Fui de allí al departamento de la calle Porta. Los abuelitos y la Mamaé fueron un modelo de discreción. Pero el encuentro con mi madre, que estaba allí, resultó dramático, con llantos y gritos de su parte. Decía que había arruinado mi vida y no me creía cuando yo le juraba que sería abogado y hasta diplomático (su gran ambición). Por fin, calmándose algo, me dijo que mi padre estaba fuera de sí y que lo evitara, pues era capaz de matarme. Andaba con el famoso revólver en el bolsillo.
Me bañé y me vestí a toda prisa para ir a ver a Javier y cuando estaba saliendo me llegó una convocatoria de la policía. Mi padre me había hecho citar a la comisaría de Miraflores para que declarara allí si era cierto que me había casado, y dónde y con quién. El policía de civil que me interrogó me hacía deletrearle las respuestas mientras escribía en un ruidoso armatoste, con dos dedos. Le dije que, en efecto, me había casado con doña Julia Urquidi Illanes, pero que no iba a declarar en qué alcaldía pues temía que mi padre intentara anular el matrimonio y no quería facilitarle la tarea. «Lo que va a hacer es denunciarla como corruptora de menores», me advirtió el policía, amablemente. «Me lo ha dicho, al presentar esta denuncia.»
Salí de la comisaría en busca de Javier y fuimos a consultar a un abogado piurano, amigo suyo. Fue muy servicial, pues ni siquiera me cobró la consulta. Nos dijo que la alteración de la partida no anulaba el matrimonio, pero que podía ser motivo de anulación, si había un proceso judicial. Si no, a los dos años, el matrimonio quedaba perfeccionado. Pero que mi padre podía presentar una denuncia contra Julia como corruptora de menores, aunque, dada mi edad, diecinueve años, probablemente ningún juez la tomaría en serio.
Ésos fueron unos días anhelantes y algo absurdos. Yo seguía durmiendo donde los abuelos y Julia donde la tía Olga, y veía a mi flamante mujer sólo por horas, cuando iba a visitarla, como antes del matrimonio. La tía Olga me trataba con el cariño de siempre, pero tenía la cara hecha una noche. Con mi madre, mi padre me mandaba mensajes conminatorios: Julia debía salir del país o atenerse a las consecuencias.
Al segundo o tercer día, recibí una carta suya. Era feroz y delirante. Me daba un plazo de pocos días para que Julia partiera por propia iniciativa. Había hablado con uno de los ministros de Odría, que era su amigo, y éste le había asegurado que, de no salir ella motu proprio, la haría expulsar como indeseable. A medida que avanzaba, la carta se iba exasperando. Terminaba diciéndome, entre palabrotas, que si no le obedecía, me mataría como a un perro rabioso. Luego de su firma, a manera de posdata, añadía que podía ir a la policía a pedir socorro, pero que eso no le impediría pegarme cinco tiros. Y volvía a firmar en prueba de su determinación.
Discutimos con Julia qué hacer. Yo tenía proyectos irrealizables, como marcharnos del país (¿con qué pasaporte?, ¿con qué dinero?) o a alguna provincia donde la larga mano de mi padre no llegara (¿para vivir de qué?, ¿con qué trabajo?). Al final, ella propuso la solución más práctica. Partiría donde su abuelita y unos tíos maternos, a Chile. Apenas mi padre se apaciguara, volvería. Mientras, yo podría conseguir otros ingresos y encontrar una pensión o departamento. El tío Lucho argumentó en favor de esta estrategia. Era la única sensata, dadas las circunstancias. Lleno de rabia, de pena, de impotencia, luego de un ataque de llanto, tuve que resignarme a que Julia partiera.
