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Así nació Acción Solidaria, que presidió Patricia a lo largo de toda la campaña. Fueron al principio sólo seis mujeres y, dos años y medio más tarde, eran trescientas y, en todo el Perú, unas quinientas, pues el ejemplo de las libertarias de la capital se extendió a Arequipa, Trujillo, Cajamarca, Piura y otras ciudades. La suya no era una tarea de beneficencia sino una militancia política que traducía en hechos la filosofía según la cual había que dar a los pobres los medios para salir de la pobreza por sí mismos. Acción Solidaria ayudó a organizar talleres, negocios, empresas, dio cursos de capacitación artesanal y técnica, gestionó créditos para obras públicas elegidas por los vecinos y prestó asesoría administrativa y técnica mientras se ejecutaban. Gracias a su esfuerzo surgieron decenas de comercios, artesanías y pequeñas industrias en los distritos más necesitados de Lima, así como incontables clubs de madres y guarderías infantiles. Y se construyeron escuelas, postas médicas, se abrieron calles y avenidas, se instalaron pozos de agua y hasta se llevó a cabo una irrigación en la comunidad campesina de Jicamarca. Todo sin apoyo oficial alguno y, más bien, con la hostilidad desembozada de ese Estado convertido en sucursal del partido aprista.

Visitar los talleres de cocina, mecánica, costura, tejido, trabajo del cuero, las clases de alfabetización, de enfermería, comercio o planificación familiar, y las obras en construcción de Acción Solidaria, era para mí una emulsión de entusiasmo. Esas visitas me devolvían la seguridad de haber hecho bien metiéndome en política.

Hablo de las mujeres de Acción Solidaria, porque fueron mujeres en su mayoría las que animaron esa rama del Movimiento, pero muchos hombres colaboraron con ellas, como el doctor José Draxl, quien coordinó los cursillos de salud, el ingeniero Carlos Hará, responsable de las obras de desarrollo comunal, y el infatigable Pedro Guevara, quien asumió el trabajo en las zonas más deprimidas como un apostolado religioso. A muchas libertarias, Acción Solidaria les cambió la vida. Porque pocas habían tenido, antes de inscribirse en el Movimiento, la vocación y la práctica de servicio social de la principal dirigente, María Teresa Belaunde. En su gran mayoría eran amas de casa, de familias de medianos o altos ingresos, que hasta entonces habían vivido una existencia más bien vacía, e incluso frívola, ciegas y sordas ante el volcán en ebullición que es el Perú de la miseria. Codearse diariamente con quienes vivían en la ignorancia, la enfermedad, el desempleo y sometidos a múltiples violencias, asumir un compromiso que era tanto ético como social, les abrió los ojos sobre el drama peruano e hizo nacer en muchas de ellas la resolución de actuar. Incluyo entre ellas a mi propia mujer. Yo vi a Patricia transformarse, trabajando en Acción Solidaria y en lo que sería su mejor fruto, el pas (Programa de Apoyo Social), ambicioso proyecto para contrapesar los efectos del saneamiento de la economía en los sectores más pobres. Pese a odiar tanto la política, Patricia llegó a apasionarse con ese quehacer en los pueblos jóvenes, en los que pasó muchas horas de esos tres años, preparándose para ayudarme en la tarea de gobernar nuestro país.

Las mujeres de Acción Solidaria no tenían vocación política, pero yo esperaba que algunas asumieran más tarde responsabilidades públicas. Descubrir la rapidez con que llegaron a compenetrarse con la problemática de la marginalidad y a convertirse en promotoras sociales -sin ellas el Movimiento jamás hubiera echado raíces en los pueblos jóvenes-, era un contraste saludable con los tráficos de los caciques o las intrigas en el Frente. Cuando, a comienzos de 1990, elaboramos las listas parlamentarias, utilizando la facultad que me habían dado en el primer congreso de Libertad, intenté convencer a dos de las más dedicadas animadoras de Acción Solidaria, Diana de Belmont y Nany de Balarín, que fueran nuestras candidatas a una diputación por Lima. Pero ambas se negaron a cambiar por un escaño en el Congreso su trabajo en el Cono Sur.

