticismo. Estaba contra la dictadura, por supuesto, pero más por razones estéticas que políticas. Alguna vez lo arrastré a las manifestaciones-relámpago y en una de ellas, en el Parque Universitario, perdió un zapato: lo recuerdo corriendo a mi lado, sin perder la compostura, ante una carga a caballo de la Guardia Civil y preguntándome a media voz si hacer estas cosas era absolutamente indispensable. Mi admiración por Sartre y su tesis sobre el compromiso social lo aburrían a ratos y a ratos lo irritaban -él prefería, por supuesto, a Camus, porque era más artista y tenía mejor prosa que Sartre- y las despachaba con una ironía sibilina que me hacía aullar de indignación. Yo me vengaba atacando a su reverenciado Borges, llamándolo formalista, artepurista y hasta chien de garde de la burguesía. Las discusiones sartre-borgianas duraban horas y alguna vez hicieron que dejáramos de vernos y hablarnos varios días. Fue seguramente Loayza -o tal vez Abelardo, nunca lo supe- quien me puso el apodo con el que me tomaban el pelo: el sartrecillo valiente.

Fue por Loayza que leí a Borges, al principio con cierta reticencia -lo pura o excesivamente intelectual, lo que parece disociado de una muy directa experiencia vital me provoca un rechazo de entrada- pero con una sorpresa y curiosidad que me hacían siempre volver a él. Hasta que, poco a poco, a lo largo de meses y años, esa distancia se iría trocando en admiración. Y, además de Borges, a muchos autores latinoamericanos que, antes de mi amistad con Loayza, desconocía o, por pura ignorancia, desdeñaba. La lista sería muy larga, pero entre ellos figuran Alfonso Reyes, Adolfo Bioy Casares, Juan José Arreóla, Juan Rulfo y Octavio Paz, de quien Loayza descubrió un día un delgado cuadernillo que leímos en voz alta -Piedra de Sol -, y que nos llevó a buscar afanosamente libros suyos.

Mi desinterés por la literatura de América Latina -con la sola excepción de Neruda, al que leí siempre con devoción- antes de conocer a Lucho Loayza había sido total. Quizás en vez de desinterés debería decir hostilidad. Ello se debía a que la única literatura latinoamericana moderna que se estudiaba en la universidad y de la que se hablaba algo en las revistas y suplementos literarios era la indigenista o costumbrista, la de autores de novelas como Raza de bronce (Alcides Arguedas), Huasipungo (Jorge Icaza), La vorágine (Eustasio Rivera), Doña Bárbara (Rómulo Gallegos) o Don Segundo Sombra (Ricardo Güiraldes), o, incluso, la de Miguel Ángel Asturias.

Esa narrativa y la peruana de ese género yo la había leído por obligación, en las clases de San Marcos, y la detestaba, pues me parecía una caricatura provinciana y demagógica de lo que debía ser una buena novela. Porque en esos libros el paisaje tenía más importancia que las personas de carne y hueso (en dos de ellos, Don Segundo Sombra y La vorágine, la naturaleza terminaba tragándose a los héroes) y porque sus autores parecían desconocer las más elementales técnicas de cómo armar una historia, empezando por la coherencia del punto de vista: en ellas el narrador estaba siempre entrometiéndose y opinando aun cuando se lo supusiera invisible, y, además, esos estilos tan recargados y librescos -sobre todo en los diálogos- irrealizaban de tal modo unas historias que se suponía ocurrían entre gente ruda y primitiva que jamás llegaba a brotar en ellos la ilusión. Toda la llamada literatura indigenista era una sucesión de tópicos naturalistas y de una indigencia artística tan grande que uno tenía la impresión de que para los autores escribir buenas novelas consistía en buscar un «buen» tema -hechos insólitos y terribles- y escribir con palabrejas sacadas de los diccionarios, lo más alejadas del habla común.

