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V. La sombra de Charles Fourier

Lyon, mayo y junio de 1844

Tanto en Chalon-sur-Saone como en Macon, donde estuvo la última semana de abril y los primeros días de mayo de 1844, la gira de Flora dependió casi enteramente de la ayuda de sus amigos adversarios, los falansterianos o fourieristas. Se la brindaban con tanta generosidad que Flora tenía conflictos de conciencia. ¿Cómo hacer explícitas, sin ofenderlos, las diferencias con esos discípulos del fallecido Charles Fourier que la despedían y recibían en las estaciones de la diligencia o en los puertos fluviales, y que se desvivían para facilitarle reuniones y citas? Sin embargo, aunque la apenaba desilusionar a los fourieristas, no ocultó sus críticas a sus teorías y conductas, que le parecían incompatibles con la tarea que la ocupaba: la redención de la humanidad.

En Chalon-sur-Saone, los falansterianos organizaron, para el día siguiente de su llegada, una reunión en el vasto local de la logia masónica La Perfecta Igualdad. Le bastó una ojeada al atestado local, en el que se apiñaban doscientas personas, para que se le viniera el alma a los pies. ¿No les habías escrito que las reuniones debían ser siempre reducidas, treinta o cuarenta obreros a lo más? Un número pequeño permitía el diálogo, la relación personal. Un público como éste era distante, frío, incapaz de participar, obligado sólo a oír:

– Pero, madame, había una enorme curiosidad por escucharla. ¡Viene usted precedida de tanta fama! -se excusó Lagrange, dirigente fourierisra en Chalon-sur-Saone.

– La fama me importa un bledo, monsieur Lagrange. Busco la eficacia. Y no puedo ser eficaz si me dirijo a una masa anónima, invisible. A mí me gusta hablar a seres humanos, y para eso necesito verles las caras, hacerles sentir que quiero conversar con ellos, no imponerles mis ideas como el Papa a la grey católica.

Más grave que el número de oyentes era su composición social. Desde el proscenio, decorado con un jarroncito de flores y una pared llena de símbolos masónicos, mientras monsieur Lagrange la presentaba Flora descubrió que tres cuartas partes de los asistentes eran patrones y sólo un tercio obreros. ¡Venir a Chalon-sur-Saóne a predicar la Unión Obrera a los explotadores! Esos falansterianos no tenían remedio, pese a la inteligencia y honestidad de un Victor Considérant, quien, desde la muerte del maestro, en 1837, presidía el movimiento fourierista. Su pecado original, que abría un abismo infranqueable entre tú y ellos, era el mismo de los sansimonianos: no creer en una revolución hecha por las víctimas del sistema. Ambos desconfiaban de esas masas de ignaros y miserables, y, con ingenuidad angélica, sostenían que la reforma de la sociedad se haría gracias a la buena voluntad y el dinero de los burgueses iluminados por sus teorías.

Lo fantástico era que Victor Considérant y los suyos, todavía ahora, en 1844, siguieran convencidos de ganar para su causa a ese puñado de ricos que, convertidos al falansterianismo, financiarían «la revolución societaria». En 1826, su guía, Charles Fourier, anunció en París, mediante avisos en la prensa, que todos los días estaría en su casa de Saint-Pierre Montmartre de doce a dos de la tarde, para explicar sus proyectos de reforma social a un industrial o rentista de espíritu noble y justiciero interesado en financiados. Once años después, el día de su muerte, en 1837, el amable viejecito de eterna levita negra, corbata blanca y bondadosos ojos azules -te entristecía recordarlo, Andaluza-, seguía esperando, puntualmente, de doce a dos, la visita que nunca llegó. ¡Nunca! Ni un solo rico, ni un solo burgués se tomó la molestia de ir a hacerle unas preguntas o escuchar sus proyectos para acabar con la infelicidad humana. Y ninguna de las personalidades a las que escribió pidiéndoles apoyo para sus planes -Bolívar, Chateaubriand, Lady Byron, el doctor Francia de Paraguay, todos los ministros de la Restauración y del rey Louis-Philippe entre ellos- se dignaron contestarle. ¡Y, ciegos y sordos, los falansterianos seguían confiando en los burgueses y recelando de los obreros!

