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El filósofo Francisco Miró Quesada, que me visitaba de tanto en tanto o me escribía largas cartas para hacerme sugerencias políticas, fue durante una época dirigente de Acción Popular. Sus experiencias lo habían llevado a la conclusión de que era quimérico darle a un partido político en el Perú una estructura democrática. «De izquierda o de derecha, nuestros partidos se llenan de rufianes», suspiraba. El Movimiento Libertad no se llenó de rufianes, pues, afortunadamente, aquellas personas a las que sorprendimos haciendo picardías -con el dinero, siempre-, y debimos apartar, fueron apenas un puñado, en una masa que, poco antes de la primera vuelta, superaba los cien mil inscritos. Pero no llegó a ser la institución moderna, popular y democrática que imaginé. Desde un principio contrajo los vicios de los otros partidos: caudillismo, capillas, caciquismo. Había grupos que se apoderaban de los comités y se enquistaban en ellos, sin permitir la participación de nadie más. O los paralizaban pugnas internas por rivalidades nimias, lo que ahuyentaba a gente valiosa, que no quería perder su tiempo en intrigas de campanario.

Hubo departamentos, como Arequipa, en que el grupo organizador, mujeres y hombres jóvenes y cohesionados, llegó a crear una infraestructura eficiente, de la que saldrían libertarios como Óscar Urbiola, que resultaría luego un diputado de lujo. O como Ica, donde gracias al prestigio y decencia del agricultor Alfredo Elías, Libertad atrajo a gente valiosa. Y algo parecido sucedió en Piura, por el empeño idealista de José Tejero. Pero en otros, como La Libertad, el grupo inicial se resquebrajó en dos y luego tres facciones rivales que guerrearon entre sí a lo largo de dos años por dominar el Comité Departamental, lo que les impidió crecer. Y hubo algunos, como Puno, donde cometimos el error de confiar la organización a personas sin aptitud ni solvencia moral. No olvidaré la impresión que me hizo advertir, en una visita a las comunidades del altiplano, que nuestro secretario departamental puneño trataba a los campesinos con la prepotencia de los antiguos gamonales.

Que en algunos lugares Libertad contara con dirigentes tan poco aparentes tiene una explicación (no una justificación). De provincias nos llegaban adhesiones, grupos o personas que se ofrecían a echar los cimientos del Movimiento y, en nuestra impaciencia por cubrir todo el país, aceptábamos las ofertas sin cribarlas, acertando a veces y otras errando de manera garrafal. Eso hubiera debido corregirse con recorridos sistemáticos de los dirigentes por el interior para hacer aquel trabajo oscuro, misionero, muchas veces aburrido, del activista, indispensable para edificar una buena organización política. No lo hicimos en nuestro primer año de existencia, y a ello se debió que en muchos lugares el Movimiento Libertad naciera torcido. Después, resultó difícil enderezarlo. Advertí lo que iba a ocurrir pero no supe ponerle remedio. Mis exhortaciones en el Comité Ejecutivo y en la Comisión Política, para que los dirigentes salieran a provincias fueron poco efectivas. Viajaban conmigo, para los mítines, pero esas visitas veloces no servían a la organización. Las razones por las que se resistían no era tanto el terrorismo, como las infinitas penalidades que, debido al deterioro nacional, significaba cualquier viaje. Yo les decía a mis amigos que su vocación sedentaria tendría consecuencias lamentables. Y así fue. Con algunas excepciones, la organización del Movimiento Libertad en el interior resultó poco representativa. También en nuestros comités reinó y tronó esa figura inmortal: el cacique.

Conocí a muchos en esos tres años y, costeños, serranos o selváticos, parecían cortados por el mismo sastre. Eran, o habían sido, o irremediablemente serían senadores, diputados, alcaldes, prefectos, subprefectos. Su energía, habilidades, maquiavelismos e imaginación estaban concentrados en una sola meta: adquirir, retener o recuperar una partícula de poder por los medios lícitos o ilícitos a su alcance. Todos practicaban la filosofía moral que sintetiza este precepto: «Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error.» Todos tenían una pequeña corte o séquito de parientes, amigos y validos a los que presentaban como dirigentes populares -de los maestros, de los campesinos, de los trabajadores, de los técnicos-, e instalaban en los comités que presidían. Todos habían cambiado de ideología y de partido como de camisa, y todos habían sido o serían en algún momento apristas, populistas y comunistas (las tres principales fuerzas distribuidoras de prebendas en la historia del Perú). Estaban siempre allí, esperándome, en los caminos, en las estaciones, en los aeropuertos, con ramos de flores y bandas de música y bolsas de mistura, y los suyos eran los primeros brazos que me estrechaban al llegar a cualquier parte con el mismo amor con que habían abrazado al general Velasco, a Belaunde, a Barrantes, a Alan García, y siempre se las arreglaban para estar a mi lado en las tribunas, micrófono en mano, haciendo de presentadores y ofreciendo los mítines, y para salir conmigo en los periódicos y en la televisión. Eran siempre ellos los que, luego de las manifestaciones, intentaban cargarme en hombros -ridícula costumbre imitada de los toreros de la que me defendí, alguna vez, a puntapiés-, y los patrocinadores de los infalibles agasajos, ágapes, cenas, almuerzos, pachamancas, que aderezaban con floridos discursos. Eran las más de las veces abogados, pero también dueños de garajes o compañías de transporte, o ex policías o ex militares, y hasta juraría que tenían una apariencia semejante, con sus trajes entallados, sus bigotitos parlamentarios y su verba azucarada y tronitronante lista a verterse a chorros en cualquier ocasión.