Desde los días de la plaza San Martín había surgido el asunto del dinero. Organizar mítines, abrir locales, hacer giras, montar una infraestructura nacional y mantener una campaña de tres años cuesta mucho dinero. Tradicionalmente, en el Perú, las campañas electorales sirven también para que, a su sombra, parte del dinero reunido termine en los bolsillos de los pícaros, que abundan en todos los partidos, y, en muchos casos, los frecuentan con ese fin. No hay leyes que regulen la financiación de los partidos ni de las campañas y, cuando las hay, son letra muerta. En el Perú esas leyes no existen. Individuos y empresas dan dinero, discretamente, a los candidatos -no es raro que a varios a la vez, según su cota en las encuestas- como una inversión a futuro, para asegurarse las prebendas del mercantilismo: permisos de importación, exoneraciones, concesiones, monopolios, comisiones, todo ese entramado discriminatorio con que funciona una economía intervenida. El empresario o industrial que no colabora sabe que el día de mañana estará en desventaja con sus competidores.

Todo esto, como los negociados al amparo del poder por quienes ocupan la presidencia, los ministerios y cargos importantes en la administración, es algo tan generalizado que la opinión pública ha llegado a resignarse a ello como a algo fatídico: ¿tiene sentido protestar contra el movimiento de los astros o la ley de la gravedad? Corrupción, tráficos, aprovechar un puesto público para enriquecerse, es congénito a la política peruana desde tiempo inmemorial. Y durante el gobierno de Alan García esto batió todas las marcas.

Yo me había prometido acabar con ese epifenómeno del subdesarrollo peruano. Porque sin la moralización del poder la democracia no sobreviviría en el Perú o seguiría siendo una caricatura. Y por una razón más personal: los pillos y la pillería asociada a la política me dan náuseas. Es una debilidad humana con la que no soy tolerante. Robar desde el gobierno en un país pobre, donde la democracia está en pañales, siempre me ha parecido un agravante del delito. Nada desprestigia y trabaja tanto por el desplome de la democracia como la corrupción. Algo en mí se subleva desmedidamente frente a esa utilización delictuosa del poder obtenido con los votos de gente ingenua y esperanzada, para enriquecerse y enriquecer a los compinches. También por eso mi oposición a Alan García fue tan dura: porque con él en el poder la pillería se generalizó en el Perú a extremos de vértigo.

Este asunto me despertaba a veces en las noches, angustiado. ¿Cómo impedir, si era presidente, que también en mi gobierno los ladrones hicieran de las suyas? Lo conversé con Patricia, con Miguel Cruchaga y otros amigos de Libertad innumerables veces. Acabar con el intervencionismo estatal en la economía reduciría los chanchullos, desde luego. Ya no serían ministros o directores de ministerios los que decidirían, con decretos, el éxito o el fracaso de los empresarios, sino los consumidores. Ya no serían los funcionarios quienes fijarían el valor de las divisas, sino el mercado. Ya no habría cuotas para importar y exportar. La privatización recortaría a funcionarios y gobernantes las posibilidades de pillar y malversar. Pero hasta que existiera una genuina economía de mercado las ocasiones para el negociado serían múltiples. Y, aun después, el poder siempre daría a sus detentadores ocasión de vender algo y aprovechar en beneficio propio la información privilegiada de quien gobierna. Un Poder Judicial eficiente e incorruptible es el mejor freno contra esos excesos. Pero nuestra justicia estaba también roída por la venalidad, sobre todo en esos últimos años en que el sueldo de los jueces se había reducido a una miseria. Y el presidente García, en previsión de lo que podía depararle el futuro, había infiltrado el Poder Judicial de gentes adictas. Había que prepararse en este campo a una guerra sin cuartel. Pero ganarla sería más difícil, porque el enemigo estaba, también, agazapado entre los partidarios.