Presa de un súbito acceso de indignación retrospectiva, imaginando al pobre Charles Fourier, sentado en vano, cada mediodía, en su modesta vivienda, todo el otoño de su vida, Flora cambió de pronto el tema de su exposición. Estaba describiendo el funcionamiento de los futuros Palacios Obreros y pasó a hacer un retrato psicológico del burgués contemporáneo. Con regocijo advertía, mientras afirmaba que el patrón carecía por lo común de generosidad, que tenía un espíritu estrecho, mezquino, temeroso, mediocre y malvado, que sus oyentes se removían en sus asientos como atacados por escuadras de pulgas. Cuando tocó el turno a las preguntas, hubo un silencio cargado de púas. Por fin, el dueño de una fábrica de muebles, monsieur Rougeon, todavía joven pero ya con la barriguita hinchada del triunfador, se puso de pie y dijo que, dado el concepto que tenía madame Tristán de los patrones, no acababa de explicarse por qué se empeñaba en invitarlos a la Unión Obrera.

– Por una razón muy simple, monsieur. Los burgueses tienen dinero y los obreros no. Para realizar su programa, la Unión necesita recursos. Es dinero lo que queremos de los burgueses, no sus personas.

Monsieur Rougeon enrojeció. La indignación le hinchaba las venas de la frente.

– ¿Debo entender, señora, que si me afilio a la Unión, pese a pagar mis cuotas, no tendré derecho a entrar a los Palacios Obreros ni a utilizar sus servicios?

– Exactamente, monsieur Rougeon. Usted no necesita esos servicios, porque tiene cómo pagar de su bolsillo la educación de sus hijos, los médicos y una vejez sin angustias. No es el caso de los obreros, ¿verdad?

– ¿Por qué razón daría mi dinero, sin recibir nada a cambio? ¿Por imbécil?

– Por generosidad, por altruismo, por espíritu solidario con el desvalido. Sentimientos que, ya lo veo, tiene usted dificultad en identificar.

Monsieur Rougeon abandonó ostentosamente la logia, murmurando que semejante organización jamás contaría con su apoyo. Algunas personas lo siguieron, solidarias con su indignación. Desde la puerta, uno de ellos comentó: «Es verdad: madame Tristán es una subversiva».

Más tarde, en una cena ofrecida por los fourieristas, al ver sus caras decepcionadas y dolidas, Flora hizo un gesto para apaciguarlos. Dijo que, a pesar de sus diferencias con los discípulos de Charles Fourier, ella tenía tanto respeto por la cultura, la inteligencia y la integridad de Victor Considérant, que, una vez constituida la Unión Obrera, no vacilaría en sugerir su nombre como Defensor del Pueblo, el primer representante rentado de la clase obrera, elegido para defender los derechos de los trabajadores en la Asamblea Nacional. Victor sería, estaba segura, un tribuno popular tan bueno como lo era, en el Parlamento inglés, el irlandés O'Connell. Esa deferencia hacia su jefe y mentor les levantó el espíritu. Cuando la despidieron en el albergue habían hecho las paces y uno de ellos, en tono risueño, le dijo que por fin había entendido, oyéndola esta noche, por qué su sobrenombre de Madame-la-Colere.

No pudo dormir bien. Se sentía decepcionada con lo ocurrido en la logia masónica y lamentaba haberse dejado llevar por el impulso de insultar a los burgueses, en vez de concentrarse en hacer proselitismo entre los obreros. Tenías un carácter endemoniado, Florita; a tus cuarenta y un años aún no conseguías dominar tus arrebatos. Sin embargo, gracias a ese espíritu insumiso, a esos estallidos de mal humor, habías sido capaz de mantenerte libre y de recuperar la libertad cada vez que la perdías. Como cuando fuiste esclava de monsieur André Chazal. O cuando te convertiste poco menos que en una autómata, en una bestia de carga, donde la familia Spence. Esa época en la que aún no sabías lo que eran el sansimonismo, el fourierismo, el comunismo icariano, ni conocías la obra de Robert Owen, en New Lanark, en Escocia.

