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Lo de los impuestos era una entre varias operaciones de descrédito con las que el gobierno trataba de impedir lo que todavía a estas alturas parecía un triunfo arrollador del Frente Democrático. [51] Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leída entera, a razón de un capítulo diario, en Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: «Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente.»

Otro caballo de batalla del apra era mi «ateísmo». «¡Peruano!: ¿Quieres un ateo en la presidencia del Perú?», se preguntaba un spot televisivo en el que aparecía una cara semimonstruosa -la mía-, que parecía encarnación y preludio de todas las iniquidades. Los investigadores de la oficina del odio encontraron, en un artículo mío sobre la huachafería -forma del mal gusto que es una propensión nacional-, titulado «¿Un champancito, hermanito?», una frase burlona sobre la procesión del Señor de los Milagros. Alan García, que para mostrar al pueblo peruano lo devoto que era, se vestía de morado en octubre y cargaba el anda con expresión de pecador contrito, se apresuró a declarar a la prensa que yo había ofendido gravemente a la Iglesia y a la más cara devoción del pueblo peruano. Los validos hicieron coro y durante varios días se vio, en diarios, radios y canales, a ministros y parlamentarios del gobierno convertidos en cruzados de la fe, desagraviando al Señor de los Milagros. Recuerdo a la fogosa ministra Mercedes Cabanillas, la cara trémula de indignación, hablando como una Juana de Arco dispuesta a ir a la pira en defensa de su religión. (No dejaba de tener gracia que hiciera esto el partido fundado por Haya de la Torre, quien había comenzado su carrera política, en mayo de 1923, oponiéndose a la entronización de Lima al Sagrado Corazón de Jesús y que había sido acusado, buena parte de su vida, de enemigo de la Iglesia, ateo y masón.)

Me embargaba una curiosa sensación frente a estas piruetas de la guerra sucia. No sé si era la fatiga por el inmenso esfuerzo físico y mental que significaba cumplir cada día con las reuniones, viajes, mítines, entrevistas y discusiones, o si había desarrollado un mecanismo psicológico defensivo, pero observaba todo ese circo como si fuera otra persona aquella con la que se encarnizaba la campaña negativa que iba desplazando cada vez más todo debate racional. Pero, ante los extremos de sainete y las violencias múltiples del proceso, empezó a asaltarme la idea de haberme equivocado, cifrando mi estrategia en decir la verdad y en un programa de reformas. Porque las ideas, la inteligencia, la coherencia y, sobre todo, la decencia, parecían tener cada vez menos sitio en la campaña.

¿Cuál era la actitud de la Iglesia, en vísperas de la primera vuelta? De extremada prudencia. Hasta el 8 de abril, se abstuvo de intervenir en el debate, sin dejarse arrastrar por la campaña sobre mi «ateísmo» y mis vejámenes al Cristo morado, pero sin mostrar tampoco la menor simpatía por mi candidatura. A comienzos de 1990 el cardenal Juan Landázuri Ricketts, arzobispo y primado de la Iglesia en el Perú, se había retirado por límite de edad -tenía 76 años- y lo había reemplazado uno diez años más joven, el jesuita Augusto Vargas Alzamora. A ambos les hice unas visitas protocolarias, sin sospechar el papel importantísimo que jugaría la Iglesia en la segunda vuelta electoral. Al cardenal Landázuri, arequipeño, emparentado con mi familia materna, lo había visto algunas veces en reuniones de parientes. Él había dado la dispensa para que pudiera casarme con mi prima Patricia en 1965 (pues el tío Lucho y la tía Olga exigieron un matrimonio por la Iglesia), pero no fui yo, sino mi madre y mi tía Laura, quienes fueron a pedírsela. Al cardenal Landázuri le había tocado liderar la Iglesia peruana desde mayo de 1955, acaso el período más difícil de toda su historia, con la división que trajo la teología de la liberación y la militancia comunista y revolucionaria de un número considerable de monjas y sacerdotes y el proceso de secularización de la sociedad, que avanzó en esas décadas más que en todos los siglos anteriores. Hombre muy prudente, no de grandes iniciativas ni audacias intelectuales, pero minucioso componedor y diplomático habilísimo, el cardenal Landázuri se las había arreglado para mantener la unidad de una institución socavada por tremendas disensiones. Fui a verlo a su casa de La Victoria el 18 de enero, con Miguel Cruchaga, y conversamos un buen rato, sobre Arequipa, mi familia -él recordaba haber sido compañero de colegio del tío Lucho y me contó anécdotas de mi madre, niña-, pero evitando el tema político y, por supuesto, sin mencionar para nada la campaña sobre mi ateísmo, en su apogeo. Sólo al despedirme, con un guiño, me susurró, señalando al sacerdote que lo acompañaba: «Este padre es un hincha del Fredemo.»

A monseñor Vargas Alzamora no lo conocía. Fui a felicitarlo por su nombramiento, acompañado de Álvaro y Lucho Bustamante, quien, ya lo he dicho, es una suerte de jesuita ad honorem. Nos recibió en un pequeño despacho del Colegio de la Inmaculada y, desde el primer momento del diálogo, me impresionó la viveza de su inteligencia y la lucidez con que juzgaba la problemática peruana. Aunque sin mencionar la campaña electoral, hablamos mucho del atraso, la miseria, la violencia, la anarquía y los desequilibrios y desigualdades del Perú, y su información sobre todo ello era tan sólida como bueno su juicio. Menudo y delicado, de hablar muy cuidadoso, monseñor Vargas Alzamora, sin embargo, delataba un carácter muy firme. Me pareció un hombre moderno, seguro de su misión y de gran fortaleza bajo sus modales corteses, seguramente el mejor timonel para la Iglesia peruana en los tiempos que corrían. Al despedirme, se lo dije a Lucho Bustamante. No imaginaba que la próxima vez vería al nuevo arzobispo de Lima en condiciones espectaculares.

