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II. Un demonio vigila a la niña

Mataiea, abril de 1892

El apodo de Koke se lo debía a Teha'amana, su primera mujer de la isla, porque la anterior, Titi Pechitos, esa cotorra neozelandesa-maorí con la que en sus primeros meses en Tahití vivió en Papeete, luego en Paea, y finalmente en Mataiea, no había sido, propiamente hablando, su mujer, sólo una amante. En esa época todo el mundo lo llamaba Paul.

Había llegado a Papeete en el amanecer del 9 de junio de 1891, luego de una travesía de dos meses y medio desde que zarpó de Marsella, con escalas en Aden y Noumea, donde debió cambiar de barco. Cuando pisó, por fin, Tahití acababa de cumplir cuarenta y tres años. Traía consigo todas sus pertenencias, como para dejar claro que había acabado para siempre con Europa y París: cien yardas de tela para pintar, pinturas, aceites y pinceles, un cuerno de cacería, dos mandolinas, una guitarra, varias pipas bretonas, una vieja pistola y un puñadito de ropas usadas. Era un hombre que parecía fuerte -pero tu salud ya estaba secretamente minada, Paul-, de ojos azules algo saltones y movedizos, boca de labios rectos generalmente fruncidos en una mueca desdeñosa y una nariz quebrada, de aguilucho predador. Llevaba una barba corta y rizada y unos largos cabellos castaños, tirando para rojizos, que a poco de llegar a esta ciudad de apenas tres mil quinientas almas (quinientos de ellos popa’a o europeos) se cortó, pues el subteniente Jénot, de la marina francesa, uno de sus primeros amigos en Papeete, le dijo que por esos cabellos largos y el sombrerito mohicano a lo Buffalo Bill que llevaba en la cabeza, los maoríes lo creían un mahu, un hombre-mujer.

Traía muchas ilusiones consigo. Apenas respiró el aire caliente de Papeete y sus ojos quedaron deslumbrados por la vivísima luz que bajaba del cielo azulísimo y sintió en torno la presencia de la naturaleza en esa erupción de frutales que irrumpían por doquier y llenaban de aromas las polvorientas callecitas de la ciudad -naranjos, limoneros, manzanos, cocoteros, mangos, los exuberantes guayaberos y los nutridos árboles del pan-, le vinieron unas ganas de ponerse a trabajar que no sentía en mucho tiempo. Pero no pudo hacerla de inmediato, pues no pisó esa tierra tan anhelada con el pie derecho. A los pocos días de llegar, la capital de la Polinesia francesa enterró al último rey maorí, Pomare V, en una imponente ceremonia que Paul siguió, con un lápiz y un cuadernillo que embadurnó de croquis y dibujos. Pocos días después creyó que él iba a morir también. Porque, los primeros días de agosto de 1891, cuando empezaba a adaptarse al calor y a las fragancias penetrantes de Papeete, tuvo una violenta hemorragia, acompañada de ataques de taquicardia que hinchaban y deshinchaban su pecho como un fuelle y lo dejaban sin respiración. El servicial Jénotlo llevó al Hospital Vaiami, así llamado por el río que pasaba a su vera camino del mar, un vasto local de pabellones con ventanas protegidas de los insectos por telas metálicas y coquetas barandas de madera, separados por jardines alborotados de mangos, árboles del pan y palmas reales de moños enhiestos donde se aglomeraban los pájaros cantores. Los médicos le recetaron un medicamento a base de digitalina para contrarrestar su debilidad cardíaca, emplastos de mostaza contra la irritación de las piernas y ventosas en el pecho. Y le confirmaron que esta crisis era una manifestación más de la enfermedad impronunciable que le habían diagnosticado, meses atrás, en París. Las hermanas de San José de Cluny, encargadas del Hospital Vaiami, le reprochaban, medio en broma medio en serio, que dijera las palabrotas de los marineros «‹Eso es lo que he sido muchos años, hermana») y que, pese a estar enfermo, fumara su pipa sin parar y exigiera con ademanes arrogantes que bautizaran sus tazas de café con chorritos de brandy..

Apenas se salió del hospital -los médicos querían retenerlo pero él se negó pues los doce francos diarios que le cobraban desequilibraron su presupuesto- se mudó a una de las pensiones más baratas que encontró en Papeete, en la barriada de los chinos, a la espalda de la catedral de la Inmaculada Concepción, feo edificio de piedra levantado a pocos metros del mar, cuya torrecilla de madera con techumbre rojiza veía desde su pensión. En esa vecindad se habían concentrado, en cabañas de madera decoradas con linternas rojas e inscripciones en mandarín, buen número de los tres centenares de chinos venidos a Tahití como braceros para trabajar en el campo, pero, por las malas cosechas y la quiebra de algunos colonos, emigraron a Papeete, donde vivían dedicados al pequeño comercio. El alcalde François Cardella había autorizado en el barrio la apertura de fumaderos de opio, a los que tenían acceso sólo los chinos, pero, al poco tiempo de instalarse allí, Paul se las arregló para colarse en un fumadero y fumar una pipa. La experiencia no lo sedujo; el placer de los estupefacientes era demasiado pasivo para él, poseído por el demonio de la acción.

En la pensión del barrio chino vivía con muy poco dinero, pero en una estrechez y pestilencia -había chiqueros en torno y muy cerca estaba el camal, donde se beneficiaba toda clase de animales- que le quitaban las ganas de pintar y lo empujaban a la calle. Iba a sentarse en uno de los barcitos del puerto, frente al mar. Allí solía pasarse horas, con un azucarado ajenjo y jugando partidas de dominó. El subteniente Jénot -delgado, elegante, culto, finísimo- le dio a entender que vivir entre los chinos de Papeete lo desprestigiaría ante los ojos de los colonos, algo que a Paul le encantó. ¿Qué mejor manera de asumir su soñada condición de salvaje que ser despreciado por los popa'a, los europeos de Tahití?

