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XXI. La última batalla Burdeos, noviembre de 1844

Cuando, el nefasto 24 de septiembre de 1844, recién llegada a Burdeos, Flora Tristán aceptó aquella invitación para asistir, desde un palco del Grand Théatre, al concierto del pianista Franz Liszt, no sospechaba que aquel mundano acontecimiento, donde las damas bordelesas iban a lucir sus joyas y elegancias, sería su última actividad pública. Las semanas que le quedaban las pasaría en una cama, nada menos que en casa de dos sansimonianos, los esposos Elisa y Charles Lemonnier, a quienes un año antes había rehusado ser presentada por considerarlos demasiado burgueses. Paradojas, Florita, paradojas hasta el último día de tu vida.

No se sentía mal al llegar a Burdeos; sólo fatigada, irritada y decepcionada, porque, desde que salió de Carcassonne, tanto en Toulouse como en Agen los prefectos y comisarios del reino le habían hecho la vida difícil, irrumpiendo en sus reuniones con obreros, prohibiéndolas, e, incluso, dispersándolas a bastonazos. Su pesimismo no tenía que ver con su salud sino con las autoridades, decididas a impedir por todos los medios que terminara su gira.

Qué te ibas a imaginar, cinco años atrás, a tu vuelta de Londres, cuando, llena de entusiasmo con la idea de forjar la gran alianza de mujeres y obreros para transformar a la humanidad, empezaste un frenético quehacer tratando de vincularte a los trabajadores, que terminarías acosada por un poder que te consideraba subversiva, a ti, pacifista convicta y confesa. No sólo volviste a París llena de ilusiones y sueños; también, de buena salud. Leías asiduamente las dos principales revistas obreras, L 'Atelier y La Ruche Populaire (las únicas publicaciones que elogiaron tus Paseos por Londres) y visitabas y leías a todos los mesías, filósofos, doctrinarios y teóricos del cambio social, lo que, más que instructivo, resultó confusionista y caótico. Porque, entre socialistas y reformadores ácratas, abundaban los chiflados y los excéntricos que predicaban el puro disparate mental. Como, por ejemplo -su recuerdo te provocaba carcajadas-, el carismático escultor Ganneau, con aspecto de sepulturero, fundador del evadismo, doctrina basada en la idea de la igualdad entre los sexos y promotor de la liberación de la mujer, a quien, por unas semanas, con gran ingenuidad, tomaste en serio. El respeto que le tenías se desintegró el día en que el sombrío personaje de ojos fanáticos y manos alargadas te explicó que el nombre de su movimiento, evadismo, provenía de la primera pareja -Eva y Adán- Y que él se hacía llamar Mapah por sus discípulos en homenaje a la familia, pues la palabra fundía las dos primeras sílabas de mamá y papá. Era tonto, o estaba más loco que una cabra.

El acoso policial frustró lo que hubiera podido ser una provechosa visita de Flora a Toulouse, entre el 8 Y el 19 de septiembre. Al día siguiente de llegar estaba reunida con una veintena de obreros en el Hotel des Portes, rue de la Pomme, cuando irrumpió en la sala el comisario Boisseneau. Barrigón, con bigotes hirsutos y una mirada de pocos amigos, sin siquiera quitarse el tongo ni saludada le advirtió:

– No está usted autorizada a venir a Toulouse

a predicar la revolución.

– No vengo a hacer la revolución, sino a demorarla, señor comisario. Lea usted mi libro, antes de juzgarme -le repuso Flora-. ¿De cuándo acá una mujer sola asusta a comisarios y prefectos de la más poderosa monarquía de Europa?

El funcionario se retiró sin despedirse, con un seco: «Está advertida».

