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Tohotama se rió, con una risa franca, alegre y despreocupada que enriquecía la mañana, y Haapuani también se rió, pero sin ganas. Ese anochecer, cuando la pareja ya se había marchado y vino a conversar con él su vecino -pasaba un par de veces al día por La Casa del Placer para averiguar si Koke necesitaba alguna cosa- Tioka se quedó largo rato observando la tela. Para verla mejor, acercó una de las teas embreadas de la entrada. Paul no le hizo ninguna pregunta. Al cabo de un rato, su vecino, habitualmente parco de palabras, le dio su parecer:

– En muchos cuadros, has pintado a las mujeres de estas islas con músculos y cuerpos de hombres -afirmó, intrigado-. Pero, en éste, has hecho lo contrario: pintar a Haapuani como si fuera una mujer.

Si lo que Tioka decía era exacto, El hechicero de Hiva Da había salido más o menos como lo concebiste, pese a haberlo pintado casi todo el tiempo a ciegas, con pequeños intervalos en que la luminosidad del día, tu voluntarioso esfuerzo o el diosecillo compadecido, te aclaraban la visión y, por unos minutos, podías corregir detalles, acentuar o debilitar los colores. No sólo la vista te fallaba. También, el pulso. A veces el temblor de tu mano era tan fuerte que tenías que tumbarte un rato en la cama, hasta que tu cuerpo se serenaba y cesaban esos incontrolables movimientos de tus músculos. Sólo las obras maestras las habías pintado en ese estado de incandescencia, Koke. ¿Sería El hechicero de Hiva Da una obra maestra? Si tus ojos pudieran ver la tela de manera cabal, aunque fuese unos segundos, lo sabrías. Pero te quedarías siempre con la duda.

En la siguiente sesión, Tohotama le habló del cuadro. ¿Por qué andabas siempre tan interesado en los mahus, los hombres-mujer, Koke? Él le dio una explicación tonta -«son pintorescos, llamativos, exóticos, Tohotama»-,

pero la pregunta se quedó repicando en su memoria el resto del día. Y lo tuvo cavilando aquella noche, en su cama, después de haber comido un poco de fruta, cambiarse las vendas de las piernas y tomar para el dolor unas gotas de láudano disueltas en agua. ¿Por qué, Koke? Tal vez porque en el huidizo, semi-invisible, perseguido mahu, abominado como una aberración y un pecado por curas y pastores, sobrevivía el último rasgo indómito de ese salvaje maorí del que pronto, gracias a Europa, no quedaría ni una muestra. El primitivo marquesano sería tragado y digerido por la cultura cristiana y occidental. Esa cultura que tú habías defendido con tanto brío y tanta verba, y tantas exageraciones y calumnias allá en Tahití, en Les Guepes y en La Sourire , Koke. Tragado y digerido como lo había sido ya el tahitiano. Puesto en orden, en lo relativo a la religión, a la lengua, a la moral, y, por supuesto, al sexo. En un futuro muy próximo, las cosas serían tan claras para los marquesanos como lo eran para cualquier europeo, creyente y burgués. Había dos sexos y bastaba, para qué más. Bien diferenciados y separados por un abismo infranqueable: hombre y mujer, macho y hembra, verga y vagina. La ambigüedad, en el campo del amor y del deseo, era, como en el de la fe, una manifestación de barbarie y vicio, tan degradante para la civilización como la antropofagia. El hombre-mujer, la mujer-hombre, eran anormalidades a las que había que exorcizar, como hizo Dios Padre con Sodoma y Gomorra. ¡Pobres los pocos mahus que quedaban en estas islas! Los colonos y administradores coloniales hipócritas los buscaban para contratados de domésticos, por la buena fama que tenían como cocineros, lavanderos, niñeros o guardianes de los hogares. Pero, para no malquistarse con los religiosos, les prohibían adornarse y vestirse como féminas. Cuando, seguramente con mucha aprensión y miedo de ser descubiertos, se enredaban flores en la cabeza, se ponían brazaletes en las muñecas y ajorcas en los tobillos y se adornaban como muchachas, y osaban mostrarse así, de manera fugaz, los mahus no sospechaban que eran los estertores agónicos de una cultura. Esa manera sana, espontánea, libre, de los primitivos de aceptarse con todo lo que llevaban dentro -sus deseos y sus fantasías- tenía los días contados. El hechicero de Hiva Da era una lápida, Koke.

