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Pese a la competencia feroz que enfrentaba a nuestros diarios en su lucha por el reinado sensacionalista, llegué a ser muy buen amigo del jefe de la página policial de Última Hora: Norwin Sánchez Geny. Era nicaragüense y había venido a estudiar abogacía en la Universidad Católica de Lima. Empezó a hacer periodismo en sus horas libres y así descubrió su vocación. Y también su talento, si se puede llamar talento eso que tenían él y Becerrita (y que otros periodistas peruanos desarrollarían luego a extremos delincuenciales). Norwin era joven, flaquito, bohemio empedernido, generoso, incansable putañero y bebedor de cerveza. A la tercera o cuarta copa empezaba a recitar el primer capítulo del Quijote, que se sabía de memoria. Los ojos se le llenaban de lágrimas: «¡Qué prosa grande, coño!» Con frecuencia, Carlos, Milton y yo pasábamos a buscarlo a la redacción de Última Hora, en los altos de La Prensa, en el jirón de La Unión, o él nos recogía en la calle Pando, y nos íbamos a tomar unas cervezas o, los días de paga, a algún burdel. (El simpático Norwin regresó algunos años después a Nicaragua, donde se volvió un hombre formal, según me contó en una carta que recibí en 1969, inesperadamente, mientras daba unas conferencias en la Universidad de Puerto Rico. Abandonó el periodismo, estudió economía, se graduó y se hizo funcionario. Pero poco después tuvo un final de esos que explotaba Última Hora: murió asesinado, en una cantina de Managua, en el curso de una riña.) Los lugares que más frecuentábamos eran unos barcitos de chinos, en La Colmena y alrededores, viejísimos, humosos y hediondos locales atestados, que permanecían abiertos toda la noche, en algunos de los cuales las mesas estaban aisladas entre sí por biombos o delgados tabiques de madera -como en los chifas- acribillados de inscripciones a lápiz o navaja y quemaduras de puchos. Todos tenían unos techos tiznados y legañosos, pisos de baldosas rojizas a los que los mozos, serranitos que apenas chapurreaban español, echaban baldazos de aserrín para barrer más fácilmente los vómitos y escupitajos de los borrachos. En la macilenta luz se veía la ruin humanidad de los noctámbulos del centro de Lima: borrachines inveterados, maricas mesocráticos a la caza de lances, cafiches, rufiancillos de medio pelo, oficinistas rematando una despedida de soltero. Conversábamos, fumábamos, ellos contaban sus aventuras periodísticas, y yo los escuchaba, sintiéndome muy por encima de mis dieciséis años todavía por cumplir, todo un bohemio, todo un periodista. Y secretamente pensaba que estaba viviendo la misma vida que había llevado, aquí, al llegar a la capital desde su provincia trujillana, el gran César Vallejo, a quien empecé a leer por primera vez -seguramente por consejo de Carlos Ney- ese verano. ¿No se había pasado él las noches en los bares y lupanares de la Lima bohemia? ¿No lo testimoniaban sus poemas, sus cuentos? Éste era, pues, el camino de la literatura y de la genialidad.

Carlos Ney Barrionuevo fue mi director literario en esos meses. Era cinco o seis años mayor que yo y había leído mucho, sobre todo literatura moderna, y publicado poemas en el suplemento cultural de La Crónica. A veces, en la alta noche, cuando las cervezas le quitaban la timidez -la nariz ya colorada y los ojos verdosos rutilando de fiebre-, sacaba de su bolsillo un poema garabateado en una cuartilla del diario y nos lo leía. Escribía poemas difíciles de entender, de extrañas palabras, que yo escuchaba intrigado, pues me revelaban un mundo totalmente inédito, el de la poesía moderna. Él me descubrió la existencia de Martín Adán, muchos de cuyos sonetos de Poesía de extramares recitaba de memoria y cuya figura bohemia -entre el manicomio y las tabernas- Carlos iba a espiar, con unción religiosa, al bar Cordano, contiguo al Palacio de Gobierno, cuartel general del poeta Martín Adán los días que salía a la calle de la clínica psiquiátrica en la que había decidido vivir.

