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XVII. Palabras para cambiar el mundo Montpellier, agosto de 1844

Flora se había prometido que su estancia en Montpellier, adonde llegó el 17 de agosto de 1844 luego de Nímes, sería de absoluto descanso. Necesitaba recuperarse. Estaba agotada; la disentería le duraba ya dos meses y cada noche sentía en el pecho, acompañada de fuertes punzadas, la bala junto a su corazón. Pero el destino decidió otra cosa. El Hotel du Cheval Blanc, que le habían reservado, al descubrir que viajaba sola le dio con la puerta en las narices. «Como en todos los establecimientos decentes, en éste sólo admitimos damas que vienen con sus padres o esposos», la amonestó el administrador.

Iba a responderle «Pues en Nímes me dijeron que el Hotel du Cheval Blanc era poco menos que el burdel de Montpellier», cuando un agente viajero llegado al mismo tiempo que ella se adelantó a ofrecerse como valedor de la señora. El hotelero titubeaba. Flora se sentía conmovida, cuando advirtió que el galante caballero insistía en tomar una sola habitación para los dos. «¿Me cree usted una puta?», lo encaró, al tiempo que le descargaba una sonora bofetada. El infeliz quedó alelado, frotándose la cara. Ella salió a las calles de Montpellier, cargada de maletas, a buscar un refugio. Sólo lo encontró a mediodía, el Hotel du Midi, un hotelito en construcción en el que resultó la única inquilina. Los siete días en la ciudad vivió escoltada por la bulla y el trajín de albañiles y trabajadores que, colgados de los andamios, rehacían y ampliaban el local. Estaba tan cansada que, pese al agobio del ruido, renunció a buscar otro albergue.

Los primeros cuatro días no celebró reunión alguna con obreros ni con los sansimonianos y fourieristas locales para los que traía cartas de recomendación. Pero no fueron días de reposo. La hinchazón del vientre y los retortijones la atormentaban tanto que debió ver a un médico. El doctor Amador, recomendado por el hotel, resultó ser español y Flora se alegró de practicar con él esa lengua que, desde su regreso del Perú, diez años atrás, apenas había tenido ocasión de hablar. El doctor Amador, fanático de la homeopatía, a la que, poniendo los ojos en blanco, llamaba «la ciencia nueva», era un cincuentón fino, culto, moreno y alargado, de simpatías sansimonianas y convencido de que la «teoría de los fluidos» de Saint-Simon, clave para entender la evolución de la historia, explicaba también el cuerpo humano. «La técnica y la ciencia económica son las fuerzas transformadoras de la sociedad, doña Flora», le decía, con voz de barítono. Era grato conversar con él. Fiel a sus convicciones homeopáticas de que el mal con el mal se cura, le recetó un preparado de arsénico y azufre, que Flora bebió con aprensión, temerosa de envenenarse. Pero, desde el segundo día de tomar la extraña pócima, experimentó notable mejoría.

Este hombre atento y respetuoso, que te escuchaba con deferencia aun cuando en muchos temas discreparan, se asemejaba a los primeros «hombres modernos» que, gracias a tu audacia y tesón, conociste en París, a principios de 1835, a tu regreso del Perú, luego de esa endemoniada travesía en barco en la que estuviste a punto de ser violada por un pasajero impertinente y degenerado, el Loco Antonio. ¿Te acuerdas, Florita? En las noches trataba de forzar tu camarote, sin que el capitán de la nave lo llamara al orden; debía estar acostumbrado a que sus pasajeros asaltaran a las señoras que viajaban solas. Tú se lo reprochaste y el capitán Alencar, a modo de excusa, te respondió esta instructiva imbecilidad: «Usted es la primera señora a la que veo viajar sola en mis treinta años de lobo de mar». ¡Vaya viajecito de espanto que fue tu regreso a Francia, por culpa del mareo y del Loco Antonio!