Sus esfuerzos para hablar con el prefecto de Toulouse fueron vanos. La prohibición desanimó a sus contactos en la ciudad. Consiguió apenas un encuentro secreto, en un albergue del quartier de Saint-Michel, con ocho artesanos del cuero. Llenos de aprensión con la idea de que los descubriera la policía, la escuchaban con ojos atemorizados, lanzando ojeadas a la puerta de calle. Su visita a L 'Emancipation, periódico que pregonaba ser demócrata y republicano, fue otro fracaso: los periodistas la miraban como si vendiera menjunjes contra las pesadillas y el mal agüero, y no prestaron la menor atención a su detallada exposición sobre los objetivos de la Unión Obrera. Uno le preguntó si era gitana. La ofensa llegó al colmo cuando el más osado de estos chevaliers, un redactor llamado Riberol, flaco como un palo de escoba y de mirada lujuriosa, comenzó a guiñarle los ojos y a susurrarle frases de doble sentido.

– ¿Está usted tratando de seducirme, pobre imbécil? -lo atajó, en voz muy alta, Madame-la-Colere-. ¿No se ha visto usted nunca en un espejo, infeliz?

Se levantó y partió, dando un portazo. La furia se te disipó recordando -el mejor desagravio, Florita- cómo se había encendido de vergüenza la cara astillada de Riberol, a quien tu intemperante reacción dejó mudo y boquiabierto, entre las risas de sus colegas.

En Agen, donde estuvo cuatro días, las cosas no

fueron mejor que en Toulouse, también por culpa de la policía. En la ciudad había muchas sociedades obreras de ayuda mutua, a las que había prevenido de su llegada, desde París, el amable Agricol Perdiguier, a quien apodaban el Aviñonés Virtuoso con razón: espíritu magnánimo, estaba en desacuerdo con las ideas de Flora y sin embargo la había ayudado como nadie. Los amigos de Perdiguier le tenían preparados encuentros con distintos gremios. Pero sólo el primero tuvo lugar. La reunión agrupaba a una quincena de carpinteros y tipógrafos, dos de los cuales, muy despiertos, se mostraron resueltos a constituir un comité. Ellos la acompañaron a visitar a la gloria local, el poeta-peluquero Jazmin, en el que Flora tenía puestas muchas esperanzas. Pero, por supuesto, los halagos de la burguesía también habían convertido a este antiguo poeta popular en un vanidoso y un estúpido. No había uno que escapara a ese destino, por lo visto. Ya no quería acordarse de sus orígenes proletarios y adoptaba poses olímpicas. Era redondo, blando, coqueto y cursi. Aburrió a Flora contándole lo bien que había sido recibido en París por eminencias como Nodier, Chateaubriand y Sainte-Beuve, y la emoción que lo embargó recitando sus «poemas gascones» ante el propio Louis-Philippe. Su Majestad, emocionada oyéndolo, habría derramado una lágrima. Cuando Flora le explicó la razón de su visita y le pidió ayuda para la Unión Obrera, el poeta-peluquero hizo una mueca de espanto: ¡jamás!

– Yo nunca apoyaré sus ideas revolucionarias, señora. Ya ha corrido demasiada sangre en Francia. ¿Por quién me toma usted?

– Por un trabajador consecuente y leal con sus hermanos, monsieur Jazmin. Me he equivocado, ya lo veo. Usted no es más que un monito saltarín, un pelele más entre los bufones de la burguesía.

– Fuera, fuera de mi casa -le señaló la puerta el vate gordinflón-. ¡Mujer malvada!

Esa misma tarde vino el comisario a su hotel a informarle que no le permitiría ninguna reunión en la localidad. Flora decidió no respetar la prohibición. Se presentó en un albergue de la rue du Temple, donde la esperaban cuarenta trabajadores de distintos oficios, sobre todo zapateros y talladores. Llevaba apenas diez minutos exponiendo sus tesis cuando el albergue fue cercado por una veintena de sargentos y medio centenar de soldados. El comisario, un cuarentón forzudo armado de una ridícula bocina, dando gritos estentóreos ordenó a los asistentes que salieran de uno en uno, para registrar sus nombres y domicilios. Flora les pidió que no se movieran. «Hermanos, obliguemos a la fuerza pública a venir a sacamos; que estalle un escándalo y la opinión pública se entere de este atropello.» Pero, la gran mayoría, temerosa de perder el trabajo, obedeció. Salieron en hilera, con las gorras en las manos, cabizbajos. Sólo siete se quedaron, rodeándola. Entonces, los sargentos entraron y les dieron de bastonazos, insultándolos. Los sacaron a empujones. Pero a ella no la tocaron ni respondieron a sus vehementes protestas: «¡Péguenme a mí también, cobardes!».