Mi educación literaria debe a Carlitos Ney más que a todos mis profesores de colegio y que a la mayoría de los que tuve en la universidad. Gracias a él conocí algunos de los libros y autores que marcarían con fuego mi juventud -como el Malraux de La condición humana y La esperanza, los novelistas norteamericanos de la generación perdida, y sobre todo, Sartre, de quien, una tarde, me regaló los cuentos de El muro, en la edición de Losada prologada por Guillermo de Torre. A partir de este libro iniciaría una relación con la obra y el pensamiento de Sartre que tendría un efecto decisivo en mi vocación. Y estoy seguro de que Carlitos Ney me habló, también, por primera vez, de la poesía de Eguren, del surrealismo y de Joyce, de quien debió hacerme comprar ese Ulises, en la atroz traducción publicada por Santiago Rueda, que, dicho sea de paso, apenas pude leer, saltándome las páginas y sin entender gran cosa de lo que leía.

Pero, más aún que aquello que me hizo leer, debo a mi amigo Carlos Ney, en esas noches de bohemia, haberme hecho saber todo lo que yo desconocía sobre libros y autores que andaban por ahí, en el vasto mundo, sin que yo hubiera oído siquiera decir que existían y haberme hecho intuir la complejidad y riqueza de que estaba hecha esa literatura que para mí, hasta entonces, eran apenas las ficciones de aventuras y algunos cuantos poetas clásicos o modernistas.

Hablar de libros, de autores, de poesía, con Carlitos Ney, en los cuchitriles inmundos del centro de Lima, o en los bulliciosos y promiscuos burdeles, era exaltante. Porque Carlos era sensible e inteligente y tenía un amor desmesurado a la literatura, la que, por cierto, debía representar para él algo más profundo y central que ese periodismo al que consagraría toda su vida. Siempre creí que, en algún momento, Carlitos Ney publicaría un libro de poemas que revelaría al mundo ese talento enorme que parecía ocultar y del que, en lo más avanzado de la noche, cuando el alcohol y el desvelo habían evaporado en él toda timidez y sentido autocrítico, nos dejaba entrever unas briznas. Que no lo haya hecho, y su vida haya transcurrido, más bien, sospecho, entre las frustrantes oficinas de redacción de los periódicos limeños y las «noches de inquerida bohemia», no es algo que me sorprenda, ahora. Pues la verdad es que, como a Carlitos Ney, he visto a otros amigos de juventud, que parecían llamados a ser los príncipes de nuestra república de las letras, irse inhibiendo y marchitando, por esa falta de convicción, ese pesimismo prematuro y esencial que es la enfermedad por excelencia, en el Perú, de los mejores, una curiosa manera, se diría, que tienen los que más valen de defenderse de la mediocridad, las imposturas y las frustraciones que ofrece la vida intelectual y artística en un medio tan pobre.

Cuando teníamos algún dinero, en vez de ir a los chinos de La Colmena, íbamos a un sitio de bohemia chic: el Negro-Negro. En ese sótano de los portales de la plaza San Martín yo me sentía en el soñado París, en una de esas caves en las que cantaba, allá, Juliette Gréco, escuchada por los escritores existencialistas. El Negro-Negro era una boîte con empaque intelectual; en ella se daban funciones de teatro y recitales y se oía música francesa. Al amanecer, en sus mesitas diminutas y entre sus paredes con carátulas de The New Yorker, se concentraba una fauna exquisita y estrafalaria: pintores como Sérvulo Gutiérrez, que había sido boxeador y que, allí, contaban, una noche había desafiado a un militar a trompearse encerrados en un taxi; actores, actrices o músicos que salían de sus funciones, o, simplemente, bohemios y noctámbulos de corbata y saco. Fue allí, una noche de muchas cervezas, en que un arequipeño, llamado Velando, me hizo probar la «pichicata», asegurándome que, si aspiraba esos polvitos blancos, se me desaparecerían de golpe y porrazo los vapores del alcohol y me quedaría fresco y dispuesto para el resto de la noche. En verdad, la «pichicata», por exceso de dosis, o por alergia constitutiva, me produjo una sobreexcitación nerviosa, un desasosiego y malestar peores que los muñecos de la borrachera y me quitó las ganas de repetir esa experiencia con drogas. (Ese jalón de cocaína tendría una melodramática resurrección, cuarenta años más tarde, durante la campaña electoral de 1990.)

