Cuando yo era estudiante, en los años cincuenta, Taiwan era una mala palabra en América Latina. Los sectores progresistas consideraban que «taiwanizarse» era el peor de los oprobios para un país. Según la ideología reinante, esa confusa mezcla de socialismo, nacionalismo y populismo que arruinó a América Latina, la imagen de Taiwan era la de una factoría semicolonial, un país que vendió su soberanía por un plato de lentejas: esas inversiones norteamericanas que permitían la existencia de manufacturas en las que millones de obreros miserablemente pagados cosían pantalones, camisas y vestidos para las transnacionales. A mediados de los años cincuenta, la economía peruana -cuyo volumen de exportación llegaba a los dos mil millones de dólares anuales- era superior a la de Taiwan y la renta per cápita de ambos países estaba por debajo de los mil dólares. Cuando yo visité la isla, la renta per cápita en el Perú había descendido a cerca de la mitad de lo que era en los años cincuenta y la de Taiwan había aumentado más de siete veces (7.350 dólares para 1990). Y luego de haber crecido a un ritmo promedio de 8,5 por ciento anual entre 1981 y 1990 (y sus exportaciones a un promedio anual del 12,1 por ciento entre 1981 y 1989), [23] Taiwan tenía ahora unas reservas de setenta y cinco mil millones de dólares, en tanto que al terminar el período de Alan García las reservas peruanas eran negativas y abrumaba al país una deuda externa de veinte mil millones de dólares.
A diferencia de Corea del Sur, cuyo desarrollo, no menos impresionante, había tenido como motores a siete enormes grupos económicos, en Taiwan hubo una multiplicación de empresas de mediano y pequeño formato, de muy alto nivel tecnológico: en 1990 el ochenta por ciento de sus fábricas, orientadas la mayoría a la exportación y de alta competitividad, tenían menos de veinte trabajadores. Éste era un modelo que nos convenía. Autoridades y empresarios de Taiwan no ahorraron esfuerzos para satisfacer mi curiosidad y me prepararon un programa de visitas que, aunque demoledor, resultó muy instructivo. Recuerdo, sobre todo, la impresión de ciencia ficción que me dio el parque científico industrial de Hsin Chu, donde las grandes empresas del mundo eran invitadas a experimentar con productos y tecnologías para el futuro. En Taiwan recibí las promesas más firmes de ayuda, si el Frente Democrático asumía el poder.
Naturalmente, había detrás de ello un interés político. El Perú rompió con Taiwan para reconocer a la República Popular China, en tiempos de la dictadura de Velasco. Desde entonces, los gobiernos peruanos habían reducido los contactos e intercambios comerciales; con Alan García, se habían extinguido. Para tener alguna presencia en el Perú, Taiwan mantenía una compañía comercial en Lima, cuyo gerente era el representante oficioso de su gobierno. Pero ni siquiera estaba autorizado a dar visados. Aunque en ninguna de las entrevistas me pidieron nada concreto, yo adelanté a las autoridades que mi gobierno abriría relaciones consulares y comerciales, sin romper con la República Popular China.
Al igual que lo había hecho con la señora Thatcher y Felipe González, gobernantes de países con problemas de esta índole, pedí a los dirigentes de Taiwan asesoría en lo que concierne a la acción antiterrorista. Como aquéllos, éstos también me la prometieron. Y me concedieron de inmediato dos becas, para un cursillo de ocho semanas sobre estrategia antisubversiva. El Movimiento Libertad envió a Henry Bullard, un jurista miembro de la Comisión de Derechos Humanos y Pacificación del Frente Democrático y a un personaje tan enigmático como eficiente, del que nunca llegué a saber gran cosa, salvo que era karateka y nisei: el profesor Oshiro. Era el entrenador y director técnico del personal de seguridad de Prosegur, y la persona que reemplazaba a Óscar Balbi -o lo reforzaba-, siguiéndome como una sombra en los mítines y giras por el país. De edad indefinible -entre los cuarenta y cuarenta y cinco, tal vez-, menudo y fuerte como una roca, siempre vestido con una ligera camisa deportiva, su aire tranquilo y apacible me inspiraba confianza. El profesor Oshiro nunca abría la boca, salvo para proferir unos incomprensibles murmullos y nada parecía alterarlo ni lo arrancaba de su ensimismamiento. Ni las agresiones de los búfalos en las manifestaciones ni las tormentas que, de pronto, hacían zangolotear el avioncito en que viajábamos. Pero cuando hacía falta, sus reacciones eran velocísimas. Como aquella vez, en Puno, durante la fiesta de la Candelaria. Habíamos entrado al estadio, donde se celebraba un espectáculo de bailes folklóricos, y una lluvia de piedras nos salió al encuentro, lanzadas desde una tribuna. Antes de que yo atinara a levantar los brazos, el profesor Oshiro ya había extendido su casacón de cuero, a manera de paraguas -parapiedras- sobre mí y detenido, al menos amortiguado, los impactos. El curso antisubversivo en Taiwan no lo impresionó mucho, pero se tomó el trabajo de presentarme un informe de todo lo que oyó y aprendió en él.
