Con estos antecedentes no parecía imposible, pues, que, envalentonados con la alta votación alcanzada por Fujimori en la primera vuelta y el número de evangélicos elegidos al Congreso, algunos de los más exaltados o delirantes, entre aquellos pastores, atacaran a la Iglesia o dijeran y escribieran cosas que ésta consideró ofensivas. Así ocurrió. A la vez que un célebre predicador evangélico hispánico de los Estados Unidos, el Hermano Pablo -cuyos programas de radio se oían en todo el Continente- era traído desde California y llenaba varios estadios de provincias en el Perú, haciendo abierta campaña por Fujimori, en Arequipa, en Lima, en Chimbote, en Huancayo, en Huancavelica, empezaron a circular volantes en los que, a la vez que se exhortaba a los cristianos a votar por mi adversario, se afirmaba que con la presidencia de éste terminaría el monopolio papista y se acusaba a la Iglesia de estar coludida con los explotadores y los ricos y ser causante de muchas desgracias del Perú. Y, como si esto fuera poco, en las fachadas y muros de las iglesias aparecieron de pronto inscripciones injuriosas contra el catolicismo, los santos y la Virgen María.
Yo había dado instrucciones explícitas al comando de campaña y a los dirigentes del Movimiento Libertad de que no se valieran de esos ardides, y prohibieran a nuestros militantes operaciones de guerra sucia, porque eran inmorales y, también, porque desatar la guerra religiosa podía ser contraproducente. Pero no hubo manera de evitarlo. Después supe que muchachos de Movilización, del Movimiento Libertad, habían recorrido pueblos y mercados haciéndose pasar por evangélicos fujimoristas hablando pestes de los católicos y, sin duda, ellos fueron responsables de algunas de aquellas pintas. Pero no de todas. Pues, por increíble que parezca -aunque nada es increíble tratándose del fanatismo-, algunas de las organizaciones evangélicas, sobre todo las más estrafalarias, creyeron, luego del éxito obtenido por sus candidatos parlamentarios, que había llegado la hora de declarar la guerra abierta a «los papistas». En Ancash, por ejemplo, los Hijos de Jehová (no confundir con los Testigos de Jehová, también activos militantes pro Fujimori) hicieron circular un volante, que, para escándalo del obispo local, monseñor Ramón Gurruchaga, repartieron hasta en un convento de monjas, diciendo que para el pueblo peruano había llegado el momento de liberarse de la servidumbre a una «Iglesia pagana y fetichista», y de emancipar a los niños de esas escuelas confesionales que «les enseñan a adorar ídolos». Volantes de parecido o más agresivo tenor circularon en Huancayo, Tacna, Huancavelica, Huánuco y, sobre todo, en Chimbote, donde la implantación de las iglesias evangélicas en los barrios de pescadores y obreros de las fábricas de harina de pescado llevaba ya muchos años. [60] La movilización evangélica en Chimbote tuvo unas connotaciones anticatólicas tan afiladas, que el obispo, monseñor Luis Bambarén -destacado progresista de la Iglesia peruana- intervino en la polémica con enérgicas declaraciones contra las sectas que «lanzan epítetos contra la fe católica» y respaldando al arzobispo. [61]
El tema religioso ocupó el centro del debate electoral. Fue objeto de enconos, maniobras, disputas y espectaculares iniciativas o cómicos malentendidos que no tenían precedentes en la historia del Perú, donde, a diferencia de Colombia o Venezuela, países en los que hubo guerras religiosas, las rivalidades decimonónicas entre la Iglesia y el liberalismo jamás fueron sangrientas. En la tercera semana de mayo, el arzobispo Vargas Alzamora, publicó una carta pastoral a los católicos de Lima, diciendo que «la caridad nos mueve a no callar más» y que se sentía obligado a condenar la «campaña insidiosa contra nuestra fe» iniciada por las sectas evangélicas «con motivo del poder político alcanzado en las últimas elecciones parlamentarias».
