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Éste fue uno de los pocos casos en que hubo un trabajo conjunto de grupos orgánicos del empresariado y mi candidatura. La simpatía de este sector hacia mí cuando la batalla contra la estatización fue unánime. Luego, cuando empecé a promover la economía de mercado y a pedir un mandato para desmontar el proteccionismo y abrir las fronteras a la importación, cundió el pánico en muchos de ellos. Algunos desenterraron el esqueleto tremebundo: la destrucción de la industria nacional. ¿Cómo podrían competir los empresarios nacionales con aquellos, poderosísimos, del extranjero, que inundarían el mercado con productos a precios de dumping? Yo les contestaba que no debía de ser imposible cuando, en Chile, ahora una economía abierta, las industrias, en vez de desaparecer, habían proliferado.

Las discusiones sobre este tema fueron largas y difíciles. Una economía deformada por prácticas mercantilistas deforma al propio empresario, en quien genera una mentalidad pasiva y dependiente de la protección estatal, una psicología insegura y miedo pánico a la competencia. Tuve tensos encuentros con los ensambladores de automóviles, que me visitaron varias veces. La idea de que con la liberalización pudieran llegar al Perú automóviles usados o de bajo precio, los espantaba. ¿Quién iba a comprar un Toyota armado en el Perú cuyo costo era de veinticinco mil dólares cuando se ofrecieran coches coreanos Hyundai a cinco mil? Mi respuesta fue siempre categórica. Si una empresa era incapaz de sobrevivir en competencia con otra extranjera, debía reconvertirse o desaparecer, pues mantenerla, levantando barreras proteccionistas, era ir contra los intereses del pueblo peruano.

Algunos empresarios peruanos no lo aceptaron nunca -«Antes los comunistas que Vargas Llosa», llegó a afirmar, me han dicho, uno de los más conservadores, don Gianflavio Gerbolini-, pero lo cierto es que otros, y creo que muchos otros, como algunos de los que me acompañaron a Oriente, llegaron a convencerse de que sólo una reforma liberal garantizaría un futuro a la empresa privada.

Aborrecido y atacado sin tregua por la izquierda, en cuya demonología aparecía siempre como el gran responsable de la explotación y la injusticia social, y como el antipatriota aliado o sirviente del capital extranjero; obligado, por el sistema mercantilista, a transgredir continuamente la ley sobornando funcionarios y evadiendo impuestos para tener éxito; acostumbrado a la inseguridad de leyes y disposiciones contradictorias y cambiantes según los vaivenes de un mundo político arbitrario; temeroso de las nacionalizaciones y confiscaciones y por ello impedido de planear operaciones de largo aliento y siempre tentado de asegurarse invirtiendo parte de su patrimonio en el extranjero, el empresario peruano estaba lejos de ser aquel capitán de empresa audaz, protagonista de la gran revolución industrial de los países desarrollados. Pero, también, de ser ese chivo expiatorio en quien socialistas y populistas veían al responsable de nuestro subdesarrollo. Su participación en política había sido nula o vergonzante; se había limitado a tratar de influenciar a los políticos, es decir, en muchos casos, a comprarlos.

Para muchos de ellos fue una sorpresa que, desde mi primera intervención pública, yo hiciera una reivindicación fogosa de la empresa y del empresario privados, y que en mi campaña figuraran con rasgos muy distintos a como estaban acostumbrados a ser tratados en los discursos políticos. Y que dijera, una y otra vez, que en la sociedad que queríamos construir el empresario privado sería el motor del desarrollo, gracias a cuya visión se crearían los puestos de trabajo que necesitábamos, llegarían al Perú las divisas que hacían falta e irían elevándose los niveles de vida de la población, alguien reconocido y aprobado por una sociedad sin complejos, consciente de que en un país de economía de mercado, el éxito de las empresas favorece al conjunto de la comunidad.

Nunca oculté a los empresarios que, en una primera etapa, a ellos les tocaría hacer grandes sacrificios. Ahora estoy menos seguro, pero, entonces, me pareció que muchos, acaso la mayoría, llegaron a admitir que tenían que pagar ese precio si querían ser algún día los pares de esos empresarios que, en Japón, Taiwan, Corea del Sur o Singapur, nos mostraban sus fábricas y nos dejaban mareados con sus índices de crecimiento y sus ventas por el mundo. A algunos de ellos por lo menos llegué a contagiarles mi convicción de que sólo dependía de nosotros que, un día no lejano, esa inmunda y violenta ciudad en que se ha convertido la Ciudad de los Reyes (como se llamaba a Lima en la Colonia) luciera ante el turista como la impecable y modernísima ciudad-Estado de Singapur.

«Estos rascacielos que usted ve allí, esa avenida con boutiques que no tienen nada que envidiar a las de Zurich, Nueva York o París, y esos hoteles de cinco estrellas, eran, cuando yo llegué aquí hace treinta años, fangales infestados de cocodrilos y mosquitos.» Veo al personaje, señalando desde su ventana de la Cámara de Comercio de Singapur, que él presidía, el centro de esa ciudad, de ese diminuto país, que me dejó una imborrable impresión.