Para pagar su pasaje a Valparaíso vendí casi toda mi ropa y empeñé, en la casa de Pignoración que estaba a la espalda de la Municipalidad de Lima, mi máquina de escribir, mi reloj y todo lo empeñable que tenía. La víspera de su partida, compadecidos, la tía Olga y el tío Lucho se retiraron después de la cena, discretamente, y yo pude quedarme con mi mujer. Hicimos el amor y lloramos juntos y nos prometimos escribirnos a diario. No pegamos los ojos en toda la noche. Al amanecer, con la tía Olga y el tío Lucho fuimos a despedirla al aeropuerto de Limatambo. Era una de esas típicas mañanas del invierno limeño, con la garúa invisible humedeciendo todas las cosas y esa neblina, que impresionó tanto a Melville, que afantasma las fachadas de las casas, los árboles y el perfil de la gente. Mi corazón bramaba de furia y apenas podía reprimir las lágrimas mientras, desde la terraza, veía a Julia alejarse hacia la pasarela del avión que la llevaba a Chile. ¿Cuándo la volvería a ver?
Desde ese mismo día, entré en un período de actividad frenética para conseguir trabajos que me permitieran ser independiente. Tenía lo de Porras Barrenechea y los cachuelos de Turismo. Gracias a Lucho Loayza -quien, al conocer la historia de mi rocambolesco matrimonio, hizo un displicente comentario sobre cuan superiores eran esos matrimonios ingleses mudos e irreales a los latinos tan desordenados y terrestres- conseguí una columna semanal, en el Suplemento Dominical de El Comercio, cuya sección literaria dirigía Abelardo Oquendo. íntimo de Loayza, Abelardo lo sería también mío desde aquella ocasión. Abelardo me encargó unas entrevistas semanales a escritores peruanos que ilustraba Alejandro Romualdo con unos magníficos apuntes, por los que me pagaban unos mil soles al mes. Y Luis Jaime Cisneros me consiguió de inmediato otra tarea: escribir el volumen de Educación Cívica, de unos manuales que la Universidad Católica preparaba para sus postulantes. A pesar de no ser yo de la Católica, Luis Jaime se las arregló para convencer al rector de esa universidad que me confiaran ese libro (el primero que publiqué, aunque nunca haya aparecido en mi bibliografía).
Por su parte, Porras Barrenechea me consiguió de inmediato un par de trabajos cómodos y decorosamente pagados. Mi entrevista con él fue bastante sorprendente. Yo comenzaba a darle explicaciones por los dos o tres días que había faltado, cuando él me interrumpió: «Lo sé todo. Su padre vino a verme.» Hizo una pausa y, con elegancia, salvó el escollo: «Estaba muy nervioso. ¿Un hombre de carácter, no?» Traté de imaginar lo que había podido ser esa entrevista. «Lo tranquilicé con un argumento que a él podía hacerle efecto», añadió Porras, con esa chispa de malicia que le brotaba en los ojos cuando decía maldades: «Después de todo, casarse es un acto de hombría, señor Vargas. Una afirmación de la virilidad. No es tan terrible, pues. Hubiera sido mucho peor que el muchacho le saliera un homosexual o un drogadicto, ¿no es cierto?» Me aseguró que, al partir de la calle Colina, mi padre parecía más calmado.
«Usted hizo bien en no venir a contarme lo que planeaba», me dijo Porras. «Porque hubiera tratado de sacarle ese disparate de la cabeza. Pero ya que está hecho, habrá que conseguirle algunos ingresos más decentes.»
