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XI. Arequipa Marsella, julio de 1844

«Hay ciudades que una detesta sin conocerlas», pensó Flora, apenas bajó del coupé que la trajo de Avignon con un cura y un comerciante como compañeros de viaje. Divisaba con disgusto las casas de Marsella. ¿Por qué odiabas esta ciudad que no habías visto aún, Florita? Después, se diría que la detestó porque era próspera: había demasiados ricos y gente acomodada en esta pequeña Babilonia de aventureros y emigrantes ávidos. El exceso de comercio y riquezas habían impuesto en sus habitantes un espíritu fenicio y un individualismo feroz que contagiaba incluso a los pobres y explotados, entre los que tampoco encontró la menor predisposición a la solidaridad, y sí, más bien, una indiferencia pétrea hacia las ideas de la unidad obrera y la fraternidad universal que fue a inculcarles. ¡Maldita ciudad donde las gentes sólo pensaban en el lucro! El dinero era el veneno de la sociedad; lo corrompía todo y volvía al ser humano una bestia codiciosa y rapaz.

Como si Marsella hubiera querido darle razones para justificar su antipatía, todo empezó a salirle torcido desde que pisó tierra marsellesa. El Hotel Montmorency resultó espantoso y con pulgas que le hicieron recordar su llegada al Perú en septiembre de 1833, por el puerto de Islay, donde, la primera noche, en casa de don Justo, el administrador de Correos, creyó morir con las picaduras de esas alimañas que se cebaron en ella sin misericordia. Al día siguiente escapó a una posada del centro de Marsella, regentada por una familia española; le dieron un cuarto sencillo, amplio, y no objetaron que recibiera allí a grupos obreros. El poeta-albañil Charles Poncy, autor del himno a la Unión Obrera, con quien Flora contaba para que la guiase en sus reuniones con los trabajadores marselleses, se había marchado a Argel, dejándole una notita: se hallaba exhausto y sus nervios y músculos necesitaban reposo. ¿Qué se podía esperar de los poetas, aunque fueran obreros? Eran otros monstruos de egoísmo, ciegos y sordos a la suerte del prójimo, unos narcisos hechizados con los sufrimientos que se inventaban para poder cantarlos. Deberías considerar, tal vez, Andaluza, la necesidad de que en la futura Unión Obrera no sólo se prohibiera el dinero, también a los poetas, como hizo Platón en su República.

Para colmo, desde el primer día en Marsella sus males recrudecieron. En especial, la colitis. Apenas comía cualquier cosa, la hinchazón del estómago y los retortijones la doblaban en dos. Resuelta a no dejarse derrotar, siguió con sus visitas y reuniones, optando, eso sí, por no probar bocado, salvo calditos insípidos o papillas de bebe, que su lastimado vientre conseguía retener.

Al segundo día en Marsella, luego de una reunión con un grupo de zapateros, panaderos y sastres, organizada por dos peluqueros fourieristas a los que, por recomendación de Victor Considérant, había escrito desde París, tuvo un incidente en el puerto, donde presenció un episodio que le revolvió la sangre. Estaba observando desde el embarcadero las operaciones de descarga de un barco recién atracado. Allí pudo ver, con sus propios ojos, cómo funcionaba el sistema de «esclavos blancos» del que, justamente, acababan de informarle en la reunión de los peluqueros. «Los estibadores no vendrán a verla, señora -le dijeron-. Ellos son los peores abusivos con los pobres». Los descargadores tenían una patente que les daba a ellos solos el derecho de trabajar en las bodegas de los barcos, cargando o descargando mercancías, y de prestar ayuda a los pasajeros con sus equipajes. Muchos preferían subarrendar su trabajo a los genoveses, turcos o griegos apiñados frente al embarcadero, que con gestos y gritos imploraban ser llamados. Los cargadores recibían por descarga un buen salario, un franco y medio, y daban al realquilado cincuenta centavos, con lo que, sin levantar un dedo, se embolsillaban un franco de comisión. Lo que sacó a Flora de sus casillas fue advertir que uno de los estibadores cedía una enorme maleta -casi un baúl- a una genovesa alta y fuerte, pero con un embarazo avanzado. Encogida, con su carga al hombro, la mujer avanzaba rugiendo, la cara congestionada por el esfuerzo y chorreando sudor, hacia la diligencia de los pasajeros. El estibador le alcanzó veinticinco centavos. Y cuando ella, en bárbaro francés, comenzó a reclamarle los veinticinco restantes, la amenazó y la insultó.

Flora salió al encuentro del cargador cuando éste regresaba al barco, entre un grupo de compañeros.

– ¿Sabes qué eres tú, infeliz? -le dijo, fuera de sí-. Un traidor y un cobarde. ¿No te da vergüenza portarte con esa pobre mujer como los explotadores se portan contigo y tus hermanos?

El hombre la miraba sin comprender, preguntándose sin duda si tenía que vérselas con una demente. Por fin, entre risas y burlas de los demás, optó por preguntarle, con gesto ofendido:

– ¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado autorización para meterse conmigo?

– Me llamo Flora Tristán -le dijo ella, con ira-. Recuerda bien mi nombre. Flora Tristán. Dedico mi vida a luchar contra las injusticias que se cometen con los pobres. Ni siquiera los burgueses son tan despreciables como los obreros que explotan a otros obreros.

Los ojos del hombre -fortachón, cejijunto, venudo, de piernas zambas- se encendieron, indignados.

– Métete a puta, te irá mejor -exclamó, alejándose y haciendo un gesto de burla a los mirones del embarcadero.

