XXII. Caballos rosados Atuona, Hiva Da, mayo de 1903
Supo que su vida entraba en la recta final cuando, a principios de 1903, advirtió que, últimamente, ya no necesitaba valerse de tretas y halagos para atraer a La Casa del Placer a las niñas del colegio de Santa Ana, que regentaban esas seis monjitas de la orden de las hermanas de Cluny que, al cruzarse con él por Atuona, se santiguaban inquietas. Pues las niñas, cada vez con más frecuencia, cada vez más numerosas, se escapaban de la escuela para hacerle visitas clandestinas. No venían a verte a ti, desde luego, aunque sabían muy bien que, si entraban a la casa y se ponían al alcance de tus manos, tú, más por cumplir con un rito que por el placer ahora que eras un hombre semiciego e inválido, les acariciarías los pechos, las nalgas, el sexo, y las incitarías a desnudarse. Todo lo cual provocaba en las chiquillas carreras, grititos, una alegre excitación, como si practicaran contigo un deporte más arriesgado que cortar las aguas con una piragua maorí en la Bahía de los Traidores. En verdad, venían a ver las fotos pornográficas. Debían haberse convertido en un objeto mítico, el símbolo mismo del pecado, para profesores y alumnos de los colegios de la misión católica y la escuelita protestante, y para el resto de los vecinos de Atuona. Y venían, también, claro, a reírse a carcajadas con los monigotes del jardín que ridiculizaban al obispo Joseph Martin -Padre Lujuria y a su ama de llaves y presunta amante Teresa.
¿Por qué hubieran venido, si no, esas niñas a La Casa del Placer con la libertad con que ahora lo hacían si todavía te consideraran un peligro, como los primeros meses, como el primer año de tu estancia en Hiva Oa, Koke? En el estado lastimoso en que te encontrabas, ya no constituías un riesgo: no ibas a hacer perder la virginidad ni embarazar a esas niñas marquesanas. No hubieras podido hacerles el amor aunque te lo hubieran permitido, porque, desde hacía algún tiempo, no habías vuelto a tener erecciones ni asomo de deseo sexual. Sólo ardores y escozores enloquecidos en las piernas, sólo punzadas en el cuerpo y esas rachas de palpitaciones que te cortaban la respiración.
El pastor Vernier lo había persuadido de que, por un tiempo al menos, interrumpiera las inyecciones de morfina, a las que el organismo de Koke se había acostumbrado, pues ya no surtían efecto contra los dolores. Obediente, confió la jeringuilla al almacenero Ben Varney, para no tener la tentación a la mano. Pero las cataplasmas y frotaciones con el ungüento de mostaza que encargó a Papeete no atenuaban el escozor de las llagas de ambas piernas, cuyo hedor, además, atraía las moscas. Sólo las gotitas de láudano lo calmaban, sumiéndolo en un torpor vegetal del que apenas salía cuando venía a vedo alguno de los amigos -su vecino Tioka, que había reconstruido ya su casa, el anamita Ky Dong, el pastor Vernier, Frébault y Ben Varney- o cuando irrumpían, como una bandada de-pajarillos, las chiquillas del colegio de las hermanas de Cluny para contemplar, con las pupilas encendidas y zumbando como moscardones, los acoplamientos de las postales eróticas de Port-Said.
La presencia de esas chiquillas llenas de picardía y de malicia en La Casa del Placer era una bocanada de juventud a tu alrededor, algo que, por un rato, te distraía de tus achaques y te hacía sentir bien. Dejabas que las chiquillas circularan por todos los cuartos, que lo revolvieran todo, y ordenabas a los criados que les ofrecieran de beber y de comer. Las hermanas de Cluny las educaban como es debido; hasta donde podías darte cuenta, ninguna de esas visitantes clandestinas se había llevado un objeto, ni un dibujo, como recuerdo de La Casa del Placer.
