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Menciono a Magda -no sé si era su nombre- por esta anécdota, y porque creo que me enamoré de ella, aunque entonces, sin duda, no se lo habría confesado a ninguno de mis amigos de bohemia, pues ¿qué hombre en sus cabales se enamoraba de una puta? Aquel día de la clínica fue la última vez que la vi. Los acontecimientos se precipitaron bruscamente. Pocos días después de darme de alta en la Maison de Santé debí viajar a Piura y la noche que fui a buscarla, a aquella casa de la avenida Colonial, ella no había ido a trabajar. Y un año más tarde, cuando volví a Lima, y fui a curiosear a ver si la encontraba, la casa ya no era burdel y (como yo) se había vuelto respetable.

Al mes o mes y medio de estar trabajando en La Crónica, tuve una conversación con mi padre sobre mi porvenir. Para variar, una vez más nos habíamos mudado, del departamento de la calle Porta a una casita de Juan Fanning, también en Miraflores. Como yo regresaba muy tarde del trabajo -al amanecer, en verdad-, mi padre me había dado llave de la casa. Conversamos en el comedor, con la solemnidad melodramática que a él le gustaba. Como siempre en su presencia, yo me sentía incómodo y desconfiado, y, un poco balbuceante, le dije que el periodismo era mi verdadera vocación. Me dedicaría a él luego de terminar el colegio. Pero, ya que estaba trabajando en La Crónica, ¿por qué no conservaba mi puesto mientras hacía el quinto de media? En vez de cursarlo en el Leoncio Prado, podría matricularme en algún colegio nacional, como el Guadalupe o el Melitón Carbajal, y trabajar y estudiar al mismo tiempo. Luego, entraría a la Universidad de San Marcos, y seguiría los cursos sin renunciar a La Crónica. Así, iría practicando mi profesión al mismo tiempo que estudiaba.

Me dejó llegar hasta el final y asintió: era una buena idea. A quien no le hizo gracia el proyecto fue a mi madre. Ese trabajo que me tenía todas las noches fuera de la casa le ponía los pelos de punta y la hacía sospechar lo peor (es decir, la verdad). Yo sabía que muchas noches ella se quedaba despierta, esperando mi llegada, pues alguno de esos amaneceres la sentí, entre sueños, levantándose en puntas de pie para venir a doblar y colgar el terno que yo arrojaba de cualquier modo por el cuarto. (Después de la que ha sentido por mi padre, las otras pasiones de mi madre han sido la limpieza y el orden. La primera de éstas se la he heredado: la suciedad me es intolerable; en cuanto al orden, nunca ha sido mi fuerte, salvo en lo que concierne a escribir.) Pero, aunque le asustaba la idea de que yo siguiera trasnochando en La Crónica mientras hacía el último año de colegio, no se atrevió a contradecir la decisión paterna, algo que, por lo demás, tampoco hubiera servido de gran cosa.

Así, pues, cuando ocurrió el accidente de trabajo en la carretera al Norte

– a mediados de marzo-, yo ya había sacado mis certificados de estudios, anunciado al Leoncio Prado que no volvería, y hecho vagas averiguaciones en dos o tres colegios nacionales para matricularme en el quinto año. En todos ellos me pusieron en lista de espera, y confiado en que alguno me aceptaría, me despreocupé del asunto. Pensaba que en el último momento alguna recomendación me abriría las puertas del Guadalupe, del Melitón Carbajal o de cualquier otro colegio nacional (debía ser un colegio público porque eran gratuitos y porque los imaginaba más flexibles con mi trabajo periodístico).

Pero todos estos proyectos se desmoronaron, sin que yo lo supiera, mientras los médicos de la Maison de Santé me curaban las contusiones de la volcadura. Además de mi madre, también mis tíos y mis tías vivían alarmados con mis andanzas nocturnas. De aquí y de allá se enteraban de que me habían visto en bares o boîtes y una noche, para remate, me di de bruces con el más alegre y jaranista de los tíos, Jorge, en el Negro-Negro. Yo estaba sentado en una mesa con Carlitos Ney, Norwin Sánchez y el dibujante Paco Cisneros, y había también allí otros dos o tres tipos a quienes apenas conocía. Pero el tío Jorge los conocía muy bien, y en una conversación aparte, me dijo que eran unos forajidos, borrachos y pichicateros y que qué podía hacer yo, un mocoso, en semejante compañía. Mis explicaciones, en vez de tranquilizarlo, lo inquietaron más.

