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Cuando llegó a La Casa del Placer, cuyos contornos, desde el ciclón de diciembre, habían dejado de ser boscosos y se habían vuelto un descampado de ralos arbolitos y troncos derribados, era ya noche. Uno de los rasgos de Hiva Oa: oscurecer en un instante, como un telón que cae y borra el escenario. Una agradable sorpresa. Ahí estaban Haapuani y su mujer Tohotama, sentados junto a las caricaturas del Padre Lujuria y Teresa, sobrevivientes del ciclón. Acababan de llegar de Tahuata, la isla de los pelirrojos, como Tohotama. ¿A qué se debía esta grata visita? Haapuani vaciló y cambió una larga mirada con su mujer, antes de responderle, sin alegría:

– Acepto tu propuesta. La necesidad me obliga, Koke.

Desde que lo conoció, a poco de llegar a Atuona, Paul había querido pintar a Haapuani. Su personalidad lo intrigaba. Había sido sacerdote de un poblado maorí, en Tahuata, antes de la llegada de los misioneros franceses. Nadie sabía a ciencia cierta si vivía ahora en Hiva Oa, en su isla de origen, o yendo y viniendo entre las dos. Desaparecía largas temporadas y al volver no decía palabra sobre sus andanzas. Los naturales de Hiva Oa le atribuían saberes y poderes tradicionales, por su antiguo oficio, que, según Ky Dong, seguía practicando en secreto, a ocultas del obispo Martin, del pastor Vernier y del gendarme Claverie. Koke lo admiraba por su audacia. Pues Haapuani, pese a sus años -debía ser cincuentón-, se presentaba a veces en La Casa del Placer vestido y adornado como un mahu, un hombre-mujer, algo que, aunque dejaba indiferentes a los maoríes, podía atraer sobre él las fulminaciones de las dos iglesias y de la autoridad civil si lo descubrían. Haapuani nunca objetó que la bella y musculosa Toho tama posara -lo hizo muchas veces-, pero jamás aceptó que Koke lo pintara. Cada vez que se lo propusiste, se enojaba. Lo había hecho cambiar de opinión el ciclón, que, sin causar daños en Hiva Oa, en Tahuata causó terribles males, destruyendo viviendas y granjas y dando muerte a decenas de personas, entre ellas varios parientes del antiguo hechicero. Haapuani te lo confesó: necesitaba dinero. A juzgar por su voz y su expresión, le había costado gran esfuerzo dar este paso.

¿Te permitirían pintado estos miserables ojos?

Sin pensado dos veces, Koke aceptó, entusiasmado. De inmediato, formalizaron el acuerdo, tras lo cual Paul adelantó a Haapuani algún dinero. Sentía tanta excitación con la perspectiva de pintar esa tela, que pasó buena parte de la noche desvelado, revolviéndose en su cama mientras oía maullar a los gatos salvajes y contemplaba, en un cielo encapotado de nubes, las apariciones de la luna. Haapuani sabía muchas más cosas de las que quería admitir. Koke lo había sondeado, cuando venía a acompañar a Tohotama, mientras ella posaba. Nunca aceptó revelarle nada sobre su pasado de sacerdote maorí. Siempre le negó que todavía se practicara el canibalismo en algunas islas apartadas del archipiélago. Pero a Koke, obsesionado con el tema, esas negativas no lo convencían. En cambio, consiguió algunas veces vencer la resistencia del hechicero a hablar sobre el arte de los tatuajes, que el obispo Martín y el pastor Vernier creían haber abolido. Pero estaba vivo aún en las aldeas y bosques perdidos de todas las Marquesas, preservando, en aquellas remotas soledades, sobre las pieles tostadas de los varones y las hembras maoríes, la antigua sabiduría, la fe y las tradiciones exorcizadas por los misioneros. En su único viaje al interior de Hiva Oa, hacia la aldea de Hanaupe, en el valle de Hekeani, para negociar la compra de Vaeoho, Koke lo comprobó: hombres y mujeres de la aldea lucían sus tatuajes sin la menor inquietud. Y había conversado, mediante un intérprete, con el tatuador del pueblo, un anciano risueño que le mostró la delicadeza y seguridad de artista con que imprimía sobre la piel humana aquellos dibujos simétricos y laberínticos. Haapuani, que, cada vez que Koke lo interrogaba sobre las creencias marquesanas, se erizaba como un gato, algunas veces se animaba a ilustrado acerca del significado de los tatuajes, y, un día, incluso, dibujando sobre un papel con la facilidad de un experto tatuador, le explicó la maraña de alusiones encerrada en ciertos diseños -los más antiguos, según él-, aquellos que servían para proteger a los guerreros en los combates, los que daban fuerza para resistir las acechanzas de los espíritus malignos, los que garantizaban la pureza del alma.

