VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897
El 3 de julio de 1895 Paul subió en Marsella al barco The Australian, agotado pero contento. Las últimas semanas había vivido angustiado, temiendo una muerte súbita. No quería que sus restos se pudrieran en Europa, sino en Polinesia, su tierra de adopción. Por lo menos en eso coincidías con las locuras internacionalistas de la abuela Flora, Koke. Dónde se nacía era un accidente; la verdadera patria uno la elegía, con su cuerpo y su alma. Tú habías elegido Tahití. Morirías como salvaje, en esa bella tierra de salvajes. Ese pensamiento le quitaba un gran peso de encima. ¿No te importaba no ver más a tus hijos, ni a los amigos, Paul? ¿A Daniel, al buen Schuff, a los discípulos últimos de Pont-Aven, a los Molard? Bah, no te importaba lo más mínimo.
En la escala de Port-Said, antes de iniciar el cruce del Canal de Suez, bajó a curiosear en el mercadillo improvisado junto a la pasarela del barco, y, de pronto, en medio de la muchedumbre de voces y chillidos de los vendedores árabes, griegos y turcos que ofrecían telas, baratijas, dátiles, perfumes, dulces de miel, descubrió un nubio de turbante rojizo que le hacía un guiño obsceno, mostrándole algo semioculto entre sus manazas. Era una soberbia colección de fotos eróticas, en buen estado, donde aparecían todas las posturas y combinaciones imaginables, hasta una mujer sodomizada por un lebrel. Le compró las cuarenta y cinco fotos de inmediato. Irían a enriquecer su baúl de clichés, objetos y curiosidades, que había dejado en un depósito, en Papeete. Se regocijó imaginando las reacciones de las tahitianas cuando les mostrara estas locuras.
Revisar aquellas fotos y fantasear a partir de sus imágenes fue una de las pocas distracciones de aquellos dos meses interminables para llegar a Tahití, con escalas en Sidney y en Auckland, donde estuvo varado tres semanas esperando un barco que hiciera la ruta de las islas. Llegó a Papeete el 8 de septiembre. El barco entró en la laguna con la gran orgía de luces del amanecer. Sintió indescriptible felicidad, como si volviera a casa y una nube de parientes y amigos estuvieran en el puerto para darle la bienvenida. Pero no había nadie esperándolo y le costó un triunfo encontrar un coche bastante grande que lo llevara con todos sus bultos, paquetes, rollos de telas y botes de pinturas a una pequeña pensión que conocía en la rue Bonard, en el centro de la ciudad.
Papeete se había transformado en sus dos años de ausencia: ahora había luz eléctrica y sus noches ya no tenían el aire entre misterioso y tenebroso de antes, sobre todo el puerto y sus siete barcitos, que ahora eran diez. El Club Militar, al que acudían también colonos y funcionarios, lucía, detrás de su empalizada de estacas, una flamante cancha de tenis. Deporte que tú, Paul, obligado a andar con bastón desde la paliza de Concarneau, no practicarías nunca más.
En el viaje amainó el dolor del tobillo, pero, apenas pisó tierra tahitiana, regresó acrecentado, al extremo, algunos días, de arrojarlo al lecho aullando. Los calmantes no le hacían efecto, sólo el alcohol, cuando bebía hasta que se le enredaba la lengua y apenas podía tenerse en pie. Y, también, el láudano, que un boticario de Papeete aceptó venderle sin receta médica, mediante una exorbitante gratificación.
