Y junto con la religión, irrumpía en la campaña otro tema igualmente inesperado, y más siniestro: el racismo, los prejuicios étnicos, los resentimientos sociales. Todo ello existe en el Perú desde antes de la llegada de los europeos, cuando los civilizados quechuas serranos tenían el más profundo desprecio por las pequeñas y primitivas culturas de los yungas costeños, y ha sido un factor de violencia y un obstáculo importante para la integración de la sociedad peruana a lo largo de toda la República. Pero en ninguna campaña electoral anterior apareció de manera tan desembozada como en la segunda vuelta, exhibiendo a la luz pública una de las peores lacras nacionales.
Cuando se habla de prejuicio racial, se piensa de inmediato en el que alienta aquel que tiene una posición de privilegio hacia el que se halla discriminado y explotado, es decir, en el caso del Perú, el del blanco hacia el indio, el negro y las distintas variantes del mestizo (el cholo, el mulato, el zambo, el chinocholo, etcétera), pues, simplicando -y, en lo que concierne a las últimas décadas, simplicando mucho-, es verdad que el poder económico suele concentrarse en la pequeña minoría de ancestros europeos y la pobreza y miseria -esto sin excepción- en los peruanos indígenas y de origen africano. Esa minúscula minoría blanca o emblanquecida por el dinero y el ascenso social no ha ocultado jamás su desprecio hacia los peruanos de otro color y otra cultura, al extremo de que expresiones como «indio», «cholo», «negro», «zambo», «chino» tienen en su boca una connotación peyorativa. Aunque no escrita, ni amparada por alguna legislación, siempre ha habido en esa pequeña cúpula blanca una tácita actitud discriminatoria hacia los otros peruanos, que, a veces, generaba pasajeros escándalos, como, por ejemplo, uno célebre, en los años cincuenta, cuando el Club Nacional baloteó, impidiéndole el ingreso a la institución a un destacado agricultor y empresario iqueño, Pedro Guimoyi, por su origen asiático, o cuando, en el Congreso fantoche de la dictadura de Odría, un parlamentario de apellido Faura intentó hacer aprobar una ley a fin de que los serranos (en verdad, los indios) tuvieran que pedir un salvoconducto para venir a Lima. (En mi propia familia, cuando yo era niño, la tía Eliana fue discretamente segregada por casarse con un oriental.)
Ahora bien, paralelos y recíprocos a estos sentimientos y complejos, existen los prejuicios y rencores de las otras etnias o grupos sociales hacia el blanco y entre sí, superponiéndose y cruzándose con ellos las actitudes despectivas inspiradas en lealtades geográficas y locales. (Como, después de la Conquista, el eje de la vida política y económica peruana se desplazó de la sierra a la costa, desde entonces el costeño pasó a despreciar al serrano y a mirarlo como a un inferior.) No es exagerado decir que, si se radiografía de manera profunda a la sociedad peruana, apartando aquellas formas que los encubren, y que son tan arraigadas en casi todos los habitantes de ese «país antiguo» que somos -la antigüedad es siempre forma y ritual, es decir disimulo y ficción-, lo que aparece es una verdadera caldera de odios, resentimientos y prejuicios, en que el blanco desprecia al indio y al negro, el indio al negro y al blanco y el negro al blanco y al indio y donde cada peruano, desde su pequeño segmento social, étnico, racial y económico, se afirma a sí mismo despreciando al que cree debajo y volcando su rencor envidioso hacia el que siente arriba de él. Esto, que ocurre más o menos en todos los países de América Latina de distintas razas y culturas, está agravado en el Perú porque, a diferencia de México o de Paraguay, por ejemplo, el mestizaje entre nosotros ha sido lento, y las diferencias sociales y económicas se han mantenido por encima del promedio continental. La gran niveladora social, la clase media, que hasta mediados de los cincuenta había venido creciendo, pasó luego a estancarse en los sesenta y desde entonces había venido adelgazándose. En 1990 era muy pequeña, e incapaz de amortiguar la tremenda tirantez entre la cúspide económica -conformada en su inmensa mayoría por blancos- y los millones de peruanos oscuros, pobres, pobrísimos y miserables.
