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No todos los otros episodios de la guerra sucia fueron tan divertidos como éste. Aparte de las noticias diarias de asesinatos de activistas del Frente en distintos lugares del país, que rodeaban la segunda vuelta de sobresalto, el gobierno, a fin de contrarrestar las denuncias sobre las propiedades y los negocios de Fujimori, había reflotado su propia campaña por supuestas evasiones mías de impuestos, a través del director de la oficina de contribuciones del momento, el diligente general de división Jorge Torres Aciego (al que Fujimori premiaría más tarde por sus servicios nombrándolo ministro de Defensa y embajador en Israel), quien seguía enviando a sus funcionarios con diarias y fantásticas acotaciones a mis declaraciones juradas de los años anteriores, en medio de una espectacular publicidad. La proliferación de volantes por las calles de Lima y provincias con las más esperpénticas denuncias era inconmensurable, y a Álvaro le resultaba imposible darse tiempo para desmentir todos los infundios, e incluso, para leer aquellas decenas o centenas de hojas y panfletos lanzados en la campaña de intoxicación de la opinión pública por Hugo Otero, Guillermo Thorndike y demás amanuenses publicitarios de Alan García, que, en esas últimas semanas, batieron todas las marcas en la fabricación de mierda impresa. Álvaro seleccionaba algunas perlas de aquel proliferante muladar, que, en nuestras reuniones mañaneras, comentábamos, ironizando a veces sobre mi angelical pretensión de hacer una campaña de ideas. Una versaba sobre mi drogadicción; otra me mostraba rodeado de mujeres desnudas, en un arreglo de una entrevista que me habían hecho en Playboy y se preguntaba: «¿Será por esto que es ateo?»; otra inventaba una declaración de un Comité Nacional de Damas Católicas exhortando a los creyentes a cerrar filas contra el ateo y otra reproducía una información de La República, fechada en La Paz, Bolivia, en la que «la tía Julia», mi primera mujer, exhortaba a los peruanos a no votar por mí sino por Fujimori, algo que ella también prometía hacer (Lucho Llosa la llamó a preguntarle si era cierta aquella declaración y ella envió una carta, indignada por la calumnia.) Otro de los volantes era una supuesta carta mía a los militantes del Movimiento Libertad, en la que, haciendo alarde de aquella franqueza de que me vanagloriaba, les decía que sí, que tendríamos que despedir a un millón de empleados para que el shock (el ajuste económico) fuera un éxito, y que sin duda muchos miles de peruanos morirían de hambre en los primeros meses de las reformas, pero que luego vendrían tiempos de bonanza, y que si con la reforma de la educación cientos de miles de pobres se quedaban sin aprender a leer y escribir, para los hijos o nietos de éstos las cosas mejorarían, y que también era cierto que me había casado con una tía y luego con una prima hermana y me casaría luego tal vez con una sobrina, y que no me avergonzaba de ello porque para esto servía la libertad. Aquella campaña culminó con un remate maestro, dos días antes de las elecciones, fecha en que, según la ley, ya no se podía hacer ninguna propaganda electoral, con una invención del canal del Estado, anunciando que habían comenzado a morir niños en Huancayo «infectados con los alimentos del Programa de Apoyo Social que dirige la señora Patricia».

Naturalmente, también había buen número de volantes que atacaban a mi adversario y algunos de manera tan baja que yo me preguntaba si eran nuestros o concebidos por el apra para justificar con esas falsificaciones las acusaciones de racistas que nos hacían. Se referían casi siempre a su origen japonés, a supuestos burdeles con los que habría hecho fortuna su suegro, lo acusaban de violador de menores y otras barbaridades. Álvaro y Freddy Cooper me aseguraban que esos volantes no salían de nuestra oficina de prensa ni del comando de campaña, pero estoy seguro de que, buen número de ellos, tenían su origen en alguna de las muchas -y a estas alturas también frenéticas- instancias u oficinas del Frente.

El punto culminante de la segunda vuelta debía ser mi debate con Fujimori. Era algo que habíamos venido preparando con metódica anticipación. Yo anuncié desde el principio de la campaña que no debatiría en la primera vuelta -desgaste inútil para quien iba punteando todas las encuestas- pero que, en caso de una segunda, lo haría. Desde que retomé la campaña, a mediados de abril, fuimos dosificando la expectativa sobre aquel debate en el que yo esperaba demostrar de manera concluyente la superioridad de la propuesta del Frente, con su Plan de Gobierno, su modelo de desarrollo y sus equipos de técnicos, sobre la de Fujimori. Éste, consciente de la debilidad de su posición en un debate público en el que le sería imposible no hablar de planes concretos, intentó diluir aquel riesgo, desafiándome no a uno, sino a varios debates – primero a cuatro, luego a seis-, sobre distintos temas, y en distintos lugares del país, al mismo tiempo que urdía toda clase de subterfugios para evitarlo. Pero, en esto, nos ayudó la comidilla periodística y la impaciencia de la opinión pública, que exigía aquel espectáculo en las pantallas de televisión. Dije que aceptaría sólo un debate, completo e integral, sobre todos los temas del programa, y nombré una comisión para negociar los detalles compuesta por Álvaro, Luis Bustamante y Alberto Borea, el pugnaz líder del ppc. Los pormenores de la negociación, en la que los delegados de Fujimori hicieron lo imposible para obstaculizar el debate, los ha contado, risueñamente, Álvaro, [65] y, como fueron publicitados día a día por los medios de comunicación, contribuyeron a crear lo que buscábamos: una formidable audiencia. El ambiente preparatorio fue tal que casi todos los canales de televisión y las estaciones de radio del país transmitieron el debate en cadena.

