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De otro lado, se descubrió que Fujimori era propietario de un fundo agrícola de doce hectáreas -Pampa Bonita-, que le había cedido gratis el gobierno aprista, en unas tierras privilegiadas, las de Sayán, en las cercanías norteñas de Lima, esgrimiendo para justificar aquella cesión un dispositivo de la ley de reforma agraria sobre el reparto gratuito de tierras ¡a los campesinos pobres! No era éste su único vínculo con el gobierno aprista. Fujimori había tenido, durante un año, un programa semanal, en el canal del Estado, concedido por órdenes del presidente García; había presidido una comisión gubernamental sobre temas ecológicos; asesorando al candidato aprista en la campaña del 85 sobre el tema agrario, y el apra había utilizado a menudo sus servicios para distintas funciones. (Por ejemplo, el presidente García lo envió como delegado del gobierno a una convención regional en el departamento de San Martín.) Si no militante aprista, el ingeniero Fujimori había recibido encomiendas y privilegios del gobierno aprista sólo concebibles en alguien de confianza. Sus alegatos en contra de los partidos tradicionales y su empeño en presentarse como alguien impoluto en los trajines políticos era una pose electoral.

Todo esto salía en la prensa afín a nosotros, pero quien batió el récord de las revelaciones fue César Hildebrandt, en su programa En persona, de los domingos. Magnífico periodista, sabueso tenaz, investigador acucioso e incansable, bastante más culto que el promedio de sus colegas, y valiente hasta la temeridad, Hildebrandt es también un hombre de carácter dificilísimo, susceptible y atrabiliario, cuya independencia le ha granjeado múltiples enemistades, y toda clase de querellas con los dueños o directores de las revistas, periódicos y canales en los que le ha tocado trabajar, con todos los cuales rompió (aunque, a menudo, amistó luego para volver indefectiblemente a romper), cada vez que sentía su libertad recortada o en peligro. Esta manera de ser le ha ganado muchos enemigos, desde luego, y, al final de cuentas, hasta el tener que marcharse del Perú. Pero, también, un prestigio y una garantía de independencia y una solvencia moral para opinar y criticar que ningún programa televisivo tuvo antes (ni, me temo, volverá a tener por mucho tiempo) en el Perú. Aunque amigo y bastante próximo a algunos sectores de la izquierda, a los que siempre dio tribuna en sus programas, Hildebrandt mostró a lo largo de la campaña de la primera vuelta una clara simpatía por mi candidatura, sin que ello le impidiera, desde luego, criticarnos a mí y a mis colaboradores cuando lo creía necesario.

Pero, en la segunda vuelta, Hildebrandt asumió como un deber moral hacer cuanto estuviera a su alcance para impedir lo que él llamaba el salto en el vacío, pues le parecía que un triunfo de alguien que a la improvisación aliaba la picardía, y la falta de escrúpulos, podía ser como el puntillazo para un país al que la política de los últimos años había dejado en ruinas y más dividido y violento que nunca en su historia. En persona multiplicó cada domingo los testimonios y las denuncias más severas sobre los negocios personales -limpios o dudosos- de Fujimori, sus vínculos encubiertos con Alan García y el carácter autoritario y manipulador de que había dado muestras durante su gestión, en el rectorado de la Universidad Agraria (La Molina). Muchos colegas de Fujimori en este centro de estudios se movilizaron, también, temerosos de que fuera elegido. Dos delegaciones de profesores y empleados de la Universidad Agraria vinieron a verme (el 19 de mayo y el 4 de junio) en acto público de apoyo, encabezados por el nuevo rector, Alfonso Flores Mere (tuve entonces ocasión de volver a ver a un amigo de infancia, Baldomero Cáceres, profesor en ese centro de estudios, y ahora empeñoso defensor del cultivo de la hoja de coca por razones históricas y étnicas) y en esos encuentros, los profesores molineros abundaron en razones que algunos de ellos hicieron públicas en el programa de Hildebrandt sobre los riesgos en los que podía incurrir el país, llevando a la presidencia a alguien que, como rector de esa universidad, había mostrado un temperamento autoritario.