Decidí no saber quiénes hacían donaciones y cotizaban para Libertad y el Frente Democrático ni a cuánto ascendían las sumas donadas, para no tener más tarde, si era presidente, que sentirme inconscientemente predispuesto en favor de los donantes. Y establecí que sólo una persona estaría autorizada a recibir la ayuda económica: Felipe Thorndike Beltrán. Pipo Thorndike, ingeniero petrolero, empresario y agricultor, había sido una de las víctimas de la dictadura del general Velasco, la que le había expropiado sus bienes. Debió expatriarse. En el extranjero rehízo sus negocios y su fortuna y en 1980, con una terquedad tan grande como el amor a su tierra, volvió al Perú con su dinero y su voluntad de trabajar. Yo tenía confianza en su honradez, que sabía tan grande como su generosidad -él fue otro de los que, desde los días de la plaza San Martín, se dedicó a trabajar a tiempo completo a mi lado-, y por eso le confié tan absorbente e ingrata tarea. Y constituí un comité de personas de probidad indiscutible para que supervigilara los gastos de la campaña: Miguel Cruchaga, Luis Miró Quesada, Fernando de Szyszlo y Miguel Vega Alvear, a los que asistió, algunas veces, la secretaria de administración Rocío Cillóniz. [12] Prohibí a todos ellos que me dieran información alguna sobre lo que se recibía y se gastaba y les fijé, únicamente, esta regla: no aceptar dinero de gobiernos extranjeros ni de compañías (los donativos debían hacerse a título personal). Esta disposición se cumplió al pie de la letra. Muy rara vez fui consultado o informado sobre este tema. (Una excepción fue aquel día en que Pipo no pudo dejar de contarme que el jefe de Plan de Gobierno del Frente, Luis Bustamante Belaunde, le había transferido los cuarenta mil dólares que unos empresarios le hicieron llegar para ayudarlo en su campaña de candidato a una senaduría.) Las pocas veces que, en una entrevista, alguien me mencionó la posibilidad de una ayuda, lo interrumpí explicándole que los circuitos financieros de Libertad y del Frente no pasaban por mi casa.

Entre la primera y la segunda vuelta, una de las tretas que urdió el gobierno para desprestigiarnos consistió en hacer designar, por la mayoría del Congreso, una comisión que citara a los candidatos a fin de que revelaran a cuánto ascendían sus gastos de campaña y sus fuentes de financiamiento. Recuerdo las miradas escépticas de los senadores de aquella comisión cuando les expliqué que no podía decirles cuánto llevábamos gastado en la campaña porque no lo sabía y las razones por las que no había querido saberlo. Terminada la segunda vuelta y pese a no existir ley que nos obligara a ello, a través de Felipe Thorndike y del jefe de campaña del Frente, Freddy Cooper, informamos a aquella comisión de nuestros gastos. Y así me enteré yo también de que habíamos recibido y gastado en esos tres años el equivalente de unos cuatro millones y medio de dólares (tres cuartas partes de ellos en avisos televisivos). La cifra, modesta para otras campañas latinoamericanas -si se piensa en Venezuela o Brasil-, es desde luego elevada para el Perú. Pero ella está lejos de las sumas astronómicas que, según los adversarios, dilapidábamos. (Un diputado de Izquierda Unida que pasaba por honesto, Agustín Haya de la Torre, afirmó un día en La República, sin que le temblara un pelo del bigote: «El Frente lleva ya gastados más de cuarenta millones de dólares.»)

[12] A diferencia de los cuatro primeros, cuya lealtad no tengo cómo agradecer, apenas perdimos las elecciones esta última se apresuró a sacar un lujoso pasquín, cuya meta, en el corto tiempo que la desafección de los lectores le permitió vivir, fue servir de tribuna a los renegados del Movimiento Libertad.


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