Entretanto, mis recorridos por el Perú se sucedían de manera incesante, a un ritmo de cuatro, seis y a veces más localidades por día, tratando de cubrir una última vez los veinticuatro departamentos, y, en cada uno de ellos, el mayor número de provincias y distritos. El calendario trazado por Freddy Cooper y su equipo se cumplió a la perfección y debo decir que la logística de los mítines, desplazamientos, conexiones, alojamientos, alimentación, rara vez falló, lo que, teniendo en cuenta el estado del país y la idiosincrasia nacional, fue una proeza. Los aviones, helicópteros, lanchas, camionetas o caballos estaban allí, y en todas las aldeas o poblados había siempre un pequeño estrado y dos o tres muchachas y muchachos de Movilización que habían llegado antes para asegurar que los micrófonos y parlantes funcionaran, así como un dispositivo mínimo de seguridad. Freddy tenía varios ayudantes dedicados exclusivamente a secundarlo en esta tarea, y uno de ellos, Carlos Lozada, a quien llamábamos Woody Allen, porque se parecía a éste, y también a Groucho Marx, a mí me intrigaba por su don de ubicuidad. Parecía disfrazado de algo, no se sabía de qué, con un extraño gorro-casco dotado de orejeras que me recordaba el de Charles Bovary, y un sacón con una mochila adosada de la que él sacaba sandwiches cuando era preciso comer, radios portátiles para llamar, bebidas para la sed, revólveres para los guardaespaldas, baterías para las camionetas, y hasta los periódicos del día para no perder contacto con la actualidad. Siempre estaba corriendo, y hablando a un pequeño micrófono que llevaba colgado del pescuezo, con el que se comunicaba perpetuamente con alguna misteriosa central a la que rendía cuentas o de la que recibía instrucciones. Yo tenía la sensación de que ese monólogo eterno de Woody Allen organizaba mi destino, que él determinaba dónde hablaría, dormiría, viajaría y a quiénes vería o dejaría de ver en el curso de las giras. Pero nunca llegué a cruzar una palabra con él. Después supe que era un publicista que, habiendo comenzado a trabajar para la campaña de manera profesional, descubrió su verdadera vocación y secreta genialidad: la de organizador político. Es verdad, lo hacía magníficamente, resolvía todos los problemas y no creaba ninguno. Divisar, allí donde yo llegaba, entre la maleza de la selva, en medio de los riscos andinos, o en los pueblecitos del arenal costeño, su extravagante apariencia -de gruesos anteojos de miope, camisas coloradas y esa especie de mueble con fundas que llevaba encima, la caja de Pandora de la que salían cosas inimaginables-, me daba una sensación de alivio, el presentimiento tranquilizador de que, en ese lugar, todo transcurriría como planeado. Una mañana, en Ilo, nada más llegar, y antes de ir a la manifestación que me esperaba en la plaza, decidí pasar por el puerto, donde descargaban un barco. Me acerqué a hablar con los estibadores, que, apoyados en la pasarela de la nave, vigilaban la carga y descarga de los «puntos» (trabajadores a los que alquilaban su trabajo), y, de pronto, como uno más de ellos, entreverado en el grupo, arrebosado en su casqueta y sacón mobiliario, hablando en su micrófono, allá arriba, descubrí a Woody Allen.

En medio de ese remolino de viajes por todo el Perú, todavía me las arreglé para ir, por un día, a Brasil, atendiendo a una invitación del presidente recién electo, Fernando Collor de Mello. El triunfo de éste parecía el de un programa liberal radical, semejante al mío, contra las ideas mercantilistas, estatizantes e intervencionistas de Lula da Silva y por esto, así como por la importancia de Brasil para el Perú -su vecino con más de tres mil kilómetros de frontera común-, se decidió, en la dirección del Frente Democrático, que hiciera el viaje. Llevé conmigo a Lucho Bustamante, para que tomara contacto con la ya nombrada ministra de Economía de Collor -la luego famosa Zelia Cardoso- y a Miguel Vega Alvear, cuyo Instituto Pro-Desarrollo había elaborado una serie de proyectos de cooperación económica con Brasil. Uno de estos proyectos me había entusiasmado mucho, cuando me lo describieron, y desde entonces había ido alentando su preparación. Se trataba de unir las cuencas del Pacífico y del Atlántico, a través de una articulación de los sistemas carreteros de ambos países, siguiendo el eje Río Branco-Asís-Ipanaro-Ilo-Matarani, que, a la vez que satisfaría una antigua vocación brasileña -la salida comercial al Pacífico y a sus emergentes economías asiáticas-, daría un formidable impulso económico al desarrollo de toda la región sureña del Perú, en especial Moquegua, Puno y Arequipa.

[51] En marzo, una encuesta de la cpi me daba el 43 por ciento a nivel nacional, contra 14,5 por ciento de Alva Castro, 11,5 por ciento de Barrantes y 6,8 por ciento de Pease.


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