Литмир - Электронная Библиотека
A
A

IV. Aguas misteriosas

Mataiea, febrero de 1893

En los once meses que tardó en materializarse su decisión de regresar a Francia, desde la tamara'a aquella en la que terminó revolcándose con Maoriana, la mujer de Tutsitil, hasta que, gracias a las gestiones de Monfreid y Schuffenecker en París, el gobierno francés aceptó repatriado y pudo embarcarse en el DuchaffaulT el 4 de junio de 1893, Koke pintó muchos cuadros e hizo innumerables apuntes así como esculturas, aunque sin tener nunca la certeza de la obra maestra, como le ocurrió pintando Manao tupapau. Su fracaso con el retrato del niño muerto de los Suhas (con los que al cabo de un tiempo Jénot consiguió reconciliarlo) lo disuadió de intentar ganarse la vida retratando a los colonos de Tahití, entre los que, según sus pocos amigos europeos, se lo tenía por un extravagante impresentable.

No había dicho palabra a Teha'amana de sus gestiones para ser repatriado por temor de que, sabiendo que pronto la iba a abandonar, su vahine se adelantara a dejado. Estaba encariñado con ella. Con Teha'amana podía hablar de cualquier cosa porque la chiquilla, aunque ignoraba muchos temas importantes para él, como la belleza, el arte y las antiguas civilizaciones, tenía una mente muy ágil y suplía con su inteligencia sus lagunas culturales. A cada rato estaba sorprendiéndolo con alguna iniciativa, broma o sorpresa. ¿Te quería ella a ti, Koke? No acababas de saberlo. Estaba siempre dispuesta cuando la requerías; y, a la hora del amor, era efusiva y diestra como la más experimentada de las cortesanas. Pero, a veces, se desaparecía de Mataiea por dos o tres días, y al volver no te daba la menor explicación. Cuando insistías en averiguar dónde había estado, ella se impacientaba y no salía del «Me fui, me fui, ya te lo dije». Jamás le había hecho la menor demostración de celos. Koke recordaba que, la noche de la tamara’a, mientras abrazaba en la tierra a Maoriana, vio como en sueños en los reflejos de la fogata la cara de Teha'amana, mirándolo burlona con sus grandes ojos color azabache. ¿Esa perfecta indiferencia frente a lo que hacía su pareja era la forma natural del amor en la tradición maorí, un signo de su libertad? Sin duda, aunque, cuando los interrogaba al respecto, sus vecinos de Mataiea rehuían la respuesta con risitas evasivas. Teha'amana tampoco manifestó nunca la menor hostilidad hacia las vecinas de la aldea y alrededores a las que Koke invitaba a que posaran para él, y, a veces, lo ayudaba a convencerlas de que lo hicieran desnudas, a lo que solían ser muy reticentes.

¿Cómo hubiera reaccionado tu vahine con la historia de Jotefa, Koke? Nunca lo sabrías, porque nunca te atreviste a contársela. ¿Por qué? ¿Todavía alentaban en ti los prejuicios de la moral civilizada europea? ¿O simplemente porque estabas más enamorado de Teha'amana de lo que hubieras admitido y temías que si se enteraba de lo ocurrido en aquella excursión se enojara y te dejara? ¡Vaya, Koke! ¿No ibas a dejarla tú, sin el menor escrúpulo, apenas consiguieras tu repatriación como artista insolvente? Sí, cierto. Pero, hasta que aquello ocurriera, querías seguir viviendo -hasta el último día- con tu bella vahine.

Su vida, en esos meses, le parecería después, cuando la adversidad se encarnizó con él, agradable y, sobre todo, productiva. Lo hubiera sido más, desde luego, sin los eternos apuros de dinero. Las espaciadas remesas de Monfreid o del buen Schuff no alcanzaban nunca a cubrir sus gastos y vivían eternamente endeudados con Aoni, el almacenero chino de Mataiea.

Se levantaba temprano, con la luz del día, y se bañaba en el río vecino, tomaba un desayuno frugal -la infalible taza de té y una tajada de mango o de piña- y se ponía a trabajar, con entusiasmo que nunca decaía. Se sentía bien en ese entorno de luminosidad tan viva, de colores tan nítidos y contrastados, de calor y rumores crecientes, animales, vegetales, humanos, y el eterno sonsonete del mar. En vez de pintar, el día que conoció a Jotefa, hacía tallas. Pequeñas, a partir de bocetos que pergeñaba deprisa, tratando de captar en unos cuantos trazos las caras firmes, de narices chatas, bocas anchas, labios gruesos y cuerpos robustos de los tahitianos de la vecindad. E ídolos de su invención, ya que, para su desdicha, en la isla no quedaban trazas de estatuas ni tótems de los antiguos dioses maoríes.

El joven que cortaba árboles por los alrededores de su cabaña era menos tímido o más curioso que los demás vecinos de Mataiea, los que, si Koke no los buscaba, rara vez tomaban la iniciativa de visitarlo. No era de aquí, sino de una pequeña aldea del interior de la isla. El hacha en el hombro, cara y cuerpo empapados de sudor por el esfuerzo, una mañana se acercó al toldo de cañas bajo el cual Paul pulía el torso de una muchacha, y, con una curiosidad infantil en la mirada, se puso a contemplado, acuclillado. Su presencia te perturbaba y estuviste a punto de echado, pero algo te contuvo. ¿Que el muchacho fuera tan bello, acaso, Paul? Sí, también. Y algo más, que intuías difusamente, mientras, de tanto en tanto, haciendo una pausa, lo observabas de reojo. Era un varón, cerca de ese límite turbio en el que los tahitianos se convertían en taata vahine, es decir, en andróginos o hermafroditas, aquel tercer sexo intermediario que, a diferencia de los prejuiciados europeos, los maoríes, a ocultas de misioneros y pastores, aceptaban todavía entre ellos con la naturalidad de las grandes civilizaciones paganas. Muchas veces había intentado hablar de ellos a Teha'amana, pero, que existieran mahus a la muchacha le parecía algo tan obvio, tan natural, que no conseguía sacarle más que pequeñas banalidades o un alzamiento de hombros. Sí, claro, había hombres-mujeres, ¿y?