Hubo consejo de familia y los tíos y las tías decidieron que yo estaba en franco camino a la perdición y que había que hacer algo. Lo que decidieron fue temerario: hablar con mi padre. No lo veían nunca y sabían que él los detestaba. Consideraban que el matrimonio de mi madre había sido una desgracia, pero, por ella, habían hecho el esfuerzo de abrirle a mi padre sus casas y tratarlo, cuando se lo encontraban, con cordialidad. Él, sin embargo, no daba su brazo a torcer ni disimulaba sus sentimientos. No los visitaba jamás. Iba a dejar a mi madre a casa de la tía Lala, o de la tía Gaby, o donde los abuelos, pero no se bajaba del auto a saludarlos, ni tampoco en las noches, cuando volvía a recogerla. La decisión de hablar con él fue un trago amargo que tomaron por lo que creyeron una causa mayor.

El tío Pedro, el tío Juan y el tío Jorge fueron a su oficina. Nunca supe cómo transcurrió la conversación. Pero imagino lo que le dijeron. Que, si seguía en ese trabajo, jamás terminaría el colegio ni estudiaría una carrera. Y que, para tener algún futuro, debía dejar ese oficio noctámbulo en el acto.

Pocos días después de salir de la Maison de Santé y reincorporarme a mi trabajo, una tarde, al entrar a La Crónica, el señor Aguirre Morales me comentó con amabilidad: «Qué lástima que nos deje usted, mi buen amigo. Lo vamos a extrañar; ya lo sentíamos de la familia.» Así me enteré de que mi padre me acababa de renunciar.

Fui a su oficina y me bastó verle la cara -la de los grandes trances: algo lívida, con los labios resecos y entreabiertos, y los ojos muy fijos, con la lucecita amarilla en el fondo de la pupila- para saber lo que se venía. Sin informarme de la visita de mis tíos, comenzó a amonestarme con dureza, diciéndome que, en vez de entrar a La Crónica a trabajar como alguien responsable, había entrado a enviciarme y a degenerarme. Bramaba de ira y yo estaba seguro de que pasaría a los golpes. Pero no me pegó. Se limitó a darme un plazo de pocos días para que le enseñara la matrícula del colegio en el que iba a hacer el quinto de media. Y, por supuesto, que no se me ocurriera alegar que no había vacante para mí en algún colegio nacional.

Así, de la noche a la mañana, pasé de frecuentador de cantinas y antros, a desamparado escolar en busca de aulas donde terminar el colegio. Había perdido demasiado tiempo. Eran los últimos días de marzo y en ninguno de los planteles que recorrí quedaba sitio. Y entonces tuve una de las ideas más acertadas de mi vida. Fui a la central telefónica y llamé al tío Lucho, a Piura. Le conté lo que pasaba. El tío Lucho, que, desde que yo tenía uso de razón, solucionaba los problemas de la familia, resolvió también éste. Conocía al director del colegio nacional San Miguel de Piura, próximo a su casa, e iría a hablarle de inmediato. Dos horas después, me llamó él a la central para decirme que ya me había matriculado, que las clases comenzaban tal día, que la tía Olga estaba feliz de que viviera con ellos. ¿Necesitaba plata para el pasaje?

Me presenté donde mi padre tragando saliva, convencido de que me echaría sapos y culebras y desautorizaría el viaje. Pero, por el contrario, le pareció muy bien, y hasta se permitió decirme algo que me abrió el apetito: «Ya te veo haciendo periodismo en Piura al mismo tiempo que estudias. A mí no me metes el dedo a la boca.»

¿Por qué no, pues? ¿Por qué no trabajar en algún periódico piurano a la vez que hacía el quinto de media? Pregunté a los amigos de La Crónica y el amable Alfonso Delboy, el cabecero, que conocía al dueño de La Industria, me dio una recomendación para él. Y otra Aguirre Morales.

La despedida fue también la celebración de mi cumpleaños, el 28 de marzo de 1952, tomando cerveza con Carlitos Ney, Milton von Hesse y Norwin Sánchez Geny, en un chifa de la calle Capón, el barrio chino de Lima. Fue una despedida lúgubre, porque eran amigos que llegué a apreciar y porque tal vez intuía que no volvería a compartir con ellos esas afiebradas experiencias con las que puse final a mi infancia. Así fue. Al año siguiente, al regresar a Lima, no volví a frecuentarlos ni a ellos ni a esos ambientes, que mi memoria conservaría, sin embargo, con agridulce sabor, y que traté de recrear mucho después, con fantaseosos retoques, en Conversación en La Catedral.

Con mi último sueldo de La Crónica me compré un pasaje a Piura en la compañía de ómnibus Cruz de Chalpón. Y mi mamá, llena de lágrimas, me hizo la maleta, en la que metí todos los libros que tenía y el manuscrito de la obrita de teatro.

Pasé las veinticuatro horas del viaje, por los interminables desiertos de la costa norte, en un ómnibus zangoloteante, presa de sentimientos encontrados: tristón por haber dejado ese trabajo aventurero y algo literario de La Crónica y los buenos amigos que me deparó, pero contento con la perspectiva de volver a ver al tío Lucho y curioso y excitado imaginando lo que sería esta segunda residencia en la remota Piura.

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