Pero, qué te importó ese mal trago en aquellos primeros meses en París, en tu departamentito recién alquilado de la rue Chabanais. La modesta pensión del tío Pío Tristán te permitía vivir con decoro. Cargada de ímpetus e ilusiones gracias al año pasado en el Perú, más rico en enseñanzas que cinco años en la Sorbona, volviste a Francia decidida a ser otra, a romper las cadenas, a vivir plenamente y libre, resuelta a llenar las lagunas de tu espíritu, a cultivar tu inteligencia, y, sobre todo, a hacer cosas, muchas cosas, para que la vida de las mujeres fuera mejor de lo que había sido para ti.

En ese estado de ánimo escribiste, a poco de llegar a Francia, tu primer libro. Mejor dicho, librito, folleto de pocas páginas: Sobre. la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras. Ahora, ese texto romántico, sentimental, lleno de buenas intenciones acerca de la nula o mala acogida que recibían las forasteras en Francia, te avergonzaba por su ingenuidad. ¡Proponer la creación de una sociedad para ayudar a las extranjeras a instalarse en París, encontrarles alojamiento, presentarles gente y ofrecer consuelo a las necesitadas! ¡Una sociedad cuyos miembros harían un juramento y tendrían un himno y unas insignias con los tres blasones de la institución: Virtud, Prudencia y Propaganda contra el Vicio! Sofocada por la risa -qué tonta eras entonces, Florita-, se desperezó, en su estrecho cuartito del Hotel du Midi. Tampoco tú pudiste escapar a la epidemia de formar sociedades que padecía Francia.

Fue un texto juvenil, que denotaba tu incultura, aquel que el dueño de la imprenta Delaunay, en el Palais Royal, debió corregir de principio a fin por la cantidad de faltas de ortografía del manuscrito. ¿No había en él nada rescatable, con todo lo que habías madurado? Algo, sí. Por ejemplo, tu profesión de fe -«Una creencia, una religión, la más bella y la más santa: el amor a la humanidad»- y tus ataques al nacionalismo: «Nuestra patria debe ser el universo». Crear sociedades era la obsesión de sansimonianos y fourieristas. ¿ Ya estabas, pues, en relación con ellos cuando salió el folleto?

Sólo por lecturas. Leíste mucho en tu pisito de la me Chabanais, y luego en el de la me du Cherche-Midi, en 1835, 1836, 1837, pese a los dolores de cabeza que te daba André Chazal. Tratabas de asimilar aquellas ideas, filosofías, doctrinas, que representaban la modernidad, en las que veías el arma más eficaz para conseguir la emancipación de la mujer. De Le Globe de los sansimonianos a La Phalange de los fourieristas, pasando por todos los folletos, libros, artículos, conferencias a los que podías echar mano, querías leerlo todo. Horas de horas haciendo apuntes, fichas, extractos, en tu casa o en los dos gabinetes de lectura a los que te abonaste. Con qué ilusión buscabas relacionarte con sansimonianos y fourieristas, las dos corrientes que en aquellos años -todavía no conocías las ideas de Étienne Cabet ni las del escocés Rover Towen- te parecían las más avanzadas para alcanzar el objetivo: la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer.

El filósofo y economista Claude- Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, visionario de la «sociedad de productores y sin fricciones», había muerto en 1825 y su heredero, el esbelto, elegante, refinado e iluminado Prosper Enfantin, seguía siendo jefe de los sansimonianos hasta hoy. Él fue uno de los primeros a quien enviaste tu librito, con una dedicatoria devota. Enfantin te invitó a una reunión de seguidores en Saint-Germain-des-Prés. ¿Recuerdas tu deslumbramiento al estrechar la mano de ese sacerdote laico por el que desfallecían las parisinas? Era apuesto, locuaz y carismático. Había estado en la cárcel, a resultas del primer experimento de sociedad sansimoniana en Ménilmontant, donde, para estimular la solidaridad entre los compañeros y aniquilar el individualismo, Enfantin diseñó aquellos uniformes fantasiosos: unas túnicas con abotonadura en la espalda que sólo se podían cerrar con ayuda de otra persona. Prosper Enfantin había viajado hasta Egipto, en busca de la mujer-mesías, que, según la doctrina, sería la redentora de la humanidad. No la encontró y seguía buscándola. Ahora, esos aspavientos feministas de los salsimonianos te parecían poco serios, un juego lujoso y frívolo. Pero en 1835 te llegaban al alma, Florita. Con qué reverencia observabas la silla vacía que, junto a la del Padre Prosper Enfaritin, presidía las reuniones sansimonianas. ¿Cómo no te iba a conmover descubrir que no estabas sola, que, en París, otros, como tú, encontraban intolerable que la mujer fuera considerada un ser inferior, sin derechos, un ciudadano de segunda clase? Ante aquella silla vacía de las ceremonias de los discípulos de Saint-Simon, empezaste a decirte, en secreto, como rezando: «La salvadora de la humanidad serás tú, Flora Tristán»..