Sin dejarse arredrar por la tempestad de críticas que esta carta mereció en las publicaciones apristas y de izquierda, que lo acusaban de «haberse puesto la vincha» (los militantes del Movimiento Libertad usaban vinchas en los mítines), monseñor Vargas Alzamora dio una conferencia el 23 de mayo diciendo que no podía quedarse callado -«porque el que calla admite»- ante publicaciones que ofendían a la Virgen María y al Papa y llamaban a la Iglesia «pagana, inicua y fetichista». Dijo que no responsabilizaba a todos los grupos evangélicos de aquellos ataques, sino a unos cuantos, cuyas injurias «debían tener un límite». Y anunció que, el 31 de mayo, la efigie del Señor de los Milagros, la devoción más popular de Lima, saldría en procesión por las calles del centro para acompañar, en acto de desagravio, a la imagen de la Virgen María, y como demostración de que el pueblo era católico. Poco antes, en Arequipa, el arzobispo Vargas Ruiz de Somocurcio había convocado también por las mismas razones, para el 26 de mayo, una procesión con la imagen más venerada de la región sureña: la de la Virgen de Chapi.
En esos balances tempraneros que hacíamos con Álvaro, en mi escritorio, recuerdo haberle dicho, por aquellos días, empezando a creer en el realismo mágico por las proporciones alucinantes que tomaba la querella religiosa, que se equivocaban los partidarios míos que creían que esa imagen de defensor del catolicismo contra las sectas evangélicas que, sin quererlo ni buscarlo, me estaban construyendo iba a darme la victoria electoral. La Iglesia Católica en el Perú estaba profundamente dividida desde los años de la teología de la liberación, y yo conocía a bastantes progresistas católicos criollos para saber que eran mucho más progresistas que católicos. Irritados con la actitud de la jerarquía favorable a mi candidatura, pasarían resueltamente, con santo celo y en nombre de su condición de creyentes, que ellos no tenían empacho en convertir en mercancía política, a exhortar a los fieles a no dejarse manipular por la «jerarquía reaccionaria» y a votar por Fujimori en nombre de «la Iglesia popular». De este modo, no sólo perdería de todas maneras las elecciones, sino las perdería de mala manera, en la confusión ideológica, el malentendido religioso y el absurdo político.
Es lo que ocurrió. El obispo de Cajamarca, monseñor José Dammert, progresista de la Iglesia, apareció el 28 de mayo en La República, criticando al arzobispo de Lima, quien, según él, se había dejado instrumentalizar por el Frente -«había pisado el palito»-, y a condenar que se pretendiera revivir «un catolicismo de cruzada, de conquista, de lo que en España llamaron el catolicismo nacional». Así interpretaba este prelado la decisión del arzobispo de sacar en la procesión, junto al Señor de los Milagros, a una imagen traída al Perú por los conquistadores: la Virgen de la Evangelización. (Otros progresistas se preguntarían si esto significaba que monseñor Vargas Alzamora quería resucitar la Inquisición.) En tanto que muchas personalidades e instituciones del sector considerado conservador de la Iglesia, como la Acción Católica, el Consorcio de Centros Educativos Católicos, el Opus Dei, el Sodalitium, la Legión de María, cerraban filas junto al primado de la Iglesia, en los medios gubernamentales y de la izquierda proliferaban las críticas a la jerarquía por connotados católicos progresistas, como el senador Rolando Ames (La República, 30 de mayo) protestando por la utilización política que quería hacer el episcopado a mi favor y por la conjura de «ciertos obispos que se oponen a una candidatura presidencial». En Página Llibre aparecían a diario listas de «católicos progresistas» urgiendo a votar por Fujimori y anuncios de que millares de humildes mujeres de los clubes de madres, «pertenecientes a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana» habían enviado al Papa ¡120 páginas de firmas! manifestando su protesta contra las autoridades de la Iglesia que inducían a los fieles a votar contra Fujimori, «el candidato del pueblo» (1 de junio de 1990).
