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XX. El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903

– Lo que me sorprende más, en toda la historia de tu vida -dijo Ben Varney, mirando a Paul como si quisiera descifrado-, es que tu mujer te aguantara esa locura.

Paullo oía sólo a medias. Estaba tratando de medir los estragos que causó en Atuona el huracán. Antes, desde los altos del almacén de Ben Varney donde platicaban, sólo se veía la torrecilla de madera de la misión protestante. Pero los vientos devastadores habían descuajado algunos árboles, y desvestido y mutilado a muchos otros, de modo que ahora era posible divisar desde esta baranda toda la fachada de la iglesia y la pulcra casita del pastor Paul Vernier. También, los dos hermosos tamarindos que la flanqueaban, apenas dañados por el temporal. Mientras entreveía todo aquello, Paul imaginaba el sendero hacia la playa: habría quedado intransitable con todo el fango, las piedras y las ramas, hojas y troncos con que lo obstruyó el huracán. Pasaría buen tiempo antes de que lo limpiaran y pudieras reanudar tus paseos a la hora del crepúsculo hasta la Bahía de los Traidores, Koke. ¿Les habrían preparado aquella emboscada los pacíficos marquesanos a los tripulantes de aquel barco ballenero? ¿Los habrían matado y manducado?

– Que siguiera contigo pese al descalabro económico que significó para tu familia tu capricho de ser pintor, quiero decir -insistió el almacenero. Desde que había escuchado la historia, acosaba a Paul sin descanso para saber más detalles-. ¿Cómo pudo aguantarte?

– No me aguantó mucho, sólo un par de años -te resignaste a contestarle-. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? La Vikinga no tenía escapatoria. Apenas la tuvo, me dejó. Mejor dicho, se las arregló para que yo la dejara.

Conversaban en la terraza de Ben, en los altos del almacén. Adentro, se oía hablar en marquesano a la mujer de Varney con unos niños. En el cielo de Hiva Oa comenzaba el gran fuego de artificio -azul, rojo, rosado de todos los crepúsculos. El ciclón de diciembre pasado había hecho pocas víctimas en Atuona, pero sí muchos estragos: derribado cabañas, destechado locales, arrancado árboles y convertido la única calle del poblado en un lodazal agujereado y supurante de tierra agusanada. Pero la vivienda de madera del norteamericano, igual que La Casa del Placer, había resistido, con escasos daños ya restañados. El más perjudicado de los amigos fue Tioka, el vecino de Koke, al que la creciente del río Make Make le arrebató su cabaña entera. Pero su familia quedó indemne. Ahora, el recio anciano de barbas blancas y los suyos trabajaban sin descanso, construyéndose otra morada en el pedazo de terreno, que, dentro del suyo, le regaló Koke.

– Puede que yo no sepa mucho de arte -admitió el almacenero-. Bueno, la verdad, no sé nada de eso. Pero, reconoce que es algo difícil de entender, para una inteligencia normal. Gozar de una vida segura y próspera, y dejarlo todo, a los treinta y pico de años, para empezar una carrera de artista. ¡Teniendo mujer y cinco hijos! ¿No se debe llamar eso una locura?

– ¿Sabes una cosa, Ben? Si yo seguía en la Bolsa, hubiera terminado asesinando a Mette y a mis hijos, aunque, como al bandido Prado, me cortaran luego el pescuezo en la guillotina.

Ben Varney se rió. Pero no bromeabas, Koke. Cuando, en agosto de 1883, te quedaste sin empleo, habías llegado al límite. Dedicar buena parte del día a hacer algo que odiabas pues te impedía coger los pinceles -lo que ya te importaba más que nada en la vida-, te tenía al borde de un estallido que hubiera podido terminar -estabas seguro- en el suicidio o el crimen. Por eso te sentiste tan feliz cuando perdiste el empleo, a sabiendas de que empezar otra vida les exigiría a ti y sobre todo a Mette muchos sacrificios. Así fue. Las pruebas, Koke. Pruebas de un diosecillo desconfiado y cruel para verificar si tenías vocación de artista, y, más difícil aún, para saber si merecías tener talento. Veinte años después, aunque las hubieras aprobado todas, esa abusiva divinidad te seguía mandando pruebas. Ahora, la más infame: el deterioro de tus ojos. ¿Cómo podías pasar el examen de la semiceguera siendo un pintor? ¿Por qué ese ensañamiento contigo?

Poco después del último parto de Mette, en diciembre de 1883 -al benjamín, Paul Rallan, lo llamarían siempre Pala-, la familia Gauguin dejó París para instalarse en Rouen. Se te ocurrió que allí la vida sería más barata y que ganarías buen dinero vendiendo tus cuadros y retratando a los prósperos ruaneses. Las quimeras de siempre, Koke. No vendiste una tela ni te encargaron un solo retrato. Y, los ocho meses en ese pisito minúsculo del barrio medieval, oíste a Mette maldecir a diario su suerte, llorar e increparte por haberle ocultado tu vocación de artista que los arruinó. Pero, esas querellas domésticas te importaban un comino, Koke.

– Era libre y feliz, Ben -se rió Paul-. Pintaba paisajes normandos, barcos y pescadores en el puerto. Una soberana mierda de cuadros, por supuesto. Pero, tenía la certeza de que pronto sería un buen pintor. Estaba a la vuelta de la esquina. ¡Qué entusiasmo me corría por las venas, Ben!

– Yo que Mette, te hubiera envenenado -dijo el ex ballenero-. Pero, en fin, si hubieras sido un buen marido nunca habrías llegado a las Marquesas. ¿Sabes una cosa? Si alguien escribiera la vida de los que hemos terminado varados aquí, saldría una historia formidable. Fíjate, Ky Dong y tú, o yo mismo.