A Titi Pechitos no la conoció en alguno de los siete barcitos del puerto de Papeete, donde los marineros, de paso iban a emborracharse y a buscar mujeres, sino en la gran Plaza del Mercado, la explanada que rodeaba una fuente cuadrada, con una pequeña verja, de la que surtía un lánguido chorrito de agua. Limitada por la rue Bonard y la rue des Beaux-Arts y contigua a los jardines del ayuntamiento, la Plaza del Mercado, corazón del comercio de alimentos, artículos domésticos y chucherías desde el amanecer hasta la media tarde, se convertía de noche en el Mercado de la Carne, al decir de los europeos de Papeete, que tenían de ese lugar visiones infernales, todas asociadas con la licencia y el sexo. Hirviendo de vendedores ambulantes de naranjas, sandías, cocos, piñas, castañas, dulces almibarados, flores y baratijas, con la oscuridad y al reflejo de pálidos mecheros sonaban los tambores y se organizaban allí fiestas y bailes que terminaban en orgías. Participaban en ellas no sólo los nativos; también, algunos europeos de escasa reputación: soldados, marineros, mercaderes de paso, vagos, adolescentes nerviosos. La libertad con que se negociaba y practicaba allí el amor, en escenas de verdadera promiscuidad colectiva, entusiasmó a Paul. Cuando se supo que, además de vivir entre chinos, era un asiduo visitante del Mercado de la Carne, la imagen del pintor parisino recién avecindado en Papeete tocó fondo ante las familias de la sociedad colonial. Nunca más fue invitado al Club Militar, donde lo llevó Jénot a poco de llegar, ni a ceremonia alguna que presidieran el alcalde Cardella o el gobernador Lacascade, quienes lo habían recibido cordialmente a su llegada.

Titi Pechitos estaba aquella noche en el Mercado de la Carne ofreciendo sus servicios. Era una mestiza de neozelandés y maorí que debió haber sido bella en una juventud rápidamente quemada por la mala vida, simpática y locuaz. Paul pactó con ella por una suma módica y se la llevó a su pensión. Pero la noche que pasaron juntos fue tan grata que Titi Pechitos se negó a recibir su dinero. Prendada de él, se quedó a vivir con Paul. Aunque prematuramente envejecida, era una gozadora incansable y en esos primeros meses en Tahití lo ayudó a aclimatarse a su nueva vida y a combatir la soledad.

A poco de estar viviendo juntos, aceptó acompañado al interior de la isla, lejos de Papeete. Paul le explicó que había venido a la Polinesia a vivir la vida de los nativos, no la de los europeos, y que para eso era indispensable salir de la occidentalizada capital. Vivieron unas semanas en Paea, donde Paul no se sintió del todo cómodo, y luego en Mataiea, a unos cuarenta kilómetros de Papeete. Allí, alquiló una cabaña frente a la bahía, desde la cual podía zambullirse en el mar. Tenía al frente una pequeña isla, y, detrás, la alta empalizada de montañas de picos abruptos cargadas de vegetación. Nada más instalados en Mataiea, empezó a pintar, con verdadera furia creativa. Y, a medida que se pasaba las horas fumando su pipa y pergeñando bocetos o plantado frente a su caballete, se desinteresaba de Titi Pechitos, cuya cháchara lo distraía. Luego de pintar, para no tener que hablar con ella, pasaba el rato rasgueando su guitarra o entonando canciones populares acompañado de su mandolina. «¿Cuándo se marchará?», se preguntaba, curioso, observando el aburrimiento indisimulable de Titi Pechitos. No tardó en hacerlo. Cuando él había ya terminado una treintena de cuadros y cumplía exactamente ocho meses en Tahití, una mañana, al despertarse, encontró una nota de despedida que era un modelo de concisión: «Adiós y sin rencores, querido Paul».

Lo apenó muy poco su partida; la verdad, la neozelandesa-maorí, ahora que estaba dedicado a pintar, en vez de una compañía era un estorbo. Lo importunaba con su charla; si no se iba, probablemente hubiera terminado echándola. Por fin pudo concentrarse y trabajar con total tranquilidad. Luego de dificultades, enfermedades y tropiezos, comenzaba a sentir que su venida a los Mares del Sur, en busca del mundo primitivo, no había sido inútil. No, Paul. Desde que te enterraste en Mataiea, habías pintado una treintena de cuadros, y, aunque no hubiera entre ellos una obra maestra, tu pintura, gracias al mundo sin domesticar que te rodeaba, era más libre, más audaz. ¿No estabas contento? No, no lo estabas.

A las pocas semanas de la partida de Titi Pechitos, comenzó a sentir hambre de mujer. Los vecinos de Mataiea, casi todos maoríes, con los que se llevaba bien y a los que a veces les invitaba en su cabaña un trago de ron, le aconsejaron que se buscara una compañera en las poblaciones de la costa oriental, donde había muchachas ansiosas de maridar. Resultó más fácil de lo que suponía. Fue, a caballo, en una expedición que bautizó «en busca de la sabina», y en la minúscula localidad de Faaone, en una tienda a la vera del camino donde se detuvo a refrescarse, la señora que atendía le preguntó qué buscaba por aquellos lares.

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