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Anticipé en el acto lo que ocurriría. La tía Olga despacharía a su hermana a Bolivia e informarían a mis padres, para que me recordaran que era aún menor de edad. (La mayoría se alcanzaba entonces a los veintiún años.) Esa misma noche fui a buscar a Julia, con el pretexto del cine, y le pedí que se casara conmigo.

Nos habíamos quedado paseando por los malecones de Miraflores, entre la Quebrada de Armendáriz y el Parque Salazar, a esa hora siempre desiertos. Al fondo del acantilado roncaba el mar y nosotros caminábamos muy despacio, en la noche húmeda, tomados de la mano, deteniéndonos a cada paso para besarnos. Julia me dijo primero todo lo esperable: que era una locura, que yo era un mocoso y ella una mujer hecha y derecha, que yo no había terminado la universidad ni empezado a vivir, que no tenía siquiera un trabajo serio ni donde caerme muerto y que, en esas circunstancias, casarse conmigo era un disparate que ninguna mujer que tuviera un dedo de frente cometería. Pero que me quería y que si yo era tan loco, ella lo era también. Y que nos casáramos al tiro para que no nos separaran.

Quedamos en vernos lo menos posible, mientras yo preparaba la fuga. Me puse manos a la obra desde la mañana siguiente, sin dudar un instante de aquello que iba a hacer, y sin ponerme tampoco a reflexionar en lo que haríamos una vez que tuviéramos el certificado de matrimonio en la mano. Fui a despertar a Javier, que vivía ahora a pocas cuadras de mi casa, en una pensión en la esquina de Porta y 28 de Julio. Le comuniqué las nuevas y él, luego de la pregunta de rigor -¿no era eso un disparate monumental?-, me preguntó en qué podía ayudarme. Había que conseguir un alcalde, en un pueblo no muy alejado de Lima, que aceptara casarnos pese a no tener yo la mayoría de edad. ¿Dónde? ¿Quién? Me acordé entonces de mi compañero de universidad y de militancia democristiana, Guillermo Carrillo Marchand. Era de Chincha y pasaba todos los fines de semana allá, con su familia. Fui a hablar con él y me aseguró que no habría problemas, pues el alcalde chinchano era su amigo; pero prefería hacer la averiguación antes, para ir sobre seguro. A los pocos días viajó a Chincha y volvió muy optimista. Nos casaría el propio alcalde, a quien la idea de esa fuga le encantaba. Guillermo me trajo la lista de papeles que se requerían: certificados, fotos, solicitudes en papel sellado. Como la partida de nacimiento me la guardaba mi mamá y era imprudente pedírsela, recurrí a mi amiga Rosita Corpancho, de San Marcos, quien me permitió sacar la partida de mi expediente universitario para fotocopiarla y legalizarla. Julia andaba con sus documentos en la cartera.

Fueron unos días febriles, de trajines interminables y charlas excitantes, con Javier, con Guillermo y con mi prima Nancy, a quien convertí también en cómplice, para que me ayudara a encontrar un cuartito amueblado, o una pensión. Cuando le di la noticia, la prima Nancy abrió los ojos como platos y comenzó a balbucear algo pero yo le tapé la boca y le dije que había que ponerse a trabajar de inmediato para que el plan no fallara, y ella, que me quería mucho, se lanzó a buscarnos un lugar donde vivir. A los dos o tres días me anunció que una señora piurana, compañera suya en un programa de asistencia social, tenía una quinta de departamentos pequeñitos, cerca de la Diagonal, y que se le desocuparía uno a fin de mes. Costaba seiscientos soles, un poquitín más de mi sueldo donde Porras Barrenechea. Ya sólo tenía que preocuparme de que tuviéramos con qué comer.

Partimos a Chincha en un auto colectivo, un sábado por la mañana, Julia, Javier y yo. Guillermo nos esperaba allí desde la víspera. Había sacado todos mis ahorros del banco y Javier me había prestado los suyos, con lo que debía alcanzarme para las veinticuatro horas que, calculábamos, duraría la aventura. Deberíamos haber llegado directamente a la alcaldía, pasar la noche en Chincha, en el hotel Sudamericano, vecino a la plaza, y regresar a Lima al día siguiente. Un amigo sanmarquino, llamado Carcelén, había quedado encargado de llamar ese sábado por la tarde al tío Lucho, con el escueto mensaje: «Mario y Julia se han casado.»

En Chincha, Guillermo nos dijo que el asunto se había atrasado, por un imprevisto: el alcalde tenía un almuerzo, y como se había empeñado en casarnos él mismo, era preciso esperar unas cuantas horas. Pero que fuéramos al almuerzo, aquél nos invitaba. Fuimos. La fondita miraba alas altas palmeras de la soleada plaza de Chincha. Había unas diez o doce personas, todos hombres, y ya llevaban un buen rato bebiendo cervezas, pues andaban achipados y algunos borrachos, incluido el joven y simpático alcalde, que empezó brindando por los novios y al poco rato pasó a piropear a Julia. Yo estaba furioso y dispuesto a darle un cabezazo, pero me contenían razones prácticas.

Cuando el maldito almuerzo terminó, y pudimos, con Javier y Guillermo, llevar al alcalde, totalmente ebrio, a la alcaldía, surgió una nueva complicación. El jefe del registro o teniente alcalde, que había estado preparando el matrimonio, dijo que si yo no presentaba un permiso notarial de mis padres autorizando la boda, no podía casarme, pues era menor de edad. Le rogamos y lo amenazamos, pero él no daba su brazo a torcer, mientras el alcalde, en estado semicomatoso, seguía nuestras discusiones con unos ojos vidriosos, desinteresado y eructando. Por fin, el hombre del registro nos aconsejó que fuéramos a Tambo de Mora. Allí no habría problema. Esas cosas se podían hacer en un pueblecito, pero no en Chincha, la capital de la provincia.