Un día que, alentado por el buen tiempo y una merma del ardor de las piernas, ayudado por los dos criados, se hizo subir al cochecito tirado por el pony y salió a dar un paseo, bajando hasta la playa, la visión del sol destellando sobre la islita vecina de Hanakee -cachalote inmóvil y eterno- antes de ponerse, lo emocionó hasta las lágrimas. Y añoró con más nostalgia que nunca la salud perdida. Cómo te hubiera gustado, Koke, poder trepar esos montes, el Temetiu y el Feani, de laderas boscosas y escarpadas, y explorar sus valles profundos, en pos de aldeas perdidas, donde vieras operar a los tatuado res secretos y te invitaran a participar en algún festín de antropofagia rejuvenecedora. Porque tú lo sabías: nada de eso había desaparecido en las intimidades recónditas de los bosques donde no llegaba la autoridad de monseñor Marón, ni la del pastor Vernier, ni la del gendarme Claverie. Al regresar, recorriendo la calle que era la espina dorsal de Atuona, sus débiles ojos registraron, en el descampado vecino a las construcciones de la misión católica -el colegio de varones, el de las niñas, la iglesia y la residencia del obispo Joseph Martin-, algo que lo llevó a frenar al pony y acercarse. Dispuestas en círculo y vigiladas por una de las monjitas, un grupo de alumnas entre las más pequeñas jugaba, en medio de un alegre vocinglerío. No era la resolana lo que deshacía esos perfiles y esas siluetas embutidas en las túnicas misioneras de las escolares que, aprovechando que la niña «de castigo», en el centro, se acercaba a preguntar algo a una de sus compañeras, cambiaban a la carrera de posiciones en el círculo; era su decadente vista la que le borroneaba la visión de ese juego infantil. ¿Qué preguntaba la niña «de castigo» a las compañeritas del círculo, a las que se iba aproximando, y qué era lo que éstas le respondían al despedirla? Era evidente que se trataba de fórmulas, que unas y otras repetían de manera mecánica. No jugaban en francés, sino en el maori marquesano que Koke entendía mal, sobre todo en la boca de los niños. Pero inmediatamente adivinó qué juego era ése, qué preguntaba la niña «de castigo» saltando de una a otra compañerita del círculo y cómo era rechazada siempre con el mismo estribillo:
– ¿Es aquí el Paraíso?
– No, señorita, aquí no. Vaya y pregunte en la otra esquina.
Una oleada cálida lo invadió. Por segunda vez en el día, sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¿Están jugando al Paraíso, verdad, hermana? -preguntó a la monja, una mujer pequeñita y menuda, medio perdida en el hábito de grandes pliegues.
– Un lugar donde usted nunca entrará -le repuso la monjita, haciéndole una especie de exorcismo con su pequeño puño-. Váyase, no se acerque a estas niñas, se lo ruego.
– Yo también jugaba a ese juego de pequeño, hermana.
Koke, espoleó su pony y lo orientó hacia el rumor del río Make Make, a cuya orilla se encontraba La Casa del Placer. ¿Por qué te enternecía descubrir que estas niñas marquesanas jugaban al juego del Paraíso, ellas también? Porque, viéndolas, la memoria te devolvió, con esa nitidez con la que tus ojos ya no verían nunca más el mundo, tu propia imagen, de pantalón corto, con babero y bucles, correteando también, como niño «de castigo», en el centro de un círculo de primitas y primitos y niños de la vecindad del barrio de San Marcelo, de un lado a otro, preguntando en tu español limeño, «¿Es aquí el Paraíso?››, «No, en la otra esquina, señor, pregunte allá››, mientras, a tu espalda, niños y niñas cambiaban de sitio en la circunferencia. La casa de los Echenique y los Tristán, una de las mansiones coloniales del centro de Lima, estaba llena de criados y de mayordomos indios, negros y mestizos. En el tercer patio, al que tu madre les había prohibido acercarse a ti y a tu hermanita María Fernanda, mantenían encerrado a un loco de la familia, cuyos súbitos gritos aterraban a los párvulos de la casa. A ti, además de aterrarte, te fascinaban. ¡El juego del Paraíso! Todavía no encontrabas ese escurridizo lugar, Koke. ¿Existía? ¿Era un fuego fatuo, un espejismo? No lo encontrarías tampoco en la otra vida, pues, como acababa de profetizar esa hermana de Cluny, lo seguro era que, allá, a ti te hubieran reservado un lugar en el infierno. Cuando, acalorados y fatigados de jugar al Paraíso, María Fernanda y tú entraban al salón de la casa lleno de espejos ovalados y de óleos, de alfombras y mullidos confortables, allí estaba siempre, sentado junto a la enorme ventana con celosías de madera desde la que podía espiar la calle sin ser visto, el tío abuelo, don Pío Tristán, tomando una infalible taza de chocolate humeante en la que sopaba aquellos bizcochos limeños llamados biscotelas. Siempre te ofrecía una, con sonrisa bonachona: «Ven aquí, Pablito, picarón››.
