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Y con la misma audacia con la que había nombrado a Beltrán su ministro de Hacienda, el presidente Prado nombró un buen día ministro de Relaciones Exteriores a Porras Barrenechea. Éste, desde que salió elegido senador, había tenido un desempeño parlamentario destacado. Con otros independientes y con los parlamentarios de la Democracia Cristiana y de Acción Popular lideró una campaña para que el Parlamento investigase los delitos políticos y económicos cometidos por la dictadura de Odría. La iniciativa no prosperó porque la mayoría pradista, con sus aliados opositores (casi todos los de la lista en la que había salido Porras) y los propios odriístas bloquearon sus esfuerzos. Esto convirtió a Porras Barrenechea en un senador de la oposición al gobierno de Prado, función que él ejerció con lujo y sin contemplaciones. Por eso, su nombramiento como ministro fue una sorpresa para todo el mundo, incluido el propio Porras, quien nos dio la noticia, una tarde, estupefacto, a mí y a Carlos Araníbar: el presidente le acababa de ofrecer el ministerio, por teléfono, en una conversación de dos minutos.

Aceptó, supongo que por una pizca de vanidad y también como otra compensación por aquel rectorado perdido, herida sangrante en su vida. Con su trabajo ministerial, su libro sobre Pizarro quedó paralizado del todo.

Poco después de esta operación, el presidente Prado realizó otra, espectacular, que agitó la chismografía limeña a punto de incandescencia: consiguió la anulación de su matrimonio religioso con su esposa de más de cuarenta años (y madre de sus hijos) por «vicio de forma» (convenció al Vaticano de que lo habían casado sin su consentimiento). Y, acto seguido -él era un hombre capaz de cualquier cosa, y, además, como todos los frescos de este mundo, encantador- contrajo nupcias, en Palacio de Gobierno, con su amante de muchos años. La noche de aquella boda yo vi con mis ojos, dando vueltas a la plaza de Armas de Lima, frente a Palacio de Gobierno, como en una de las tradiciones virreinales de Ricardo Palma, a un grupo de damas de familias encopetadas de Lima, con elegantes mantillas y rosarios, y un gran cartel que decía: «Viva la indisolubilidad del matrimonio católico.»

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