Los cuatro días que pasó en Macon, tierra del ilustre poeta y diputado Lamartine, los males del cuerpo volvieron a abatirse sobre ella, como para probar su fortaleza. A los dolores a la matriz y al estómago, que la hacían retorcerse, se añadía la fatiga, la tentación de renunciar a las citas, las visitas a los diarios y la cacería en pos de los obreros, aquí más esquivos que en otras partes, para ir a tumbarse en la camita floreada de su cuarto, en el lindo Hotel du Sauvage. Resistía esa tentación a costa de un esfuerzo hercúleo. En las noches, la fatiga y los nervios la tenían desvelada, recordando -uno de esos pensamientos con los que le gustaba torturarse a veces, como penitencia por no tener más éxito en su lucha- los tres años de calvario al servicio de los Spence. Esa familia inglesa debía de ser muy próspera, pero, salvo en viajes, apenas disfrutaba de su prosperidad, por su espíritu ahorrativo, su puritanismo y su falta de imaginación. Los esposos, Mr. Marc y Mrs. Catherine, andarían por la cincuentena, y Miss Annie, la hermana menor de aquél, por los cuarenta y cinco.

Los tres eran flacos, desgarbados, algo tétricos, de vestiduras siempre negras y desprovistos de curiosidad. La contrataron como dama de compañía, para ir con ellos a las montañas de Suiza, a respirar aire puro y desinfectarse los pulmones afectados por el hollín de las fábricas de Londres. El salario era bueno; le permitía pagar a la nodriza por la manutención de los niños y le dejaba un excedente para sus necesidades personales. Lo de dama de compañía resultó un eufemismo; en verdad, fue la sirvienta del trío. Les servía el desayuno en la cama, con el intragable porridge, las tostadas y la desabrida taza de té que tomaban tres o cuatro veces al día, les lavaba y planchaba la ropa y ayudaba a las horribles cuñadas, Mrs. Spence y Miss Annie, a vestirse luego de sus abluciones matutinas. Les hacia los Irlandados, llevaba sus carteas al correo e iba a los almacenes a comprarles las insípidas galletitas con que acompañaban sus tazas de té. Pero también sacudía habitaciones, tendía camas, vaciaba bacinicas, y sufría la humillación cotidiana, a la hora de las comidas, de ver que los Spence le reducían las raciones del almuerzo y la cena a la mitad de las que ellos comían. Algunos ingredientes de la dieta familiar, como la carne y la leche, le estuvieron siempre vedados.

Pero, no fue ese trabajo estúpido, la rutina embrutecedora que la tenía en movimiento desde la madrugada hasta el anochecer, lo peor de esos tres años al servicio de los Spence. Sino la sensación de que, a poco de trabajar para ellos, esa pareja y la solterona iban desapareciéndola, privándola de su condición de mujer, de ser humano, convirtiéndola en un instrumento inerte, sin sentimientos ni dignidad, acaso sin alma, a quien sólo se concedía el derecho de existir los breves instantes en que se le impartían órdenes. Hubiera preferido que la maltrataran, que le volaran platos por la cabeza. Eso, al menos, la hubiera hecho sentirse viva. La indiferencia de que era objeto -no recordaba que le hubieran preguntado si se sentía bien, alguna gentileza o un solo gesto afectuoso hacia ella- la ofendía en el alma. En la relación con sus patrones, le correspondía trabajar como una bestia haciendo todo el día cosas estúpidas. Y resignarse a perder la dignidad, el orgullo, los sentimientos y hasta la sensación de estar viva. Pese a ello, al terminar la temporada en Suiza, cuando los Spence le propusieron llevársela a Inglaterra, aceptó. ¿Por qué, Florita? Sí, claro, qué otra cosa podías hacer para seguir manteniendo a tus hijos, pues entonces aún vivían los tres. De otro lado, era difícil que André Chazal te encontrara en Londres y te denunciara allá a la policía por tu fuga del hogar. El temor de ir a la cárcel fue tu sombra todos esos años.

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