¿Se desencantarían de Fujimori con esta campaña de revelaciones esos peruanos humildes que, en la primera vuelta, habían votado por él identificándose con su imagen de persona independiente, pobre, pura y racialmente discriminada, David que se enfrentaba al Goliat de los millonarios y blancos prepotentes? Indicios de que no iba a ser así -y de que, por mucho que les pesara a Chirinos Soto o al presidente Belaunde, los peruanos humildes no tenían el menor reparo en sentirse más identificados con un compatriota de primera generación que con otro de siglos de raigambre en el país- los tuve hacia fines de mayo, un día que Mark Mallow Brown y Freddy Cooper me llevaron a una agencia de publicidad, a observar sin ser visto una de las periódicas exploraciones que hacían del humor del electorado de los sectores C y D. Faltaban dos o tres semanas para las elecciones y yo llevaba ya más de un mes recorriendo los pueblos jóvenes de la capital, inaugurando centenares de obras del Programa de Apoyo Social. A juzgar por lo que vi y oí en aquella sesión, el esfuerzo no había dado el menor fruto. Las personas convocadas, unas doce, eran mujeres y hombres escogidos entre los más pobres de las barriadas de Lima. Dirigía la sesión una señora, que, con una desenvoltura que revelaba larga práctica, hacía hablar como cotorras a los entrevistados. La identificación de éstos con Fujimori era total y, puedo usar la expresión, irracional. No daban importancia alguna a las denuncias sobre sus negocios inmobiliarios y su fundo y, más bien, las celebraban como algo en su activo: «Es un gran pendejo, pues», afirmó uno, abriendo los ojos llenos de admiración. Otro confesó que, si se demostraba que Fujimori era un instrumento de Alan García, se sentiría inquieto. Pero aclaró que aun así votaría por él. Cuando la maestra de ceremonias preguntó qué los impresionaba más en el programa de Fujimori, la única que atinó a dar una respuesta fue una señora embarazada. Los demás se miraban con sorpresa, como si les hablaran de algo incomprensible; aquélla mencionó que el chinito daría cinco mil dólares a todos los estudiantes que se graduaran para que pusieran un negocio propio. Cuando les preguntaron por qué no votarían por mí, se los notaba desconcertados de tener que dar una explicación sobre algo en lo que no habían pensado. Por fin, alguien mencionó los cargos más frecuentes que nos hacían: el shock y la educación de los pobres. Pero la respuesta que pareció resumir mejor el sentimiento de todos fue: «Con ése están los ricos, ¿no?»

En medio de la guerra sucia, hubo también episodios de comicidad patafísica. Se llevó la palma una información aparecida el 30 de mayo en el diario aprista Hoy. Aseguraba transcribir textualmente un informe secreto de la cía sobre la campaña electoral, en el que se me atacaba con argumentos que se parecían mucho a los de la izquierda aborigen. Por mi simpatía hacia Estados Unidos y mis críticas a Cuba y a los regímenes comunistas yo, de llegar al poder, podía crear una peligrosa polarización en el país y azuzar los sentimientos antinorteamericanos. Estados Unidos no debía apoyar mi candidatura, pues era inconveniente para los intereses de Washington en la región. Apenas eché un vistazo al artículo, presentado con un titular escandaloso («Soberbia y obstinación de mvll teme Estados Unidos»), dando por supuesto que era uno de los embustes que fraguaba la prensa gobiernista. Cuál no sería mi sorpresa cuando, el 4 de junio, el embajador de Estados Unidos vino a darme incómodas explicaciones sobre aquel texto. ¿Entonces, no era fraguado? El embajador Anthony Quainton me confesó que era auténtico. Se trataba de la opinión de la cía, no de la embajada ni la del Departamento de Estado y venía a decírmelo. Le comenté que lo bueno de esto era que los comunistas ya no podrían acusarme de ser un agente de la celebérrima organización.

No tuve muchos contactos con la administración de Estados Unidos durante la campaña. La información en ese país sobre lo que yo proponía era abundante y daba por hecho que, tanto en el Departamento de Estado como en la Casa Blanca y en los organismos políticos y económicos relacionados con América Latina, habría simpatía hacia quien defendía un modelo de sociedad democrática liberal y una estrecha solidaridad con los países occidentales. Los contactos con los organismos financieros y económicos de Washington -el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, en los que el gobierno norteamericano tenía influencia decisiva- los llevaban Raúl Salazar y Lucho Bustamante y sus colaboradores y ellos me tenían al tanto de lo que parecía un buen entendimiento. Antes de la campaña, a raíz de un artículo que escribí sobre Nicaragua para The New York Times, el secretario de Estado Schultz me había invitado a almorzar a Washington, en su oficina, reunión en la que hablamos sobre las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, además de los problemas específicos del Perú, y con motivo de aquel viaje, gracias a la directora de protocolo de la Casa Blanca, la embajadora Selwa Roosevelt, una antigua amiga, había recibido una invitación a la Casa Blanca, a una cena y baile, en la que aquélla me presentó, brevísimamente, al presidente Reagan. (Mi conversación con éste no versó sobre política, sino sobre el escritor Louis l'Amour, admirado por él.) En otra ocasión, fui invitado al Departamento de Estado, por Elliot Abrams, subsecretario de Estado para América Latina, para cambiar ideas, con él y otros funcionarios encargados de la subregión, sobre problemas latinoamericanos. Durante la campaña misma, fui en tres ocasiones a Estados Unidos, en brevísimas visitas, para hablar ante las comunidades peruanas de Miami, Los Ángeles y Washington, pero sólo en la última visité a los líderes del Congreso de ambos partidos, para explicarles lo que estaba intentando hacer en el Perú y lo que esperábamos de Estados Unidos en caso de ganar. El senador Edward Kennedy, quien no estaba en ese momento en la capital, me llamó por teléfono para hacerme saber que seguía de cerca mi campaña y que me deseaba éxito. Ésa fue toda mi relación con Estados Unidos en esos tres años. El Frente no recibió un centavo de ayuda económica de instancia alguna norteamericana, donde, como revela aquel documento de la cía, había incluso agencias que, por defender de manera demasiado explícita la democracia liberal, pensaban que yo era un peligro para los intereses de Estados Unidos en el hemisferio.

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