Recuerdo a uno de ellos, emblema de la especie, en Tumbes. Calvito, risueño, diente de oro, cincuentón, se me presentó en la primera visita política que hice a aquel departamento, en diciembre de 1987. Bajó de un humeante automóvil, rodeado de media docena de personas, a las que me presentó así: «Los pioneros tumbesinos del Movimiento Libertad, señor doctor. Y yo el timonel, para servirle.» Averigüé después que había sido, antes, timonel del apra, y, luego, de Acción Popular, partido del que desertó para servir a la dictadura militar. Y después de pasar por nuestras filas se dio maña para ser dirigente de la Unión Cívica Independiente, de Francisco Díez Canseco, y por fin, de nuestro aliado, el sode, que lo propuso para una candidatura regional del Frente Democrático.

Lidiar con los caciques, tolerar a los caciques, servirme de los caciques, fue algo que nunca supe hacer. El disgusto que me producían, ellos, que representaban a nivel provinciano, todo lo que hubiera querido que no fuera la política en el Perú, sin duda me lo leían en la cara. Pero ello no impidió que en muchas provincias los comités del Movimiento Libertad cayeran en manos de caciques. ¿Cómo cambiar algo tan visceralmente incorporado a nuestra idiosincrasia?

La organización en Lima funcionó mejor. El primer secretario departamental, Víctor Guevara, apoyado por un equipo en el que brillaba un joven que acababa de terminar arquitectura, Pedro Guevara, hizo un intenso trabajo, reuniendo a los afiliados de cada barrio, constituyendo los primeros núcleos con la mejor gente y preparando las elecciones. Cuando Rafael Rey reemplazó a Víctor Guevara teníamos en la capital más de cincuenta mil afiliados distribuidos por todos los distritos. La implantación era mucho mayor en los barrios de ingresos alto y medio que en los populares, pero en los meses siguientes conseguimos penetrar también en éstos de modo significativo.

Guardo una imagen muy viva de nuestro primer intento en los pueblos jóvenes. Un grupo de vecinos de Huáscar, uno de los sectores más pobres de San Juan de Lurigancho, escribió a Miguel Cruchaga pidiendo informes sobre el Movimiento, y les propusimos organizar donde vivían una Jornada por la Libertad. Fuimos, un sábado de marzo de 1988. Cuando llegamos a la cocina popular, en el confín de un pedregal, no había nadie. Fueron apareciendo, de a pocos, medio centenar de personas: mujeres descalzas, niños de pecho, curiosos, un borrachito que vitoreaba al apra, perros que se metían entre las piernas de los expositores. Y allí estaban, también, María Prisca, Octavio Mendoza y Juvencio Rojas, que unas semanas después formarían el primer comité de Libertad en el Perú. Felipe Ortiz de Zevallos explicó cómo desburocratizando el Estado y simplificando el oneroso sistema legal existente, los comerciantes y artesanos informales podrían trabajar en la legalidad, la que sería un derecho accesible a todos, y el impulso que ello daría al bienestar popular. Habíamos llevado también a un próspero empresario, que comenzó de informal, al igual que muchos de los asistentes, a fin de que éstos, que conocían tanto de fracasos, vieran que también era posible el éxito.

Había ido con nosotros, a San Juan de Lurigancho, un grupo de mujeres que desde los días de la campaña contra la estatización trabajaba con entusiasmo indómito por Libertad. Habían hecho pintas y banderas, llevado y traído gente a las plazas, recogido firmas, y en esos días barrían pisos, fregaban paredes y clavaban puertas y ventanas para que la casa que acabábamos de alquilar en la avenida Javier Prado estuviera en condiciones para la inauguración, el 15 de marzo. Ese local, sede del Movimiento, funcionaría sobre todo gracias a mujeres como ellas, las voluntarias -Cecilia, María Rosa, Anita, Teche…-, que permanecían allí mañana, tarde y noche, registrando adhesiones, manejando la computadora, escribiendo cartas, atendiendo la secretaría, ocupándose de las compras, del aseo, de la complicada maquinaria que es un local político.

Seis de ellas, encabezadas por María Teresa Belaunde, decidieron, en esos días finales del verano de 1988, trabajar en los pueblos jóvenes y asentamientos humanos de la periferia de Lima. En ese inmenso cinturón urbano donde llegan los emigrados de los Andes -campesinos que huyen de la sequía, del hambre, del terror- puede leerse, por el material de las construcciones -ladrillos, maderas, latas y esteras-, como en capas geológicas, la antigüedad de las migraciones que son el mejor barómetro del centralismo y del fracaso económico nacional. Allí se encuentran los pobres y los miserables que suman dos tercios de la población de Lima. Y allí se viven los problemas más descarnados: la falta de viviendas, de agua y desagüe, de trabajo, de asistencia médica, de alimentación, de transporte, de educación, de orden público, de seguridad. Pero ese mundo, lleno de sufrimiento y violencia, arde también de energía, de ingenio y voluntad de superación: allí había nacido ese capitalismo popular, la economía informal, que, si tomaba conciencia política de lo que representaba, podía convertirse en el motor de una revolución liberal.

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