– La próxima vez que desobedezca la prohibición, irá al calabozo, con las ladronas y las prostitutas de Agen -la amenazó el vozarrón del comisario; gesticulaba con la bocina como un malabarista-. Ya sabe a qué atenerse, señora.

Lo sucedido sirvió de escarmiento a las mutuales y gremios de Agen, que cancelaron todos los encuentros programados. Nadie aceptó su sugerencia de organizar reuniones clandestinas de pocas personas. De modo que los últimos días de Flora en Agen fueron de soledad, aburrimiento y frustración. Más que con el comisario y sus jefes, estaba indignada con la cobardía de los obreros. A la primera bravata de la autoridad ¡huían como conejos!

La víspera de su partida a Burdeos le ocurrió algo curioso. En el pequeño escritorio de su cuarto, en el Hotel de France, encontró un precioso relojito de oro, olvidado por algún diente. Cuando se disponía a llevado a la administración, una tentación la asaltó: «¿Y si me quedo con él?». No por codicia, de la que a estas alturas de su vida carecía por completo. Más bien, por afán de conocimiento: ¿cómo se sentían los ladrones después de cometer sus fechorías? ¿Experimentaban miedo, alegría, remordimientos? Lo que sintió, en las horas siguientes, fue agobio, desagrado, ramalazos de terror y una sensación de ridículo. Decidió entregado al momento de partir. Tampoco pudo esperar tanto. A las siete horas, la angustia era tan intensa que bajó a poner el reloj en manos de la dirección del hotel, mintiendo que lo acababa de encontrar. No hubieras sido una buena ladrona, Andaluza.

Pensándolo bien, Florita, la gira no había sido tan inútil. Esa movilización de comisarios y prefectos en las últimas semanas para impedirte los encuentros con los obreros ¿no indicaba que tu prédica iba germinando? Tal vez ganabas más prosélitos de lo que sospechabas. Las reverberaciones que habías dejado a tu paso irían extendiéndose hasta desembocar tarde o temprano en un gran movimiento. Francés, europeo, universal. Apenas llevabas año y medio en este trajín y ya eras una enemiga del poder, una amenaza para el reino. ¡Todo un éxito, Florita! No debías deprimirte, al contrario. Cuántos progresos desde aquella reunión en París, organizada el 4 de febrero de 1843 por el magnífico Gosset, «el padre de los herreros», para que hablaras por primera vez a un grupo de trabajadores parisinos sobre la Unión Obrera. Un año y medio no era mucho, pero, con este cansancio en todos tus huesos y músculos, te parecía un siglo.

Habías olvidado muchas cosas de esos últimos dieciocho meses, tan ricos en episodios, entusiasmos y también fracasos, pero nunca olvidarías tu primera intervención pública explicando tus ideas en aquella mutual obrera patrocinada por Gosset. Presidía Achille François, una reliquia entre los tintoreros del cuero parisinos. Tu nerviosismo era tan grande que mojaste tus calzones, algo que por fortuna nadie notó. Te escucharon, te interrogaron, estalló una discusión y, al final, se formó un comité de siete personas como núcleo organizador del movimiento. ¡Qué fácil te pareció todo entonces, Florita! Un espejismo. En las siguientes reuniones con ese primer comité el trabajo se fue envenenando, por las críticas que hacían a tu texto, todavía sin imprimir, de La Unión Obrera. La primera, que hubieras hablado del «lastimoso estado material y moral» de los obreros de Francia. Les parecía derrotista, desmoralizador, aunque fuera verdad. Cuando te oyó llamar a esos críticos «brutos e ignorantes que no querían ser salvados», Gosset, el «padre de los herreros», te dio una lección que volvería a tu memoria muchas veces:

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