No sólo la enfermedad de nombre impronunciable se fue agravando a pasos rápidos desde el inicio del año 1903. También, la pugna de Paul con la autoridad, personificada en el gendarme Jean-Paul Claverie, se. fue envenenando y enredándote en un dédalo legal. Al extremo de que, un buen día, comprendiste que Ben Varney y Ky Dong no exageraban: al paso que iban las cosas, terminarías en la cárcel y con todos tus escasos bienes confiscados.
En enero de 1903 llegó a Atuona uno de esos jueces volantes que el poder colonial enviaba por las islas de tanto en tanto, para resolver los casos judiciales pendientes. Maitre Horville, un aburrido magistrado que seguía los consejos y opiniones de Claverie, se ocupó ante todo del caso de los veintinueve indígenas de un pequeño poblado costero, en el valle de Hanaiapa, en la costa norte de la isla. Claverie y el obispo Martin los acusaban, amparados en una delación, de haberse emborrachado y fabricado alcohol clandestino, en violación de la norma que prohibía consumir bebidas alcohólicas a los nativos. Koke asumió la defensa de los acusados y anunció que los representaría ante el tribunal. Pero no pudo ejercitar su acción de defensor. El día de la audiencia, se presentó vestido como nativo marquesano, con sólo su pareo, el pecho desnudo y tatuado, y descalzo. Con aire desafiante, se sentó en el suelo, entre los acusados, con las piernas cruzadas a la manera indígena. Luego de un largo silencio, el juez Horville, que lo miraba echando ascuas, lo expulsó de la sala, acusándolo de faltar el respeto al tribunal. Que fuera a vestirse de europeo si quería asumir la defensa de los procesados. Pero, cuando Paul regresó, tres cuartos de hora después, con pantalón, camisa, corbata, chaqueta, zapatos y sombrero, el juez había dado ya su veredicto, condenando a los veintinueve maoríes a cinco días de prisión y cien francos de multa. El disgusto de Koke fue tan grande que, en la puerta del local donde se celebró el juicio -la oficina de Correos-, tuvo un vómito de sangre que le hizo perder el sentido por varios minutos.
Unos días después, el amigo Ky Dong vino, tarde en la noche, cuando Atuona dormía, a La Casa del Placer, con una información alarmante. No la conocía de manera directa, sino a través de su amigo común, el comerciante Émile Frébault, quien, a su vez, era compadre del gendarme Claverie, con el que compartían la pasión por las comilonas de tamara a, los alimentos cocidos bajo tierra con piedras calientes. El último día que salieron juntos de pesca, el gendarme, loco de felicidad, mostró a Frébault una comunicación de las autoridades de Tahití autorizándolo a «proceder cuanto antes contra el individuo Gauguin, hasta quebrado o aniquilado, pues sus ataques a la escuela obligatoria y el pago de impuestos, socavan el trabajo de la misión católica y subvierten a los indígenas a los que Francia se ha comprometido a proteger». Ky Dong tenía anotada esta frase, que leyó con voz calmosa, a la luz de un candil. Todo era suave y felino en el príncipe anamita; a Koke lo hacía pensar en gatos, panteras y leopardos. ¿Habría sido un terrorista este buen amigo? Parecía difícil que un hombre de maneras tan suaves y hablar tan fino pusiera bombas.