Lucho Loayza me hizo descubrir otra literatura latinoamericana, más urbana y cosmopolita, y también más elegante, que había surgido principalmente en México y en Argentina. Y, entonces, como él lo hacía, comencé a leer cada mes la revista Sur, de Victoria Ocampo, ventana abierta al mundo de la cultura, cuya llegada a Lima parecía sacudir la pobrecita ciudad con una gran cascada de ideas, debates, poemas, cuentos, ensayos, procedentes de todas las lenguas y culturas, y ponernos, a quienes la devorábamos, en el centro de la actualidad cultural del planeta. Lo que hizo Victoria Ocanipo con la revista Sur -y con ella, claro está, quienes colaboraron en esa aventura editorial, empezando por José Bianco- es algo que nunca podremos alabar bastante los hispanoamericanos de por lo menos tres generaciones. (Así se lo dije a Victoria Ocampo cuando la conocí, en 1966, en un congreso del pen Club en Nueva York. Siempre recuerdo la alegría que me produjo, muchos años después de los que evoco, ver un texto mío publicado en esa revista que nos hacía vivir cada mes la ilusión de estar intelectualmente a la vanguardia de la época.) En uno de esos números actuales o pasados de Sur que Loayza coleccionaba, leí la famosa polémica entre Sartre y Camus con motivo de la existencia de los campos de concentración de la Unión Soviética.

La amistad con Lucho, que se volvió pronto intimidad, no tenía que ver sólo con los libros y la vocación compartida. También con su amistad generosa y lo agradable que era pasar el rato con él oyéndolo hablar de jazz, que le encantaba, o de películas -nunca nos gustaban las mismas-, o rivalizar con él en el gran deporte nacional del raje, u observarlo componer sus prosas de lánguido y refinado esteta, au-dessus de la mêlée, con que le gustaba a veces entretener a sus amigos. En una época contrajo una divertida -pero incomodísima- somatización ética y estética: todo lo que le parecía feo o le merecía desprecio le provocaba náuseas. Era un verdadero riesgo ir con él a una exposición, una conferencia, un recital, un cine, o, simplemente, pararse en media calle a conversar con alguien, pues si la persona o función no calificaban, ahí mismo le venían las arcadas.

Lucho había conocido a aquellos autores latinoamericanos gracias a un profesor de la Católica, llegado no hacía mucho de Argentina: Luis Jaime Cisneros. Me enseñó un curso de literatura española, en San Marcos, pero sólo me hice amigo de él más tarde, gracias a Loayza y Oquendo. También Luis Jaime Cisneros tenía pasión por la enseñanza, y la ejercía más allá de las aulas, en un rincón de su biblioteca -en una quinta miraflorina, transversal de la avenida Pardo-, donde reunía a alumnos aficionados a la filología (su especialidad) y a la literatura, a los que prestaba libros (anotándolos, con fecha y título, en un enorme cuaderno de contabilidad). Luis Jaime era flaco, fino, cortés, pero lucía un airecillo pedante y perdonavidas para con sus colegas, lo que le ganó punzantes enemistades universitarias. Yo mismo tenía una imagen equivocada de él hasta que comencé a visitarlo y formar parte del pequeño círculo sobre el que Luis Jaime volcaba su cultura y su amistad.

Luis Jaime había firmado el primer manifiesto de los demócrata-cristianos, y éstos, que daban los primeros pasos para constituir un partido, le habían pedido que dirigiera el periódico de la agrupación. Me preguntó si me gustaría echarle una mano y le dije que encantado. Así nació Democracia, un semanario, en teoría, pero que se publicaba sólo cuando conseguíamos dinero para el número, a veces cada quincena y a veces cada mes. Para el número inicial escribí un largo artículo sobre Bustamante y Rivero y el golpe que lo derrocó. Armábamos el periódico en la biblioteca de Luis Jaime, y lo imprimíamos en imprentas distintas cada vez, pues todas temían que Esparza Zañartu -a quien Odría había promovido al cargo de ministro de Gobierno, en un error político providencial para el restablecimiento de la democracia en el Perú- tomara represalias contra ellos. Como Luis Jaime, para no comprometer su trabajo en la universidad, no quiso figurar como director, yo ofrecí poner mi nombre, y así apareció Democracia. En la primera página había un artículo, creo que sin firma, de Luis Bedoya Reyes, criticando al pradismo, que se reorganizaba para lanzar de nuevo la candidatura a la presidencia del ex mandatario Manuel Prado.