La piel cobrizo cenicienta del muchacho traslucía unos músculos tensos cuando hachaba un tronco o se lo echaba al hombro y caminaba con él a cuestas hasta el sendero donde vendría a llevárselo a Papeete o a algún pueblo la carreta del comprador. Pero, cuando se acuclillaba a su lado para verlo esculpir, alargaba la lampiña faz y abría mucho sus ojos oscuros, profundos, de largas pestañas, como buscando, más adentro y más allá de lo que veía, una secreta razón para la tarea en que Paul se afanaba, su postura, su expresión, el mohín que separaba sus labios y mostraba la blancura de sus dientes, se dulcificaban y feminizaban. Se llamaba Jotefa. Hablaba bastante francés como para mantener el diálogo. Cuando Paul hacía un alto, charlaban. El muchacho, con un pequeño lienzo ceñido en la cintura que le cubría apenas las nalgas y el sexo, se lo comía a preguntas sobre esas estatuillas de madera en las que Paul reproducía figuras nativas y fantaseaba dioses y demonios tahitianos. ¿Qué te atraía de ese modo en Jotefa, Paul? ¿Por qué irradiaba de él ese aire familiar, de alguien que, de tiempo atrás, parecía formar parte de tu memoria?

El leñador se quedaba a veces con él, conversando, luego del trabajo, y Teha'amana le preparaba también a Jotefa una taza de té y algo de comer. Una tarde, luego de que el muchacho se marchara, Koke recordó. Corrió a la cabaña a abrir el baúl donde guardaba su colección de fotos, clichés y recortes de revistas con reproducciones de templos clásicos, estatuas y cuadros, y figuras que lo habían conmovido, colección sobre la que volvía una y otra vez como, otros, a los recuerdos de familia. Recorría, barajaba, acariciaba ese entrevero, cuando una foto se le quedó pegada en los dedos. ¡Ahí estaba la explicación! Ésta era la imagen que, de manera vaga, tu conciencia, tu intuición, habían identificado con el joven leñador, tu flamante amigo de Mataiea.

Aquella fotografía, tomada por Charles Spitz, el fotógrafo de L’Ilustration, Paul la había visto por primera vez en la Exposición Universal de París de 1889, en la sección dedicada a los Mares del Sur que Spitz había ayudado a organizar. La imagen lo turbó de tal modo que se quedó mucho rato contemplándola. Volvió a verla al día siguiente, y, por fin, le rogó al fotógrafo, a quien hacía años conocía, que le vendiera un cliché. Charles se lo regaló. Su título, Vegetación en los Mares del Sur, era tramposo. Lo importante en ella no eran los enormes helechos, ni las madejas de lianas y hojas enredadas en ese flanco de la montaña del que fluía una delgada cascada, sino la persona de torso desnudo y piernas descubiertas, de perfil, que, aferrándose a la hojarasca, se inclinaba para beber o acaso sólo observar aquella fuente. ¿Un joven? ¿Una joven? La foto sugería ambas posibilidades con la misma intensidad, sin excluir una tercera: que fuera las dos cosas, alternativa o simultáneamente. Ciertos días, Paul tenía la certeza de que aquél era el perfil de una mujer; otros, el de un hombre. La imagen lo intrigó, lo indujo a fantasear, lo excitó. Ahora no tenía la menor duda: entre aquella imagen y Jotefa, el leñador de Mataiea, había una misteriosa afinidad. Descubrirlo le produjo una vaharada de placer. Los manes de Tahití comenzaban a hacerte partícipe de sus secretos, Paul. Ese mismo día le mostró la foto de Charles Spitz a Teha'amana.

– ¿Es hombre o mujer?

La muchacha estuvo un rato escudriñando la cartulina y por fin movió la cabeza, indecisa. Tampoco ella pudo adivinado.

Tuvieron largas conversaciones con Jotefa, mientras Paul tallaba sus ídolos y el muchacho lo observaba. Era respetuoso; si Paul no le dirigía la palabra, permanecía quieto y callado, temeroso de incomodar. Pero cuando Paul iniciaba el diálogo, no había modo de pararlo. Su curiosidad era desbordante, infantil. Quería saber sobre las pinturas y las esculturas más cosas de las que Paul podía decirle; también, muchas, sobre las costumbres sexuales de los europeos. Curiosidades que, si no las hubiera formulado con la transparente inocencia con que lo hacía, hubieran resultado vulgares y estúpidas. ¿Tenían las vergas de los popa a los mismos tamaños y formas que las de los tahitianos? ¿Era el sexo de las europeas igual al de las mujeres de aquí? ¿Lucían más o menos vello entre sus piernas? Cuando, en su imperfecto francés mezclado de palabras y exclamaciones tahitianas, y de gestos expresivos, disparaba estas preguntas, no parecía satisfacer una morbosa inclinación, sino estar ansioso por enriquecer sus conocimientos, por averiguar qué acercaba o diferenciaba a europeos y tahitianos en aquella materia generalmente excluida de la conversación entre franceses. «Un verdadero primitivo, un pagano de verdad», se decía Paul. «Pese a haberlo bautizado e infamado con un nombre que no es tahitiano ni cristiano, sigue sin domesticar.» Algunas veces, Teha'amana se acercaba a escucharlos, pero, ante ella, Jotefa se inhibía y permanecía silencioso.

12
{"b":"87862","o":1}