Lo hizo en el acto, con la misma generosidad con que volcaba sobre sus alumnos su sabiduría. El primer trabajo fue asistente de bibliotecario del Club Nacional, la institución símbolo de la aristocracia y la oligarquía peruana. El presidente del club, cazador de fieras y coleccionista de oro, Miguel Mujica Gallo, había puesto a Porras en su directiva, de bibliotecario, y mi trabajo consistía en pasar un par de horas, cada mañana, en los bellos salones de muebles ingleses y artesonados de caoba de la biblioteca, fichando las nuevas adquisiciones. Pero como las compras de libros eran escasas, podía dedicar ese par de horas a leer, estudiar o trabajar en mis artículos. Lo cierto es que entre 1955 y 1958 leí mucho, en ese par de horitas mañaneras, en la soledad elegante del Club Nacional. La biblioteca del club era bastante buena -lo había sido, más bien, pues en un momento su presupuesto se secó- y tenía una espléndida colección de libros y revistas eróticos, buena parte de la cual leí o, por lo menos, hojeé. Recuerdo sobre todo los tomos de la serie Les maîtres de l'amour, dirigida por Apollinaire, y a menudo prologados por él, gracias a los cuales conocí a Sade, al Aretino, a Andrea de Nerciat, a John Cleland, y, entre muchos otros, al pintoresco y monotemático Restif de la Bretonne, fantasista que laboriosamente reconstruyó el mundo de su tiempo, en sus novelas y autobiografía, a partir de su obsesión fetichista con el pie femenino. Esas lecturas fueron muy importantes y, durante un buen tiempo, creí que el erotismo era sinónimo de rebelión y de libertad en lo social y en lo artístico y una fuente maravillosa de creatividad. Así parecía haberlo sido, por lo menos, en el siglo XVIII, en las obras y actitudes de los libertins (palabra que, como le gustaba recordar a Roger Vailland, no quiere decir «voluptuoso» sino «hombre que desafía a Dios»).
Pero no tardé mucho -es decir, algunos años- en comprender que, con la permisividad moderna, en la sociedad abierta e industrial de nuestros días, el erotismo cambiaba de signo y contenido, y pasaba a ser un producto manufacturado y comercial, conformista, convencional a más no poder, y, casi siempre, de una atroz indigencia artística. Pero el descubrimiento de la literatura erótica de calidad, que hice en los inesperados anaqueles del Club Nacional, ha tenido una influencia en mi obra y dejado un sedimento en lo que he escrito. De otro lado, el prolijo y abundante Restif de la Bretonne me ayudó a entender una característica esencial de la ficción: que ella sirve al novelista para recrear el mundo a su imagen y semejanza, a recomponerlo sutilmente de acuerdo a sus secretos apetitos.
El otro trabajo que me consiguió Porras Barrenechea era algo tétrico: fichar las tumbas de los cuarteles más antiguos del cementerio colonial de Lima, el Presbítero Maestro, cuyos registros se habían extraviado. (La administración del cementerio correspondía a la Beneficencia Pública de Lima, entonces una institución privada, de cuya directiva Porras formaba parte.) La ventaja de este empleo era que podía hacerlo muy temprano en la mañana o tarde en la tarde, los días laborables o los feriados, y por las horas o minutos que quisiera. El director del cementerio me pagaba por el número de muertos fichados. Llegué a sacar por este cachuelo unos quinientos soles al mes. Javier me acompañaba a veces a hacer mis recorridos por el cementerio, con mi cuaderno, mis lápices, mi escalera, mi espátula (para quitar la costra de tierra que cubría algunas lápidas) y mi linterna, por si se nos hacía de noche. El director, un gordo simpático y conversador, mientras contaba a mis muertos y calculaba mi jornada, me refería anécdotas de las inauguraciones de cada período presidencial en el Congreso, a las que no había fallado nunca, desde niño.
Antes de un par de meses acumulé seis trabajos (serían siete un año después, con mi entrada a Radio Panamericana) multiplicando mi sueldo por cinco. Con los tres mil o tres mil quinientos soles al mes ya era posible que Julia y yo sobreviviéramos, si conseguíamos algún lugar barato donde cobijarnos. Felizmente, el departamentito que le habían prometido a Nancy se desocupó. Fui a verlo, me encantó, lo tomé, y la piurana Esperanza La Rosa me lo guardó una semana hasta que, con los nuevos trabajos, pude pagarle el depósito y el primer mes de alquiler. Estaba en una quinta color ocre, de casitas tan pequeñas que parecían de juguete, al final de la calle Porta, donde ésta se angostaba y moría en un muro que la separaba entonces de la Diagonal. Constaba de dos cuartos y una cocinita y un baño tan diminutos que sólo cabía en ellos una persona a la vez y frunciendo la barriga. Pero en su brevedad y espartano mobiliario, tenía algo muy simpático, con sus alegres cortinas y el patiecillo de cascajo y matas de geranios al que miraban las casitas. Nancy me ayudó a limpiarlo y decorarlo para recibir a la novia.