Aquellas tensiones y divisiones subterráneas se agravaron en el Perú desde la dictadura de Velasco, la que usó el prejuicio racial y el resentimiento étnico de manera bastante explícita en sus campañas propagandísticas, para fabricarse una cara popular: el régimen de los peruanos cholos e indios. No lo consiguió, pues no llegó nunca a tener mucho arraigo entre los sectores más desfavorecidos, ni siquiera en los momentos en que llevaba a cabo aquellas reformas populistas que despertaron expectativas en este sector
– las nacionalizaciones de haciendas y empresas y la estatización del petróleo-, pero algo de aquel contencioso, hasta entonces más o menos reprimido, salió a flote y comenzó a gravitar de manera más visible que antaño en la vida pública, y a crisparse y agravarse a medida que, en gran parte por aquellas equivocadas reformas, el Perú se empobrecía y atrasaba y aumentaban los desequilibrios económicos entre los peruanos. En abril y mayo de 1990, todo aquello irrumpió como un torrente de lodo en la contienda electoral.
Fueron algunos de mis partidarios, ya lo he dicho, los primeros en incurrir en abiertas actitudes racistas, lo que me obligó, la noche del 10 de abril, a recordar, que Fujimori era tan peruano como yo. Cuando éste, a la mañana siguiente, en su inesperada visita, me agradeció haberlo hecho, le dije que debíamos tratar de que el tema racial desapareciera de la campaña, pues era explosivo en un país con las violencias del Perú. Me aseguró que así lo creía también. Pero en las semanas siguientes recurriría a él, y con provecho.
Como, al reiniciar la campaña, todavía se señalaban incidentes en que asiáticos eran objeto de vejaciones o insultos, en la segunda mitad de abril, hice muchos gestos de acercamiento y solidaridad con la comunidad nisei. Me reuní con dirigentes de ella, en el Movimiento Libertad, el 20 y el 25 de abril, y convoqué a la prensa en ambas ocasiones para condenar toda discriminación en un país que tenía la suerte de ser una encrucijada de razas y culturas. El mismo 20 de abril hablé con todos los reporteros y corresponsales enviados de urgencia desde Tokio a cubrir esa segunda vuelta en la que, por primera vez en la historia, un nisei podía llegar a ser jefe de Estado de un país que no fuera Japón.
La colonia japonesa publicó un comunicado el 16 de mayo, protestando por los incidentes, y afirmando de manera enfática que no había tomado partido orgánicamente por ninguno de los dos candidatos, y el embajador del Japón, Masaki Seo -quien se había mostrado siempre extremadamente cordial conmigo y con el Frente- hizo también una declaración desmintiendo que su país hubiera hecho promesas a algún candidato. (Fujimori insinuaba que si era elegido lloverían sobre Perú dádivas y créditos del Japón.)
Creí que, de esta manera, el tema racial se iría diluyendo y que el debate electoral podría centrarse en los dos temas en los que yo tenía ventaja, el programa de gobierno y el pas.