Se llevó a cabo bajo el patrocinio de la Universidad del Pacífico y el jesuita Juan Julio Wicht hizo verdaderas proezas para que todo funcionara de manera impecable. Tuvo lugar en la noche del 3 de junio, en el Centro Cívico de Lima, cuyo local quedó colmado con trescientos periodistas que debieron acreditarse de antemano y veinte invitados por cada candidato. Lo dirigió el periodista Guido Lombardi, quien no tuvo mucho trabajo, pues, prácticamente, no llegó a entablarse siquiera la polémica. El ingeniero Fujimori se llevó escritas sus intervenciones (de seis minutos cada una) sobre todos los temas acordados -Pacificación Nacional, Programa Económico, Desarrollo Agrario, Educación, Trabajo e Informalidad y Rol del Estado- y, aunque parezca mentira, también escritas las réplicas de tres minutos y las duplicas de un minuto a que teníamos derecho. De modo que, durante el llamado debate, me sentí como, me imagino, aquellos ajedrecistas que juegan partidas contra robots o computadoras. Yo hablaba y él sacaba sus fichas y leía, sin dejar, ni siquiera así, de maltratar de cuando en cuando el género y el número de algunas frases. Quienes le habían escrito aquellas fichas trataron de suplir la vacuidad de la propuesta de Cambio 90 con la repetición ad nauseam de todos los latiguillos de la guerra sucia: el terrible shock, el millón de peruanos que perderían su empleo (pues el medio millón de la primera vuelta se duplicó en la segunda), la desaparición de la educación para los pobres y los ataques habituales (pornógrafo, drogadicto, Uchuraccay). El espectáculo de aquel hombrecito tenso y fruncido, que leía con voz monocorde, sin osar apartarse del libreto que llevaba en unas cartulinas blancas, de gruesos caracteres, pese a mis esfuerzos para que respondiera a preguntas concretas o cargos específicos relacionados con su propuesta de gobierno, tenía algo entre cómico y patético y, por momentos, me hacía sentir avergonzado, por él y también por mí. (Los cinco minutos que tuvimos cada uno para decir unas palabras finales al pueblo peruano, los empleó en denunciar, mostrando un ejemplar, que el diario Ojo había impreso ya una edición diciendo que yo había ganado la discusión.)

No era, ciertamente, esta caricatura de debate lo que merecía un pueblo que se aprestaba a ejercitar el más importante derecho en una democracia: elegir a sus gobernantes. ¿O, tal vez, sí? ¿Acaso ello era inevitable en un país con las características del Perú? Sin embargo, no en todos los países pobres, con grandes desigualdades económicas y culturales, el ejercicio de la democracia desciende a esos extremos, en el que todo esfuerzo para elevar la campaña a un cierto nivel de decoro intelectual es barrido por una incontenible ola de demagogia, incultura, chabacanería y vileza. Muchas cosas aprendí en el proceso electoral y la peor fue descubrir que la crisis peruana no sólo debía medirse en empobrecimiento, caída de niveles de vida, agravación de los contrastes, desplome de las instituciones, aumento acelerado de la violencia, sino que todo ello, sumado, había creado unas condiciones en las que el funcionamiento de la democracia resultaba una suerte de parodia, en la que los más cínicos y pillos llevaban siempre las de ganar.

Dicho esto, si tengo que elegir un episodio de los tres años de campaña del que me siento satisfecho, es mi desempeño en aquel debate. Porque, aun cuando fui a él sin hacerme ilusiones sobre el resultado de la elección, pude entonces, pese, o más bien, gracias a mi adversario, mostrar al pueblo peruano en aquellas dos horas y media, la seriedad de nuestro programa de reformas y el rol preponderante que en él tenía la lucha contra la pobreza, el esfuerzo que habíamos hecho para remover los privilegios que el Perú había visto irse acumulando para que sólo prosperara una cúpula y para que la mayoría se hundiera cada día más en el atraso.

Los preparativos fueron minuciosos y divertidos. En un retiro de un par de días, en Chosica, tuve varias sesiones de entrenamiento, con periodistas amigos, como Alfonso Baella, Fernando Viaña y César Hildebrandt, quienes (sobre todo este último) resultaron más sólidos e incisivos que el combatiente al que me preparaba a enfrentar. Además, robándole tiempo al tiempo, había preparado unas síntesis, lo más didácticas posibles, de lo que queríamos hacer en la agricultura, en la educación, en la economía, en el empleo, en la pacificación, y me atuve a estos temas, pese a que, de tanto en tanto, debí distraerme algunos instantes en responder a los ataques personales, como cuando le pregunté, a quien se preciaba de su superioridad de tecnócrata, qué les había hecho a las vacas de la Universidad Agraria para que, durante su rectorado, misteriosamente bajaran su rendimiento de 2.400 litros de leche al día a sólo 400, o cuando, ante su preocupación porque yo hubiera tenido una experiencia con drogas a los catorce años, le aconsejé que se inquietara por alguien más contemporáneo y cercano a él, como Madame Carmelí, astróloga y candidata a una diputación por Cambio 90, condenada a diez años de cárcel por narcotraficante.

[65] El diablo en campaña, pp. 195-204.


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