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A diferencia de Porras, Sánchez rara vez preparaba una clase. Se fiaba de su potente memoria e improvisaba, pero había leído mucho y amado los libros, y a Darío, por ejemplo, lo conocía en profundidad y era capaz de revelarlo en toda la secreta grandeza que oculta el oropel modernista de buena parte de su obra.

Gracias a ese curso decidí que mi tesis de Literatura fuera sobre Darío, y, desde 1957, comencé, en los ratos libres, a tomar notas y a hacer fichas. Iba a necesitar ese título si quería proseguir esa carrera de profesor universitario para la que, gracias a Augusto Tamayo Vargas, había dado el primer paso. Y, además, no veía la hora de terminar Letras y presentar mi tesis a fin de postular a la beca Javier Prado, para hacer el doctorado en España.

El sueño de esa beca no me abandonaba nunca. Era lo único que me podía permitir el viaje a Europa, ahora que estaba casado. Pues las otras becas literarias, las de Cultura Hispánica, permitían a duras penas sobrevivir a una persona, no a una pareja. La Javier Prado, en cambio, pagaba un pasaje en avión a Madrid, que podía descomponerse en dos terceras en barco, y daba ciento veinte dólares mensuales, lo que, en la España de los cincuenta, era una fortuna.

La idea de ir a Europa había seguido en mi cabeza, en todos esos años, aun en aquellos períodos en que, gracias al amor o a la amistad, vivía intensamente y me sentía contento. Un gusanito me roía siempre la conciencia con la pregunta: ¿No ibas a ser escritor? ¿Cuándo vas a empezar a serlo? Porque, aunque los artículos y los cuentos que me publicaban en el Suplemento Dominical de El Comercio, en Cultura Peruana, o Mercurio Peruano, me daban por un momento la sensación de que ya había comenzado a ser un escritor, pronto abría los ojos. No, no lo era. Esos textos escritos a salto de mata, en los resquicios de un tiempo entregado totalmente a otros trabajos eran los de un simulacro de escritor. Sólo sería un escritor si me dedicaba a escribir mañana, tarde y noche, poniendo en ese empeño toda la energía que ahora dilapidaba en tantas cosas. Y si me sentía rodeado de un ambiente estimulante, un medio donde escribir no pareciera una actividad tan extravagante y marginal, tan poco en consonancia con el país en que vivía. Ese ambiente para mí tenía un nombre. ¿Llegaría algún día a vivir en París? La depresión me calaba los huesos, cuando pensaba que si no obtenía esa beca Javier Prado, que me catapultara a Europa, jamás llegaría a Francia, y, por lo tanto, me frustraría como tantos otros peruanos cuya vocación literaria nunca pasó del rudimento.

Éste era, demás está decirlo, motivo constante de conversación con Lucho y Abelardo. Ellos solían caer por mi altillo de Panamericana después del boletín de las seis y, hasta el siguiente, podíamos pasar un rato juntos, tomando un café en alguno de los viejos locales de la plaza de Armas o de La Colmena. Yo los animaba a que nos marcháramos a Europa. Juntos, enfrentaríamos mejor el problema de la supervivencia; allá escribiríamos los ambicionados volúmenes. El objetivo sería París, pero, si no había más remedio, haríamos un alto en Montecarlo, principado de Mónaco. Este lugar, fraseado con nombre y apellido, se convirtió en santo y seña del trío y, a veces, cuando estábamos con otros amigos, uno de los tres pronunciaba la fórmula emblemática -Montecarlo, principado de Mónaco- que dejaba a los demás desconcertados.

Lucho estaba decidido a partir. Sus prácticas de Derecho lo habían convencido, creo, que aquella profesión le inspiraba el mismo rechazo que a mí, y la idea de pasar un tiempo en Europa lo reconfortaba. Su padre había prometido ayudarlo económicamente, luego de que se graduara. Esto le dio ánimo para empezar a trabajar en su tesis de fin de carrera.

El viaje de Abelardo era más complicado, pues Pupi acababa de tener una niña. Y, con familia, todo se volvía arriesgado y costoso. Pero Abelardo se dejaba contagiar a veces por mi entusiasmo y se ponía también a fantasear: pediría la beca que daba Italia para un postgrado en Derecho. Con ella y algunos ahorros alcanzaría para el viaje. Él también llegaría a la Europa des anciens parapets y comparecería a la cita de honor literario, en Montecarlo, principado de Mónaco.

Contribuía a reforzar la amistad, además de los proyectos y fantasías compartidos, algunas peripecias de la guerrilla literaria local. Recuerdo una, sobre todo, porque yo fui el detonante. Escribía, de tanto en tanto, reseñas de libros para el Suplemento Dominical de El Comercio. Abelardo me dio a comentar una antología de la poesía hispanoamericana, compilada y traducida al francés por la hispanista Mathilde Pomés. En la reseña, algo feroz, no me contenté con criticar al libro, sino deslicé frases durísimas contra los escritores peruanos en general, los telúricos, indigenistas, regionalistas y costumbristas y, sobre todo, el modernista José Santos Chocano.