La somnolencia estúpida en que lo sumían las dosis de opio lo tenía horas tumbado en su cuarto, o en el sillón de la terraza de la modesta pensión que siguió ocupando en Papeete, mientras le erigían en Punaauia, a unos doce kilómetros de la capital, en un terrenito que adquirió por poco precio, una choza de cañas de bambú y techo de hojas de palma trenzadas, que fue luego decorando y amueblando con los restos de su estancia anterior, las pocas cosas que había traído de Francia y otras que compró en el mercado de Papeete. Dividió con una simple cortina la única estancia, para que uno de los recintos fuera dormitorio y el otro su estudio. Cuando armó su caballete y dispuso sus telas y pinturas, se sintió de mejor ánimo. Para tener buena luz, él mismo, con dificultad por el dolor crónico del tobillo, abrió una claraboya en el techo. Sin embargo, durante varios meses fue incapaz de pintar. Talló unos paneles de madera que colgó en los tabiques de la choza, y, cuando el dolor y el escozor de las piernas se lo permitían -la enfermedad impronunciable había vuelto a comparecer, con puntualidad astral-, hacía esculturas, ídolos que bautizaba con el nombre de los antiguos dioses maoríes: Hina, Oviri, los Ariori, Te Fatu, Ta'aora.
Durante todo este tiempo, día y noche, lúcido o inmerso en el mareo gelatinoso en que el opio disolvía su cerebro, pensaba en Aline. N o su hija Aline -la única de sus cinco hijos en Mette Gad a la que recordaba algunas veces-, sino su madre, Aline Chazal, convertida luego en madame Aline Gauguin, cuando las amistades políticas e intelectuales de la abuela Flora, a la muerte de ésta, ansiosas de asegurar un porvenir a la muchacha huérfana, la casaron en 1847 con el periodista republicano Clovis Gauguin, su padre. Matrimonio trágico, Koke, familia trágica la tuya. La cascada de recuerdos se desencadenó el día que Paul comenzaba a pegar, en fila, en las paredes de su flamante estudio de Punaauia, las fotos de Port-Said. La modelo que, en brazos de otra muchacha desnuda como ella, miraba de frente al fotógrafo, tenía una de esas cabelleras negras que los parisinos llamaban «andaluzas», y unos ojos grandes, enormes, lánguidos, que le recordaron a alguien. Sin saber por qué, se sintió incómodo. Horas más tarde, cayó. Tu madre, Paul. La putilla de la foto tenía algo de las facciones, los cabellos y las pupilas tristes de Atine Gauguin. Se rió y se angustió. ¿Por qué te acordabas de tu madre, ahora? No le sucedía desde 1888, cuando pintó su retrato. Siete años sin acordarte de ella y, ahora, metida en tu conciencia día y noche, como idea fija. ¿ y por qué con ese sentimiento, con esa tristeza lacerante que por semanas, meses, te acompañó al comenzar tu segunda estancia en Tahití? Lo extraño no era acordarse de su madre muerta hacía tanto tiempo, sino que su recuerdo viniera impregnado de esa sensación de desgracia y pesar.
Se enteró de la muerte de Atine Chazal, su madre viuda, en 1867 -veintiocho años de eso, Paul!- en un puerto de la India, en una escala del barco mercante Chiti, donde trabajaba como ayudante de segunda. Atine había muerto en el lejanísimo París a los cuarenta y un años, la misma edad a la que murió la abuela Flora. No habías sentido entonces el desgarramiento que sentías ahora. «Bueno», repetías, poniendo cara de circunstancias al recibir el pésame de los oficiales y la marinería del Chili, «todos tenemos que morimos. Hoy, mi madre. Mañana, nosotros».
¿Nunca la habías querido, Paul? No la querías cuando murió, cierto. Pero la habías querido muchísimo, de niño, allá en Lima, donde el tío don Pío Tristán. Uno de los recuerdos más nítidos de tu infancia era lo linda y graciosa que se veía la joven viudita en la gran casona donde vivían como reyes, en el barrio de San Marcelo, en el centro de Lima, cuando Aline Gauguin se vestía como dama peruana y envolvía su cuerpo fino en una gran mantilla bordada de plata, y, a la manera de las tapadas limeñas, se cubría con ella la cabeza y media cara, dejando descubierto uno solo de sus ojos. Qué orgullosos se sentían Paul y su hermanita María Fernanda cuando la vasta tribu familiar de los Tristán y los Echenique elogiaban a Aline Chazal, viuda de Gauguin: «¡Qué bonita!». «Una pintura, una aparición.»