Apenas salió Democracia fui citado por mi padre a su oficina. Lo encontré lívido, blandiendo el periódico en el que yo aparecía como director. ¿Había olvidado que La Crónica pertenecía a la familia Prado? ¿Que La Crónica tenía la exclusiva de la International News Service? ¿Que él era director de la ins? ¿Quería yo que La Crónica le cancelara el contrato y él se quedara sin trabajo? Me ordenó desaparecer mi nombre del periódico. De modo que a partir del segundo o tercer número, me sucedió como presunto director -el verdadero era Luis Jaime- mi amigo y compañero de San Marcos, Guillermo Carrillo Marchand. Y como, luego de unos números, éste también tuvo problemas para figurar, Democracia se publicó luego con un director ficticio, cuyo nombre expropiamos de un cuento de Borges.

Los demócrata-cristianos jugaron un papel de primer plano en la caída de Esparza Zañartu, lo que precipitó la muerte del ochenio. Si él hubiera seguido a cargo de la seguridad de la dictadura, ésta se hubiera alargado tal vez más allá de las elecciones del 56, fraguándolas, como había hecho en 1950, en favor del propio Odría o de algún testaferro (había varios haciendo cola para desempeñar ese papel). Pero la caída del hombre fuerte del régimen debilitó a éste y lo sumió en un desbarajuste que la oposición aprovechó para ganar la calle.

Esparza Zañartu había ocupado a lo largo de la dictadura un puesto sin relieve -director de Gobierno-, que le permitía permanecer en la sombra, pues, aunque él tomaba todas las decisiones respecto a la seguridad, éstas eran asumidas públicamente por el ministro de Gobierno. La probable razón que llevó a Odría a poner a Esparza Zañartu en el ministerio fue que nadie quería ocupar ya este cargo de fantoches. Dice la leyenda que cuando el general Odría lo llamó para confiarle la cartera, Esparza le repuso que aceptaba, por lealtad, pero que esta medida equivalía a un suicidio para el régimen. Así fue. Apenas Esparza Zañartu se convirtió en blanco visible, todas las armas de la oposición apuntaron contra él. El golpe de gracia fue un mitin de la Coalición Nacional, de Pedro Roselló, en Arequipa, que Esparza quiso frustrar enviando como contramanifestantes a matones contratados y policías de civil. Éstos fueron desbaratados por los arequipeños y la policía reprimió a los opositores, disparando, con un alto saldo de víctimas. Parecía repetirse el drama de 1950, durante las fraudulentas elecciones, en las que, ante un intento de rebelión callejera del pueblo arequipeño, Odría había llevado a cabo una matanza. Pero esta vez el régimen no se atrevió a sacar los tanques y soldados a la calle para que disparasen contra la multitud, como se dice que Esparza Zañartu quiso hacer. Arequipa declaró una huelga general que fue seguida por toda la ciudad. Al mismo tiempo, de acuerdo a la vieja costumbre que le había ganado el nombre de ciudad-caudillo (pues en ella nacieron la mayoría de las rebeliones y revoluciones republicanas), los arequipeños desempedraron las calles y armaron barricadas, donde miles de miles de hombres y mujeres de todos los sectores sociales esperaron vigilantes la respuesta del régimen a su pliego de reclamos: la renuncia de Esparza Zañartu, la abolición de la Ley de Seguridad Interior y la convocatoria a elecciones libres. Luego de tres días de tremenda tensión, el régimen sacrificó a Esparza Zañartu, quien, luego de renunciar, partió rápidamente al extranjero. Y aunque la dictadura nombró un gabinete militar, para todo el mundo, empezando por el propio Odría, fue evidente que los arequipeños -la tierra de Bustamante y Rivero- le habían asestado un golpe mortal.

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