– La más original es tu historia, Ben -dijo Paul-. Mira que perder tu barco por una borrachera. ¿Es verdad eso? ¿Ocurrió así?

El norteamericano asintió, haciendo una mueca que arrugó su cara pecosa y colorada.

– La verdad es que mis compañeros me emborracharon para poder largarse sin mí -dijo, sin amargura, como si hablara de otro-. En el barco ballenero me tenían por un tipo algo jodido, creo. Como te tienen a ti acá. Nos parecemos, Koke. Será por eso que te aprecio tanto. A propósito, ¿cómo va tu lío con las autoridades?

– Que yo sepa, los juicios se han estancado -Paul escupió hacia las palmeras del contorno-. Tal vez, con el ciclón se les refundieron o deshicieron los expedientes. Ya no pueden hacerme daño. ¡ La Naturaleza defendió al arte contra curas y gendarmes! ¡El ciclón me absolvió, Ben!

En julio de 1884, Mette Gad se trepó a un barco en el puerto de Rouen que se la llevó a Dinamarca con tres de los niños, dejando a Paul en la capital normanda a cargo de Clovis y lean. En Copenhague, a la Vikinga le fue mejor.- Su familia le consiguió trabajo como profesora de francés. Y, entonces -los sueños, Koke, siempre los sueños-, decidiste trasladarte allí a fin de conquistar Dinamarca para el impresionismo.

– ¿Qué es el impresionismo? -quiso saber Ben. Tomaban brandy y el almacenero estaba ya achispado. Paul, en cambio, pese a haber bebido más que él, se encontraba perfectamente ecuánime. A su espalda, desde la colina de la misión católica el viento traía hasta ellos los himnos del coro del colegio de las monjas de San José de Cluny. Ensayaban siempre a esta hora. U nos himnos que ya no parecían religiosos, porque se habían impregnado de la alegría y el ritmo sensual de la vida marquesana.

– Un movimiento artístico del que, me imagino, ya no se acuerda nadie en París -se encogió de hombros Koke-. Y, ahora, Ben, el último brindis. Si se me hace de noche, con estos ojos no encontraré mi casa.

Ben Varney lo ayudó a bajar las escaleras, a cruzar el jardín cercado de alambres y a subir a su cochecito. Apenas lo sintió a bordo, el pony partió. Conocía el camino de memoria y avanzaba con prudencia en la medialuz del atardecer, esquivando los obstáculos. Felizmente, no tenías que guiado, Paul; no hubieras podido, en estas sombras tus ojos lastimados por la enfermedad impronunciable no distinguían los huecos ni baches del camino. Te sentías bien. Ciego y contento, Koke. Había una atmósfera tibia, bienhechora, una suave brisa aromada de sándalo. Aquélla había sido una prueba difícil para tu orgullo. Tener que vivir en 29 Frederiksbergalle, la casa de la madre de Mette, mantenido y humillado por tu suegra y por los tíos, hermanas y hermanos y hasta primos de tu mujer. Ninguno podía comprender, menos aceptar, que hubieras abandonado las finanzas y la vida burguesa para ser un bohemio, según ellos sinónimo de artista. Te exiliaron en la buhardilla, donde, dada tu apariencia pobretona y excéntrica -que tú, por supuesto, en aquellos días, como represalia contra tu familia política, exageraste colocándote en la cabeza un tocado de piel roja-, debías permanecer encerrado mientras Mette enseñaba francés a las jóvenes y a los jóvenes privilegiados de la sociedad danesa, pues había el riesgo de que, disgustadas ellas y ofendidos ellos con tu apariencia inconveniente, renunciaran a las clases. Las cosas no mejoraron cuando Mette, tú y los niños abandonaron la casa de tu suegra, para vivir -gracias a la venta de un cuadro de tu colección de impresionistas- en la casita de Norregada 51, un barrio sórdido de Copenhague, lo que dio a Mette nuevos argumentos para encolerizarse contra ti y apiadarse de su suerte.

También esa prueba de la humillación y la soledad en un país cuya lengua no hablabas, donde no tuviste un amigo ni un comprador para tus cuadros, la pasaste. Trabajando sin descanso y con furia: esquiado res en el helado Parque de Frederiksberge, los árboles del Parque del Este, tu primer autorretrato. Cerámicas, maderas, dibujos, incontables bocetos. Uno de los raros artistas daneses que se interesó en lo que hacías, Theodor Philipsen, fue a curiosear tus cuadros. Durante una hora, conversaron. De pronto, te oíste diciendo al danés que, para ti, las sensaciones eran más importantes que las razones. ¿De dónde sacaste semejante teoría? La inventabas a medida que la decías. La pintura debía ser expresión de la totalidad del ser humano: su inteligencia, su destreza artesanal, su cultura, pero también sus creencias, sus instintos, sus deseos y sus odios. «Como entre los primitivos.» Philipsen no prestó la menor importancia a lo que habías dicho; era amable y desvaído, como todos los nórdicos. Pero, tú, sí. Habías soltado,aquello sin premeditación; luego, reflexionado, descubrirías que esa fórmula resumía tu credo estético. Hasta hoy, Koke. Porque, detrás de las infinitas afirmaciones y negaciones sobre cuestiones artísticas que venías diciendo y escribiendo todos estos años, el núcleo inamovible seguía siendo el mismo: el arte occidental había decaído por segregarse de aquella totalidad de la existencia que se manifestaba en las culturas primitivas. En éstas el arte, inseparable de la religión, formaba parte de la vida cotidiana, como comer, adornarse, cantar y hacer el amor. Tú querías restablecer en tus cuadros esa interrumpida tradición.

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