¿Dónde estaría aquel retrato que hiciste de ella, en 1888, consultando tu memoria y aquella única fotografía de tu madre que conservabas, refundida en el baúl de los cachivaches? Nunca se vendió, que supieras. ¿Lo tendría Mette, en Copenhague? Debías preguntárselo, en la próxima carta. ¿Estaría entre las telas en poder de Daniel, del buen Schuff? Les pedirías que te lo enviaran. Lo recordabas con lujo de detalles: un fondo amarillo algo verdoso, como el de los íconos rusos, color que resaltaba los hermosos y largos cabellos negros de Aline Gauguin. Le caían hasta los hombros en una curva graciosa y se los sujetaba en la nuca con una cinta violeta, dispuesta en forma de flor japonesa. Unos verdaderos cabellos de andaluza, Paul. Trabajaste mucho para que sus ojos aparecieran como los recordabas: grandes, negros, curiosos, un poco tímidos y bastante tristes. Su piel muy blanca se animaba en las mejillas con el sonrojo que asomaba en ellas cuando alguien le dirigía la palabra, o entraba en un cuarto donde había gente que no conocía. La timidez y la discreta entereza eran los rasgos saltantes de su personalidad, esa capacidad para sufrir en silencio sin protestar, ese estoicismo que indignaba tanto -ella misma te lo contaba, la abuela Flora, Madame-la-Colere. Estabas segurísimo de que tu Retrato de Atine Gauguin mostraba todo aquello y sacaba a la superficie la tragedia prolongada que fue la vida de tu madre. Tenías que averiguar su paradero y recobrarlo, Paul. Te haría compañía aquí en Punaauia y ya no te sentirías tan solo, con esas llagas abiertas en las piernas y el tobillo que los estúpidos médicos de Bretaña te dejaron lastimado.
¿Por qué pintaste aquel retrato, en diciembre de 1888? Porque te enteraste, por boca de Gustave Arosa, en el último frustrado intento de acercamiento entre los dos, de aquel repugnante proceso judicial. Una revelación que, póstumamente, te reconcilió con tu madre; no con tu tutor, pero sí con ella. ¿Te reconcilió de veras con ella, Paul? No. Eras ya tan bárbaro que conocer el viacrucis de tu madre cuando niña -Gustave Arosa te permitió leer todos los documentos del proceso pues pensó que, compartiendo su pena, te amistarías con él- no te quitó el rencor que te comía el corazón desde que, al regresar de Lima, luego de vivir unos años en Orléans, donde el tío Zizi, Aline te dejó allí interno en el colegio de curas de monseñor Dupanloup y se fue a París. ¡A ser amante y mantenida de Gustave Arosa, por supuesto! Nunca se lo habías perdonado, Koke. Ni que te dejara en Orléans, ni que fuera la querida de Gustave Arosa, millonario, diletante y coleccionista de pintura. ¿Qué clase de salvaje eras tú, hipócrita Paul?' Un estofado de prejuicios burgueses, eso es lo que eras. «Te perdono ahora, mamá», rugió. «Perdóname tú también, si puedes.» Estaba totalmente borracho y sus muslos le ardían como si tuviese en cada uno de ellos un pequeño infierno. Se acordaba de su padre, Clovis Gauguin, muerto en altamar en aquella travesía rumbo a Lima, cuando huía de Francia por razones políticas, y enterrado en el fantasmal Puerto Hambre, cerca del estrecho de Magallanes, donde nunca nadie iría jamás a poner flores en su tumba. Y en Aline Gauguin, llegando a Lima viuda y con dos hijos pequeñitos, en el colmo de la desesperación.