Como el viaje por Asia era político, y con una agenda recargada, no tuve casi tiempo en esas semanas para las actividades culturales ni para ver a escritores. Con dos excepciones. En Taipei almorcé con los dirigentes del pen Club local y pude conversar brevemente con la magnífica Nancy Ying, de quien me había hecho buen amigo cuando era presidente internacional de esa organización. Y, en Seúl, el centro coreano del pen me ofreció una recepción, a la que invitó a mis acompañantes. La presidía una figura imponente, envuelta en un kimono de seda bellísimo, con flores estampadas y abanicos de papel pintado. El banquero e industrial Gonzalo de la Puente, haciendo una reverencia renacentista, se inclinó a besarle la mano: «Chère madame…» (Discretamente, le informamos que se trataba de un cher monsieur, poeta venerable y, al parecer, muy popular.)
Apenas regresé a Lima, el 23 de octubre de 1989, di una conferencia de prensa informando sobre mi viaje y las buenas perspectivas para que el Perú desarrollara sus relaciones económicas con los países de la cuenca del Pacífico. La gira fue bien reseñada por los medios. Parecía haber un sentimiento unánime a favor de que el Perú mejorara sus intercambios con países poseedores de gigantescos excedentes financieros para inversión industrial. ¿No era absurdo haber desaprovechado esa oportunidad a la que Chile le estaba sacando ya tan buen partido?
Preocupado por la victoria aplastante del Frente Democrático que anunciaban las encuestas, el 27 de noviembre de 1989 Alan García rompió lo que, por disposición constitucional y costumbre, ha de ser la actitud del presidente en los comicios: una auténtica o fingida neutralidad. Y, en conferencia de prensa, salió a las pantallas de televisión a decir que si nadie se «le pone al frente» (a mí), lo haría él. Por ejemplo, refutando las cifras que yo había dado sobre el número de empleados públicos en el Perú. Según él, había sólo quinientos siete mil en las planillas del Estado. Éste era un tema de capital importancia para nosotros y lo habíamos investigado hasta donde era posible hacerlo. Yo había asistido varias veces a las reuniones de nuestra comisión de Sistema Nacional de Control del Estado, y quien la presidió, la doctora María Reynafarje, nos había hecho una exposición interesantísima sobre las trampas y chanchullos utilizados para abultar el personal de las empresas públicas, en que habían incurrido los sucesivos gobiernos. El de Alan García exageró esta práctica hasta la perversión. El Instituto Peruano del Seguro Social, por ejemplo, tenía un sistema de contratos, con supuestas empresas de seguridad -y unos fondos protegidos por una suerte de secreto militar- que permitía al gobierno pagar los salarios de centenares de matones y pistoleros de sus bandas paramilitares. No me fue difícil, pues, polemizar con él y demostrar, al día siguiente, con cifras a la mano, que el número de peruanos que recibían sueldos y salarios del Estado (oficialmente o mediante el subterfugio de los contratos temporales) excedía el millón. Las encuestas hechas después de esta polémica mostraron que de cada tres peruanos dos me creían a mí y sólo uno a él.
Entonces, y como represalia contra mi publicitado viaje por Asia, Alan García anunció que el Perú reconocía al régimen de Kim il Sung y abría relaciones diplomáticas con Corea del Norte. Esperaba de esta manera impedir, o, por lo menos, dificultar los intercambios económicos del Perú con Corea del Sur, y, de rebote, con los otros países miembros de la cuenca del Pacífico, para los que la dictadura vitalicia de Kim il Sung -que disputaba a Libia el título del Estado más activo promoviendo el terrorismo a escala mundial- era tabú.
Pero no era ésa la sola razón. Con aquel gesto, Alan García también pagaba favores recibidos por él y su partido de aquel régimen que, además de haber sido puesto en cuarentena por la comunidad de países civilizados, representaba una supervivencia de la forma más despótica de megalomanía estalinista. Durante la campaña presidencial de 1985, los medios de comunicación en el Perú habían señalado con extrañeza los continuos viajes de dirigentes apristas y del propio Alan García a Pyongyang, donde, por ejemplo, el diputado Carlos Roca acostumbraba fotografiarse con los dirigentes norcoreanos ataviado con el uniforme proletario. Que el gobierno de Kim il Sung había dado ayuda financiera a la campaña de Alan García era algo que se daba por hecho, e, incluso, había habido una truculenta denuncia en la que un fotógrafo de la revista Oiga [24] sorprendió una reunión clandestina de dirigentes apristas y la delegación oficiosa de Corea del Norte en el Perú, en la que, supuestamente, se había hecho una de estas entregas de dinero ¡en una caja de zapatos!
Durante el gobierno de Alan García los contactos continuaron, de manera más inquietante. Hubo una extraña compra por el ministerio del Interior de metralletas y fusiles norcoreanos para renovar el armamento de la Policía y de la Guardia Civil. Sin embargo, sólo una parte de aquel armamento llegó efectivamente a aquellas fuerzas, y sobre el destino del resto -diez mil piezas, al parecer- corrían múltiples denuncias. Era otro asunto sobre el que el gobierno nunca había dado una explicación convincente. La inquietud por el armamento norcoreano importado no era sólo de la prensa. También, de las Fuerzas Armadas. Los oficiales de la Marina y del Ejército con los que conversé -en citas rocambolescas, en las que había que cambiar de vehículo y de lugar varias veces- se habían referido, todos, a este tema. ¿Qué era de aquellos fusiles? Según los más alarmistas, habían ido a parar a manos de las fuerzas de choque del partido aprista y a sus comandos paramilitares, en tanto que, según otros, habían sido revendidos a narcotraficantes, terroristas o en el mercado internacional, en beneficio del puñado de jerarcas más allegados al presidente.