Pero, para ser la mujer-mesías de los sansimonianos había que formar pareja -meterse a la cama, simplemente- con Prosper Enfantin. A muchas parisinas las tentaba. A ti, no. Hasta ahí llegaba tu celo reformista. La libertad sexual que estos movimientos predicaban te parecía -aunque no lo dijeras- una coartada para el libertinaje, y, en eso, no estabas dispuesta a seguidos. Porque la vida sexual te seguiría inspirando, hasta conocer a Olympia Maleszewska, la misma repugnancia que el recuerdo de André Chazal.

Si el conde de Saint-Simon estaba muerto hacía tiempo, Charles Fourier, en cambio, en aquel año de 1835 estaba vivo. Tenía sesenta y tres años y le quedaban dos por vivir. Lo conociste, Andaluza. Y nueve años después, pese a lo mal que ahora pensabas de sus discípulos, esos teóricos e inactivos falansterianos, a él lo recordabas con admiración. Y, aunque lo trataste poco, con cariño filial, Fourier fue la primera persona a la que enviaste Sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras, ofreciéndole tu colaboración con palabras exaltadas: «Usted, maestro, encontrará en mí una fuerza poco común entre las de mi sexo, una urgencia por hacer el bien». Y, menuda sorpresa, el noble y pulcro viejecito, con su levita muy bien planchada y sus bondadosos ojos claros se apareció en persona en el 42, rue du Cherche-Midi, para agradecerte el libro y felicitarte por tus ideas renovadoras y tu espíritu justiciero. ¡Uno de los días más felices de tu vida, Florita!

Tuviste grandes dificultades para entender algunas de sus teorías (que existía un orden social equivalente al del universo físico descubierto por Newton, por ejemplo; o el paso de la humanidad por ocho estados de salvajismo y barbarie antes de llegar a la Armonía, donde alcanzaría la felicidad leíste La teoría de los Cuatro Movimientos, El nuevo mundo industrial y societario e innumerables artículos aparecidos en La Phalange y otras publicaciones fourieristas. Pero, era sobre todo él, por la resplandeciente limpieza moral que emanaba de su persona, la frugalidad de su vida -vivía solo, en el modestísimo pisito de la rue Saint-Pierre, en Montmartre, atiborrado de libros y papeles, donde le llevaste un día un reloj de arena de regalo-, su bondad, su horror a toda forma de violencia y su confianza a machamartillo en la buena entraña de los seres humanos, lo que, en aquellos años de 1835, 1836 Y 1837, te hicieron sentirte discípula de ese generoso sabio. Fourier también estaba contra el matrimonio y creía como tú que esta malhadada institución hacía de la mujer un objeto de uso, sin dignidad ni libertad. Su teoría de que, organizando el mundo en falansterios, unidades de cuatrocientas familias cada una, sin explotadores ni explotados, donde el trabajo y sus frutos se repartirían de manera equitativa, remunerando más los quehaceres más ingratos y menos los más placenteros, y donde reinaría la más absoluta igualdad entre hombres y mujeres, al principio te hechizó. Esta doctrina daba forma concreta a tus anhelos de justicia para la humanidad.

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