Pese a lo que te había dicho aquella vieja ciega maorí tocándote el pene encapuchado, tú estabas más cerca de ellos que de gentes como monseñor Martin o el gendarme Jean-Paul Claverie. O que de esos colonos embrutecidos por la ignorancia y la codicia a los que habías servido como mercenario, en Papeete. Porque a los salvajes tú los entendías. Los respetabas. Los envidiabas. En tanto que, a tus supuestos compatriotas, les tenías desprecio.

Por lo menos de eso sí estabas seguro, Koke. Tu pintura no era la de un europeo moderno y civilizado. Nadie se engañaría a ese respecto. Aunque lo intuías de manera incierta desde antes, fue en Bretaña, primero en Pont-Aven, luego en Le Pouldu, donde lo entendiste con certeza absoluta. El arte tenía que romper esa moldura estrecha, el horizonte pequeñito en que habían terminado por encarcelado los artistas y los críticos, los académicos y los coleccionistas de París: abrirse al mundo, mezclarse con las demás culturas, airearse con otros vientos, otros paisajes, otros valores, otras razas, otras creencias, otras formas de vida y de moral. Sólo así recobraría la pujanza que la existencia muelle, fácil, frívola y mercantil de los parisinos le habían sustraído. Tú lo habías hecho, saliendo al encuentro del mundo, yendo a buscar, a aprender, a embriagarte con aquello que Europa desconocía o negaba. Te había costado caro, pero ¿verdad que no te arrepentías, Koke?

No te arrepentías. Estabas orgulloso de haber llegado hasta aquí, aunque fuera en este estado. Pintar tenía un precio y lo pagaste. Cuando, luego de los meses de verano y otoño pasados en Pont-Aven, volviste a París para enfrentar el invierno, eras otra persona. Habías cambiado de piel y de espíritu; estabas eufórico, seguro de ti mismo, loco de alegría por haber descubierto por fin tu camino. Y ávido de barbaridades y de escándalo. Una de las primeras cosas que hiciste, en París, fue atacar a la bella Louise, la mujer del buen Schuff, con la que, hasta entonces, sólo te habías permitido coqueteos. Ahora, imbuido de ese nuevo talante revoltoso, temerario, iconoclasta, anárquico, aprovechaste la primera oportunidad en que ambos estuvieron solos -el buen Schuff dictaba en la academia sus clases de dibujo- para abalanzarte sobre Louise. ¿Se podía decir que abusaste de ella, Paul? Sería exagerado. La tentaste ¡corrompiste, cuando más. Porque Louise sólo se resistió al principio, más por guardar las formas que por convicción. Y nunca pareció arrepentirse luego de aquel desliz.

– Es usted un salvaje, Paul. ¿Cómo se atreve a ponerme las manos encima?

– Por lo que tú has dicho, mi bella. Porque soy un salvaje. Mi moral no es la de los burgueses. Ahora, mis instintos ordenan mis actos. Gracias a esta nueva filosofía seré un gran artista.

Una declaración de principios, Koke, que resultó profética. ¿Se habría enterado el buen Schuff de aquella traición? Si se enteró, fue capaz de perdonarte. Un ser superior ese alsaciano. Mucho mejor que tú, sin duda, para la moral civilizada. Y por eso, sin duda, el buen Schuff pintó siempre tan mal.

Al día siguiente, luego de unos últimos retoques, Koke pagó a Haapuani lo convenido. El cuadro estaba terminado. ¿Lo estaba? Esperabas que sí. En todo caso, ya no tenías fuerzas en el cuerpo ni en el ánimo para seguirlo trabajando.

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