El presidente Alan García anunció que asistiría a la procesión de desagravio a la Virgen María, porque era miembro, desde hacía diez años, «de la Novena Cuadrilla de la Hermandad del Cristo Morado», pero que no tenían derecho a asistir «quienes creen que es una huachafería y se proclaman agnósticos». Comparable a estas declaraciones en el involuntario humor, fue una propuesta, formulada muy en serio, que recibí en una reunión del comando de campaña del Frente, para autorizar un milagro en el curso de aquella procesión. Se trataba, mediante destrezas electrónicas, de abrir la boca del Señor de los Milagros en un momento culminante del recorrido y hacerlo pronunciar mi nombre. «Si el Cristo morado habla, ganamos», chisporroteaba Pipo Thorndike.
Como es natural, ni yo ni Patricia ni Álvaro habíamos pensado asistir a la procesión (aunque concurrió mi madre, sinceramente alarmada de que los demonios evangélicos fueran a adueñarse del Perú), pero tampoco asistieron los católicos más militantes entre los dirigentes del Movimiento Libertad, acatando el llamado que hizo monseñor Vargas Alzamora a los líderes políticos de que se abstuvieran de desnaturalizar el acto. Una inmensa muchedumbre cubrió la plaza de Armas aquel día; también había sido masiva la concurrencia que escoltó a la Virgen de Chapi, en Arequipa.
Fujimori, desde el principio de esta campaña, actuó con habilidad, agradeciendo al arzobispo y a los obispos todas sus intervenciones, proclamándose católico convicto y confeso -sus hijos estudiaban con los padres agustinos-, prometiendo que en su gobierno no se modificarían un ápice las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado y felicitándose de que saliera a las calles, fuera de temporada -pues su procesión es en octubre-, «nuestro venerado Señor de los Milagros», algo que «no podría decir un agnóstico». [62] Desde entonces no perdió oportunidad para fotografiarse y ser filmado en las iglesias o mostrando, orgulloso, la foto de su hijo Kenji haciendo la primera comunión. No parecía acordarse para nada de sus esforzados aliados, los evangélicos, de los que, por lo demás, apenas subió al poder, se sacudió a toda prisa. [63]
En medio de este maremagno religioso, en el que yo me sentía extraviado, sin saber cómo actuar para no meter demasiado la pata, no parecer un oportunista y un cínico, y no desdecirme de lo que había dicho que creía y no creía, recibí una discreta solicitud del Nuncio Apostólico para que conversáramos. Nos reunimos en el departamento de Alfredo Barnechea y allí, el purpurado -como hubiera dicho mi antiguo redactor Demetrio Túpac Yupanqui-, fino diplomático italiano, me hizo saber, sin decírmelo con todas sus letras, de la preocupación de la Iglesia por una asunción al poder político de las sectas evangélicas en un país tradicionalmente católico, como el Perú. ¿No se podía hacer algo? Le bromeé que yo estaba haciendo todo lo posible para impedirlo, pero que ganar la segunda vuelta no dependía sólo de mí. Pocos días después, Freddy Cooper se presentó a mi casa a anunciarme que el papa Juan Pablo II me recibiría, en Roma, en audiencia especial, dentro de tres días. Podía ir, asistir a la cita y volver en poco más de cuarenta y ocho horas, de modo que el cronograma de la campaña no se vería afectado. Aquella entrevista desvanecería los últimos remilgos que podían alentar, pese a lo que ocurría, algunos católicos peruanos de viejo cuño, a votar por un agnóstico. Ésta fue también la opinión de varios miembros del comando de campaña y del kitchen cabinet. Pero, aunque en un momento estuve tentado -más por curiosidad hacia la figura del Papa que porque confiara en los beneficios electorales de la reunión-, decidí no hacerlo. Hubiera sido una operación tan obviamente oportunista que nos hubiera llenado a todos de vergüenza.