Me respondieron varios escritores -entre ellos Alejandro Romualdo, con un artículo en 1957 que se titulaba «No sólo los gigantes hacen la historia»- y el poeta Francisco Bendezú, gran promotor de la huachafería en la literatura y en la vida, que me acusó de haber agraviado el honor nacional por haber dejado maltrecho al eximio bardo Santos Chocano. Yo le contesté un largo artículo y Lucho Loayza intervino con una lapidaria descarga. El propio Augusto Tamayo Vargas escribió un texto, en defensa de la literatura peruana, recordándome que «la adolescencia debía terminar pronto». Entonces me acordé que yo era asistente de la cátedra de aquella literatura a la que acababa de agredir (creo que en mis artículos sólo se salvaban del genocidio los poetas César Vallejo, José María Eguren y César Moro) y temí que Augusto, ante semejante incongruencia, me quitara el puesto. Pero él era demasiado decente para hacer semejante cosa y pensó, sin duda, que, con el tiempo, tendría más consideración y benevolencia para con los escritores nativos (así ha ocurrido).

Esas pequeñas polémicas y alborotos literarios y artísticos -los había a

menudo-, aunque de repercusión muy limitada, dan idea de que, por pequeña que fuese, había en la Lima de entonces cierta vida cultural. Era posible porque el gobierno de Prado trajo una bonanza económica al país y, durante algún tiempo, el Perú se abrió a los intercambios con el mundo. Ello ocurrió, por cierto, sin que se modificara casi la estructura mercantilista y discriminatoria de las instituciones -el peruano pobre siguió embotellado en la pobreza y con pocas oportunidades de escalar posiciones-, pero trajo a las clases media y altas un período de prosperidad. Esto se debió, básicamente, a una de esas iniciativas audaces y sorprendentes de que era capaz ese político criollo, lleno de habilidades y mañas que fue Manuel Prado (lo que en el Perú llaman: ¡un gran pendejo!). El más duro crítico que tenía su gobierno era el dueño de La Prensa, Pedro Beltrán, que en su periódico atacaba a diario la política económica del régimen. Un buen día, Prado llamó a Beltrán y le ofreció el ministerio de Hacienda y el premierato, con carta blanca para hacer lo que le pareciera. Beltrán aceptó y durante dos años aplicó la política monetarista y conservadora que había aprendido desde sus años de estudiante en la London School of Economics: austeridad fiscal, presupuestos balanceados, apertura a la competencia internacional, aliento a la empresa y a la inversión privadas. La economía respondió admirablemente al tratamiento: la moneda se fortaleció -nunca volvió a tener en el futuro la solvencia de entonces-, la inversión nacional y extranjera se multiplicó, aumentó el empleo y el país vivió por algunos años en un clima de optimismo y seguridad.

En el campo cultural, los efectos fueron que al Perú llegaban libros de todas partes, y también músicos y compañías de teatro y exposiciones extranjeras -el Instituto de Arte Contemporáneo, creado por un grupo privado y que durante un tiempo dirigió Sebastián Salazar Bondy, trajo a los más destacados artistas del continente, entre ellos Matta y Lam, y a muchos norteamericanos y europeos- y fue posible la publicación de libros y revistas culturales (Literatura fue una de ellas, pero hubo varias más, y no sólo en Lima, sino en ciudades como Trujillo y Arequipa). El poeta Manuel Scorza iniciaría en esos años unas ediciones populares de libros que tendrían enorme éxito y le harían ganar una pequeña fortuna. Sus arrestos socialistas habían mermado y había síntomas del peor capitalismo en su conducta: les pagaba a los autores -cuando lo hacía- unos miserables derechos con el argumento de que debían sacrificarse por la cultura, y él andaba en un flamante Buick color incendio y una biografía de Onassis en el bolsillo. Para fastidiarlo, cuando estábamos juntos, yo solía recitarle el menos memorable de sus versos: «Perú, escupo tu nombre en vano.»

Sin embargo, nadie, fuera del pequeño grupo de periodistas que trabajaban con él en La Prensa, apreció la labor de Beltrán en la dirección de la política económica. Ni sacó de lo ocurrido en esos años conclusiones favorables a las políticas de mercado y a la empresa privada y la apertura internacional. Todo lo contrario. La imagen de Beltrán siguió siendo ferozmente atacada por la izquierda. Y el socialismo comenzó desde aquellos años a romper la catacumba en la que había vivido confinado y a ganar un espacio en la opinión pública. La filosofía populista, a favor del nacionalismo económico, el crecimiento del Estado y del intervencionismo, que hasta entonces había sido monopolio del apra y de la pequeña izquierda marxista, se propagó y reprodujo en otras versiones, de mano de Belaunde Terry, que había creado Acción Popular y llevaba en esos años su mensaje de pueblo en pueblo por todo el Perú, de la Democracia Cristiana, donde la tendencia radical de Cornejo Chávez tomaba cada vez más fuerza, y de un grupo de presión -el Movimiento Social Progresista- formado por intelectuales de izquierda, que, aunque huérfano de masas, tendría un impacto importante en la cultura política de la época.

(Luego de dos años y pico en el gobierno de Prado, y, creyendo que el éxito de su política económica le había dado popularidad, Pedro Beltrán renunció al ministerio para intentar una acción política, con miras a las elecciones presidenciales de 1962. Su intento fracasó escandalosamente, a la primera salida a la calle. Una manifestación convocada por Beltrán en el colegio de la Recoleta fue desbaratada por los búfalos apristas y terminó en el ridículo. Ya no volvería Beltrán a tener cargo político alguno, hasta que, con la subida de la dictadura de Velasco, le serían confiscados su diario, su hacienda Montalbán y derribada su vieja casa colonial del centro de Lima, con el pretexto de abrir una calle. Él partió al exilio, donde yo lo conocí, gracias a la periodista Elsa Arana Freire, en Barcelona, en los años setenta. Era entonces un anciano que hablaba con nostalgia patética de aquella vieja casa colonial de Lima arrasada por la mezquindad y estupidez de sus enemigos políticos.)

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