En aquel verano, y debido al trabajo de La Crónica, vi por primera vez un cadáver. La imagen ha quedado en mi memoria, que me la devuelve de cuando en cuando para apenarme o deprimirme. Una tarde, al llegar al diario, Becerrita me despachó a El Porvenir en busca de una primicia que acababa de comunicarle un datero. El hotel San Pablo era un albergue miserable, prostibulario, en una transversal de la avenida 28 de Julio, un barrio entonces malafamado, de prostitución, rapiña y sangre. Los policías me dejaron pasar con el fotógrafo y al cabo de unos pasillos oscuros, con cuartitos simétricos, me di de pronto con el cadáver desnudo y acuchillado de una cholita muy joven. Mientras la fotografiaba desde distintos ángulos, el gran Ego Aguirre iba haciendo bromas con los pips. La atmósfera chorreaba sordidez y grotesco, por encima de la subterránea crueldad. Durante varios días llené páginas enteras de La Crónica con el misterioso asesinato de la «mariposa nocturna» del hotel San Pablo, escarbando su vida, rastreando sus amistades y parientes, yendo y viniendo en busca de datos sobre ella por bares, lupanares y miserables callejones, y escribiendo luego esos tremebundos reportajes que eran el plato fuerte de La Crónica.

Al volver a la sección de locales, me quedó cierta nostalgia de aquel submundo que el trabajo a órdenes de Becerrita me hizo entrever. Pero no tuve tiempo de aburrirme. El jefe de redacción me puso a perseguir y entrevistar a los ganadores de la «polla» y el «pollón». La primera o la segunda semana de esta cacería, nos hicieron saber que el ganador de los varios millones estaba en Trujillo. Me montaron en una camioneta del diario y con un fotógrafo partimos tras sus huellas. En el kilómetro 70 o 71 de la carretera, un camión que venía en dirección contraria obligó a nuestro chofer a salirse de la pista. Dimos una o dos vueltas de campana sobre el arenal y yo salí despedido, rompiendo el vidrio con mi cuerpo. Cuando recuperé el sentido, una camioneta roja, de un conductor compasivo, me llevaba de regreso a Lima. A mí y al fotógrafo, que tenía también heridas leves, nos internaron en la Maison de Santé y La Crónica publicó un pequeño recuadro con la noticia del accidente, presentándonos como héroes de guerra.

Un momento de alta peligrosidad se produjo, uno de esos días que estuve en la Maison de Santé, cuando compareció de pronto, en la habitación que compartía con el fotógrafo, una mariposa nocturna de la avenida Colonial, llamada Magda, con la que yo vivía un romance desde días atrás. Era joven, de carita agraciada, cabellos retintos y cerquillo, y una noche, en aquel burdel, había accedido a fiarme sus servicios (la plata me alcanzó apenas para el cuarto). Nos vimos después, de día, en un Cream Rica que estaba junto a La Cabaña, en el Parque de la Exposición, y fuimos al cine, cogiéndonos de la mano y besándonos en la oscuridad. La había visto dos o tres veces más, donde trabajaba o en la calle, antes de aquella súbita aparición que hizo en mi cuarto de la clínica. Estaba sentada en la cama, a mi lado, cuando divisé a mi padre, por la ventanilla, acercándose, y mi cara debió mostrar tal espanto que ella, al instante, comprendió que algo grave podía sobrevenir, y rápidamente se incorporó y salió del cuarto, cruzándose con mi progenitor en el umbral. Éste debió pensar que la maquillada damita era una visita del fotógrafo, porque no me preguntó nada sobre ella. A pesar del trabajo y las canas al aire de aquel verano de hombre grande, frente a la figura paterna seguía siendo un niño.

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