Flora llegó a la pensión con escalofríos y fiebre alta. Tomó unas cucharadas de caldo y se metió en cama. Pese a estar bien abrigada y ser pleno verano, sentía frío. Durante algunas horas no pudo pegar los ojos. Ah, Florita, este maldito cuerpo tuyo no estaba a la altura de tus inquietudes, de tus obligaciones, de tus designios, de tu voluntad. ¿Acaso eras tan vieja? A los cuarenta y un años un ser humano estaba lleno de vida. Cuánto se había deteriorado tu organismo, Andaluza. Hada sólo once años habías resistido tan bien ese terrible viaje de Francia a Valparaíso, y luego el tramo de Valparaíso a Islay, y por fin el asalto de esas pulgas que te comieron toda la noche. ¡Qué recibimiento te hizo el Perú!

Islay: una sola callecita con cabañas de bambú, una playa de arenas negras y un puerto sin muelle donde desembarcaban a los pasajeros igual que los bultos y los animales, descolgándolos con poleas desde la cubierta del barco hasta unos lanchones de madera. La llegada a Islar de la sobrinita francesa del poderoso don Pío Tristán provocó una conmoción en el pequeño puerto de mil almas. A eso debías el haber sido alojada en la mejor casa del lugar, la de don Justo de Medina, administrador de Correos. La mejor, pero no por eso exonerada de las pulgas que reinaban y tronaban en Islay. La segunda noche, al verte picoteada de pies a cabeza y rascándote sin cesar, la esposa de don Justo te dio su receta para poder dormir. Cinco sillas en hilera, la última de las cuales tocaba la cama.

Despojarte en la primera del vestido y hacer que la esclava se lo llevara con sus pulgas. Despojarte en la segunda silla de la ropa interior y frotarte las partes expuestas con una mezcla de agua tibia y colonia para desprender las pulgas adheridas a la piel. Y continuar, quitándote en cada silla nueva el resto de las ropas, con los frotamientos respectivos en las partes del cuerpo liberadas, hasta la quinta, donde te esperaba un camisón de dormir impregnado de agua de colonia, que, mientras no se evaporase, mantendría a raya a los ácaros. Eso permitía atrapar el sueño. Dos o tres horas más tarde, envalentonadas, las pulgas volvían al ataque, pero para entonces ya estabas dormida, y, con un poco de suerte y otro de hábito, no las sentías.

Fue la primera lección, Florita, que te dio el país de tu padre y de tu tío don Pío, el de tu vasta familia paterna, que venías a explorar, con la ilusión de recuperar algo de la herencia de don Mariano. Allí pasarías un año y allí descubrirías la opulencia, lo que era vivir en el seno de una familia llena de ínfulas, sin preocupaciones económicas, rozando la irrealidad.

Qué fuerte y sana eras entonces, a tus treinta años, Andaluza. Si no, no habrías resistido esas cuarenta horas a caballo, trepando los Andes y cruzando el desierto, entre Islay y Arequipa. Desde la orilla del mar hasta dos mil seiscientos metros de altura, luego de atravesar precipicios, empinadas montañas -las nubes se veían a tus pies- donde las bestias sudaban y relinchaban, abrumadas por el esfuerzo. Al frío de las cumbres, sucedió el calor de un desierto interminable, sin árboles, sin una sola sombra verde, sin un riachuelo ni una poza, de pedruscos calcinados y médanos de arena en los que de pronto aparecía la muerte en forma de esqueletos de reses, asnos y caballos. Un desierto sin pájaros ni serpientes ni zorros, sin seres vivientes de ninguna especie. Al suplicio de la sed se añadía el de la incertidumbre. Tú, sola allí, rodeada de esos quince hombres de la caravana que te miraban todos con indisimulada codicia, un médico, dos negociantes, el guía y once arrieros. ¿Llegarías a Arequipa? ¿Sobrevivirías?

Llegaste a Arequipa y sobreviviste. En tus actuales condiciones físicas, habrías muerto en aquel desierto y sido enterrada como ese joven estudiante, cuya tumba con su tosca cruz de madera fue el único signo de presencia humana en el trayecto lunar de dos días a caballo entre el puerto de Islay y los majestuosos volcanes de la Ciudad Blanca.

Lo mal que se sentía la hacía perder muy rápido la paciencia en las reuniones marsellesas por las preguntas estúpidas que le formulaban a veces los obreros que venían a reunirse con ella en la posada de los españoles. Comparados con los de Lyon, los trabajadores de Marsella eran prehistóricos, incultos, toscos, sin la menor curiosidad por la cuestión social. Con indiferencia, bostezando, la escuchaban explicar que gracias a la Unión Obrera tendrían un trabajo seguro y podrían dar a sus hijos una educación tan buena como la que los burgueses daban a los suyos. Lo que más irritaba a Flora era la estupefacción recelosa, a veces la abierta hostilidad, con que la escuchaban hablar contra el dinero, decir que con la revolución desaparecería el comercio y hombres y mujeres trabajarían, como en las comunidades cristianas primitivas, no por acicate material, sino por altruismo, para satisfacer las necesidades propias y ajenas. Y que en ese mundo futuro todos llevarían una vida austera, sin esclavos blancos ni negros. Y ningún hombre tendría queridas ni sería bígamo ni polígamo, como tantos marselleses.

Sus diatribas contra el dinero y el comercio alarmaban a los trabajadores. Lo notaba en sus caras de extrañeza y reprobación. Y les parecía absurdo que Flora considerara inicuo, una vergüenza, que los hombres tuvieran queridas, recurrieran a la prostitución o mantuvieran harenes como un pachá turco. U no de ellos se atrevió a decírselo:

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