Como el Perú, Singapur era una sociedad multirracial -blancos, chinos, malayos, hindúes-, de lenguas, tradiciones, costumbres y religiones distintas. Pero ellos tenían además un territorio diminuto, cuya población apenas cabía en él, y padecían de calor asfixiante y lluvias torrenciales. Salvo una buena situación geográfica, carecían de recursos naturales. Es decir, eran víctimas de todos aquellos factores considerados los peores obstáculos para el desarrollo. Y, sin embargo, se habían convertido en una de las sociedades más modernas y avanzadas del Asia, con un altísimo nivel de vida, el puerto más grande y eficiente del mundo -una especie de clínica por su albura, donde un barco descargaba y cargaba en apenas ocho horas- e industrias de alta tecnología. [22] (Su gdp entre 1981 y 1990 había sido de un 6,3 por ciento promedio y sus exportaciones entre 1981 y 1989 de 7,3 por ciento, según el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.) Sus razas, religiones y usos distintos coexistían en esa Meca financiera, con una de las bolsas más activas del globo y un sistema bancario con redes por todo el planeta. Todo ello se había logrado en menos de treinta años, gracias a la libertad económica, el mercado y la internacionalización. Es verdad que el régimen de Lee Kwan-yooh había sido autoritario y represivo (sólo ahora comenzaba a tolerar la oposición y la crítica), lo que yo no iba a imitar. Pero ¿por qué no podía el Perú llevar a cabo un desarrollo semejante, dentro de la democracia? Era posible, si una mayoría de peruanos lo decidía. Y a esas alturas de la campaña, los signos eran favorables: las encuestas me ponían siempre muy por delante, con intenciones de voto a mi favor que oscilaban entre el cuarenta y el cuarenta y cinco por ciento.

No era fácil obtener ofertas de ayuda y de inversiones, siendo un simple candidato. Sin embargo, conseguimos promesas concretas para el pas (Programa de Apoyo Social) de unos cuatrocientos millones de dólares (Taiwan, doscientos millones, y Corea del Sur y Japón, cien millones cada uno). En la gira pude mostrar a los gobiernos de esos países y a muchas empresas lo que íbamos a hacer para enmendar el rumbo autodestructivo que había tomado el Perú. Nuestra imagen había caído a extremos lastimosos: un país inseguro y violento, puesto en cuarentena por la comunidad financiera, al que ésta, desde la declaratoria de guerra del gobierno aprista al Fondo Monetario Internacional, había segregado de su agenda, excluyéndolo de todo programa de créditos o ayudas y desinteresándose de su existencia.

A mis argumentos de que el Perú gozaba de recursos que los países asiáticos necesitaban -empezando por el petróleo y los minerales- y que por lo tanto era posible complementar ambas economías convirtiendo al Pacífico en un puente de intercambios, las respuestas solían ser siempre las mismas. Sí, pero, antes, el Perú tenía que salir de su atasco con el Fondo Monetario Internacional, sin cuyo aval ningún país, banco o empresa confiaría en el gobierno peruano. La segunda condición era poner punto final al terrorismo.

En el caso del Japón, el asunto resultaba particularmente delicado. Autoridades y empresarios nos dijeron, sin rodeos, su disgusto por el incumplimiento de los compromisos adquiridos por el Perú con motivo del oleoducto norperuano, financiado por ese país. Los gobiernos habían dejado de amortizar hacía años esta deuda contraída en tiempos de la dictadura militar, pero, más grave aún para un país donde la forma lo es todo, el actual ni siquiera ofrecía explicaciones. Los responsables no contestaban las cartas ni los télex. Y los enviados especiales no habían sido recibidos ni por el presidente ni por los ministros sino por funcionarios de segundo nivel que respondían con evasivas y promesas deshuesadas (la famosa institución peruana del memo: dar largas hasta que el interlocutor se canse de insistir). ¿Eran éstas maneras de actuar entre países amigos?

A funcionarios y empresarios repetí que era contra este género de procedimientos y de moral política que yo estaba luchando. Y a todos expliqué que en nuestro programa eran prioritarias la renegociación con el fmi y la lucha contra el terror. No sé si me creyeron. Pero algunas cosas conseguí. Entre ellas, un acuerdo con la Keidanren para celebrar en Lima, inmediatamente después de la elección, una reunión de empresarios peruanos y japoneses encargada de echar las bases de una colaboración que abarcaría desde el tema de las deudas impagas hasta la manera como Japón podía ayudar al Perú a reinsertarse en el mundo financiero y los sectores en los que las empresas japonesas podían invertir en el Perú. El incansable Miguel Vega Alvear, quien había organizado la gira por el Oriente, quedó encargado de preparar este encuentro, a fines de abril o comienzos de mayo (las elecciones debían celebrarse el 10 de abril y no descartábamos la idea de ganar en primera vuelta).

El recibimiento más espectacular en la gira lo tuve en Taiwan. Y salí de allí convencido que de ese país vendrían inversiones importantes apenas ganáramos la elección. Funcionarios de Relaciones Exteriores me esperaban al pie del avión, dos coches con sirenas me escoltaron en todos los desplazamientos, me recibió en audiencia oficial el presidente Lee Teng-hui, así como el ministro de Relaciones Exteriores, tuvimos una sesión de trabajo con los dirigentes del Kuomintang y con empresarios privados. Y algo que yo había pedido con insistencia: una información detallada sobre la reforma agraria que transformó la isla de grandes dominios semifeudales que era al llegar allí Chiang Kai-shek en un archipiélago de pequeñas y medianas granjas en manos de propietarios privados. Esta reforma fue el impulso de partida del despegue industrial que convirtió a Taiwan en la potencia económica que es hoy.

[22] Recuerdo haber tenido en Londres, con el escritor Shiva Naipaul, que acababa de regresar de allí, una discusión sobre Singapur. Según él, ese progreso, la rápida modernización, eran un crimen cultural contra los singapurenses, quienes estaban por ello «perdiendo su alma». ¿Eran más auténticos antes, cuando vivían rodeados de pantanos, cocodrilos y mosquitos, que ahora que viven entre rascacielos? Más pintorescos, sin duda, pero estoy seguro de que todos ellos -todos los habitantes del Tercer Mundo- estarían dispuestos a renunciar a ser pintorescos a cambio de tener trabajo y vivir con un mínimo de seguridad y decencia.


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