Pero el tema racial sólo había sacado la cabeza. Pronto tendría el cuerpo entero en la palestra, metido a empellones y por la puerta grande, ahora por mi adversario. Desde su primera manifestación pública Fujimori empezó a repetir lo que sería el leitmotiv de su campaña a partir de entonces: el del «chinito y los cuatro cholitos». Eso es lo que pensaban los vargasllosistas que era su candidatura; pero ellos no se avergonzaban de ser lo mismo que millones y millones de peruanos: chinitos, cholitos, indiecitos, negritos. ¿Era justo que el Perú fuera sólo de los blanquitos? El Perú era de los chinitos como él y de los cholitos como su primer vicepresidente. Y entonces presentaba al simpático Máximo San Román, quien, con los brazos en alto, mostraba al público su recia cara de cholo cusqueño. Cuando me hicieron ver el vídeo de un mitin en Villa el Salvador del 9 de mayo, en el que Fujimori utilizaba de esta manera desembozada el tema racial -lo había hecho ya antes, en Tacna- definiendo la contienda electoral ante las empobrecidas masas indias y cholas de los pueblos jóvenes, como una confrontación entre los blancos y los oscuros, lo lamenté, porque azuzar de esa manera el prejuicio racial significaba jugar con fuego, pero pensé que le iba a dar buenos réditos electorales. Rencor, resentimiento, frustración de gentes secularmente explotadas y marginadas, que veían en el blanco al poderoso y al explotador, podían ser maravillosamente manipulados por un demagogo, si repetía algo que, por lo demás, tenía base: que los blanquitos del Perú parecían apoyar como un solo bloque mi candidatura.
De esta manera, el asunto racial ocupó un espacio central en la campaña. A mis propios partidarios, aquella operación racista llegaba a descolocarlos y a hacerlos vivir momentos muy incómodos. Recuerdo haber visto una entrevista por televisión a uno de los dirigentes de Acción Popular, que trabajaba en el comité del Plan de Gobierno y era ministro de Agricultura en el gabinete propuesto por Lucho Bustamante y Raúl Salazar, Jaime de Althaus, defendiéndose de las acusaciones de un periodista del Canal 5, de que mi candidatura fuera la de los blanquitos, y precisando que tales y tales dirigentes nuestros eran cholitos de orígenes muy humildes, y de piel tan oscura como la de cualquier fujimorista. Jaime parecía tratando de disculparse por tener los cabellos claros y los ojos azules.
Por este camino estábamos perdidos. Desde luego que, si se trataba de eso, hubiéramos podido mostrar que no sólo había blanquitos en el Frente sino cientos de miles de peruanos oscuros, de todas las variedades imaginables. Pero no se trataba de eso y para mí eran tan repugnantes los prejuicios contra un peruano japonés o indio como contra un peruano blanco, y así lo dije, cada vez que me vi obligado a tocar el tema. Él no se apartó ya de la campaña y un número indeterminado -pero pienso que alto- de votantes fue sensible a él, sintiendo que, al votar por un amarillo contra un blanco (es lo que parece que soy, en el mosaico de las razas peruanas) cumplía un acto de solidaridad y de desquite étnicos.
Si la guerra electoral había sido sucia en la primera vuelta, ahora fue inmunda. Gracias a informaciones espontáneas que nos llegaban de distintas fuentes, y a averiguaciones hechas por la propia gente del Frente Democrático o por los periodistas y medios que apoyaban mi candidatura, como los diarios Expreso, El Comercio, Ojo, el Canal 4, la revista Oiga y, sobre todo, el programa televisivo de César Hildebrandt, En persona, el misterio en torno al ingeniero Fujimori comenzaba a disiparse. Surgía una realidad bastante diferente de esa, mitológica, con que lo habían revestido los medios de comunicación controlados por el apra y la izquierda. Por lo pronto, el candidato de los pobres no era nada pobre y disfrutaba de un patrimonio considerablemente más sólido que el mío, a juzgar por las decenas de casas y edificios que poseía, había comprado, vendido y revendido, en los últimos años, en distintos barrios de Lima, subvaluando sus precios en el registro de la propiedad para reducir el pago de impuestos, como mostró el diputado independiente Fernando Olivera, quien había hecho de la lucha por la moralización el caballo de batalla de toda su gestión y quien con este motivo presentó una denuncia penal contra el candidato de Cambio 90 ante la 32.a Fiscalía por «delito de defraudación tributaria y contra la fe pública», que, naturalmente, no prosperó. [64]