Comenzó entonces un peregrinaje por los pueblos chínchanos, en busca de un alcalde comprensivo, que duró toda esa tarde, el anochecer y casi todo el día siguiente. Lo recuerdo como algo fantasmagórico y angustioso: el viejísimo taxi que nos conducía por caminos polvorientos, llenos de huecos y de piedras, entre algodonales y viñedos y criaderos de animales, las apariciones súbitas del mar y la sucesión de alcaldías miserables donde siempre nos daban con la puerta en las narices cuando descubrían mi edad. De todos los alcaldes o teniente alcaldes de esas aldeas, recuerdo al de Tambo de Mora. Un gran negro descalzo y barrigón que se echó a reír a carcajadas y exclamó: «¡O sea que se está usted robando a la muchacha!» Pero cuando leyó mi partida de nacimiento se rascó la cabeza: «Ni de a vainas.»

Regresamos a Chincha al oscurecer, desalentados y exhaustos, decididos a continuar la búsqueda a la mañana siguiente. Esa noche Julia y yo hicimos el amor por primera vez. El cuartito era estrecho, con una ventana teatina que recogía la luz desde el tejado y unas paredes rosadas en las que había pegoteadas imágenes pornográficas y religiosas. Toda la noche nos llegaron gritos y cantos de borrachos, desde el bar del hotel o alguna cantina de la vecindad. Pero no les dimos importancia, felices como estábamos, amándonos y jurándonos que aunque todos los alcaldes del mundo se negaran a casarnos, nada podría ya separarnos. Cuando nos dormimos, entraba luz alta en el cuarto y se oían los ruidos de la mañana.

Javier vino a despertarnos cerca del mediodía. Desde muy temprano, él y Guillermo habían continuado en el traqueteante taxi la exploración de los contornos, sin mucho éxito. Pero, finalmente, Javier encontró la solución conversando con el alcalde de Grocio Prado, quien le dijo que no tenía inconveniente en casarnos si, en mi partida de nacimiento, alterábamos la fecha del año en que nací, retrocediendo 1936 a 1934. Esos dos años me harían mayor de edad. Examinamos la partida y era fácil: allí mismo le añadimos al seis la colita que lo convirtió en cuatro. Fuimos en el acto a Grocio Prado, por una trocha llena de polvo. La alcaldía estaba cerrada y hubo que esperar un rato.

Para hacer tiempo, visitamos la casa del personaje que había hecho famoso al pueblo y lo había convertido en centro de peregrinación: la Beata Melchorita. Había muerto hacía pocos años, en la misma choza de caña brava y barro, pintada de blanco, en que siempre había vivido, cuidando a los pobres, mortificándose y orando. Se le atribuían curaciones milagrosas, profecías y, en sus éxtasis, haberse comunicado en lenguas extrañas con los muertos. Alrededor de una foto, en que se veía su rostro mestizo enmarcado por un rústico hábito talar, había decenas de velitas encendidas y mujeres rezando. El pueblo era minúsculo, arenoso, con un gran descampado que hacía a la vez de plaza y de cancha de fútbol, rodeado de chacras y sembríos.

Por fin llegó el alcalde, a media tarde. Los trámites eran lentísimos, desesperantes. Cuando parecía todo a punto, el alcalde dijo que faltaba un testigo, pues Javier, menor de edad, no podía serlo. Salimos a la calle a convencer al primer transeúnte. Un chacarero de los contornos aceptó, pero, luego de reflexionar, dijo que él no podía ser testigo de un matrimonio en el que no había un miserable trago con que brindar por la felicidad de los novios. Así que salió y después de unos minutos eternos volvió con su regalo de bodas: un par de botellas de vino chinchano. Con él brindamos, luego de que el alcalde nos recordó nuestros derechos y deberes como cónyuges.

Regresamos a Chincha cuando ya oscurecía y Javier partió a Lima de inmediato, con la misión de buscar al tío Lucho, para tranquilizarlo. Julia y yo pasamos la noche en el hotel Sudamericano. Antes de acostarnos, comimos algo en el barcito del hotel y nos sobrevino un ataque de risa al descubrir que estábamos hablando en voz muy baja, como conspiradores.

A la mañana siguiente, me despertó el empleado para anunciarme una llamada de Lima. Era Javier, muy alarmado. En el viaje de regreso, su colectivo se había salido de la pista para evitar un choque. Su conversación con el tío Lucho había sido buena, «dentro de lo que cabía». Pero se había llevado el susto de su vida poco después, cuando súbitamente se presentó mi padre en su pensión y le puso un revólver en el pecho, exigiéndole que delatara mi paradero. «Anda hecho un loco», me dijo.

Nos levantamos y fuimos a la plaza de Chincha, a tomar el colectivo a Lima. Pasamos las dos horas de viaje, de la mano, mirándonos a los ojos, asustados y felices. Fuimos directamente a casa del tío Lucho, en Armendáriz. Él nos recibió en lo alto de la escalera. Besó a Julia y le dijo, señalando el dormitorio: «Anda a enfrentarte con tu hermana.» Estaba apenado, pero no me riñó ni me dijo que había hecho una locura. Me hizo prometerle que no dejaría la universidad, que terminaría la carrera. Le juré que así lo haría y, también, que el matrimonio con Julia no me impediría llegar a ser un escritor.

Mientras hablábamos, yo oía, a lo lejos, a Julia y a la tía Olga, encerradas en el dormitorio, y me parecía que ésta alzaba la voz y que lloraba.

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