El hechicero se presentó a la mañana siguiente en La Casa del Placer, poco después de la salida del sol. Koke lo esperaba en el estudio. El cielo estaba limpio en la vecindad de Atuona, aunque en el horizonte marino, en dirección de la despoblada Isla de las Ovejas, había una acumulación de nubes oscuras y viborillas rojizas de relámpagos que presagiaban tormenta. Cuando colocó a Haapuani en la posición donde mejor podía darle la naciente luz, se le encogió el corazón. ¡Qué desgracia, Koke! Distinguías apenas algo más que un bulto, difuminado en los bordes, y manchas de distintas tonalidades y profundidad. En eso se habían convertido ahora para tus ojos los colores: borrones, nieblas. ¿No era vano intentarlo, Koke?

– No, maldita sea, no -murmuró, acercándose mucho al brujo, como si fuera a besarlo o morderlo-. Aunque me vuelva ciego del todo, o me mate la rabia, te pintaré, Haapuani.

– Lo mejor es conservar la calma, Koke -le aconsejó el maorí-. Ya que tanto quieres saber lo que piensan los marquesanos, ésa es nuestra creencia principal: no ponerse nunca rabioso, salvo frente al enemigo.

Tohotama, que estaba por alguna parte -no la habías sentido llegar-, soltó una risita, como si todo aquello fuera un juego. Mette tenía también esa irritante costumbre: banalizar los asuntos importantes haciendo una broma y lanzando una carcajada. Aunque nunca llegaron a hacerse amigos, el pintor danés Philipsen se portó bien contigo. Luego de aquella visita a la casa de Norregada 51 para ver tus cuadros, movió sus relaciones a fin de que una Sociedad de Amigos del Arte de Dinamarca auspiciara una exposición de tu pintura. Se inauguró el 1 de mayo de 1884, con asistencia escasa aunque distinguida. Caballeros y señoras, atentos y ceremoniosos, parecieron interesarse en tus cuadros y te interrogaron sobre ellos en relamido francés. Sin embargo, nadie compró una tela, no apareció una reseña favorable u hostil en la prensa de Copenhague y a los cinco días la exposición se cerró. Tú alardearías luego de que las autoridades, académicas y conservadoras, la habían mandado clausurar, escandalizadas por tus atrevimientos estéticos. Pero, no era así. En verdad, tu única exposición mientras viviste en Copenhague terminó tan pronto por falta de público y por su fracaso comercial.

Lo peor no fue tu frustración; fue lo indignada que quedó contigo la familia de Mette por aquel fiasco. ¡Cómo! Este bohemio estrafalario dejaba su posición y su trabajo respetable de financista en nombre del Arte ¡Y era esto lo que pintaba! La condesa Moltke hizo saber que si ese personaje de indumentaria grotesca y afeminada, imitador de los pieles rojas, permanecía en Copenhague ella dejaría de pagar el colegio a Emil, el hijo mayor de los Gauguin, obra caritativa que había asumido hacía seis meses. Y la Vikinga, pálida y lloriqueando, se atrevió a decirte que, si no partías, los jóvenes diplomáticos a los que enseñaba francés la habían amenazado con buscarse otro profesor. Y, entonces, ella y los niños se morirían de hambre. ¡Te echaron de Copenhague como un perro, Koke! No tuviste más remedio que volver a París, en una tercera de tren, llevándote al pequeño Clovis, de seis añitos, así aliviabas de una boca las penurias de Mette para alimentar al resto de la familia. La separación, aquel comienzo de junio de 1885, fue una obra maestra de hipocresía. Tú y ella simularon una separación momentánea, exigida por las circunstancias, diciéndose que, apenas las cosas mejoraran, volverían a reunirse. Sin embargo, en el fondo tú sabías de sobra, y acaso Mette también, que la separación sería larga, tal vez definitiva. ¿Cierto, Koke? Bueno, sólo hasta cierto punto. Porque, aunque en estos dieciocho años sólo se habían visto una vez y por pocos días -ella no dejó que la tocaras-, legalmente la Vikinga seguía siendo tu mujer. ¿Hacía cuántos meses ya que Mette no te escribía, Koke?

Llegó a París sin un centavo en el bolsillo, con un niño a cuestas, a alojarse donde el buen Schuff, en su departamento de la rue Boulard, desde cuyas ventanas divisabas las lápidas del cementerio de Montparnasse. Tenías treinta y siete años, Koke. ¿Comenzabas a ser un verdadero pintor? Todavía. Como en el piso no había espacio para trabajar, dibujabas y pintabas en las calles, de pie junto a un castaño del Luxemburgo, sentado en las bancas de los parques, a las orillas del Sena, en cuadernos y telas que te regalaba el amigo Schuff, quien, sin que lo advirtiera Louise, su mujer, te deslizaba a veces unos francos en el bolsillo para que a media jornada pudieras sentarte un rato en la terraza de _n café. ¿Fue en ese verano de 1885 que, algunas noches de desvelo, te asustaste, pensando que, a lo mejor, todo aquello que hacías era un monumental error, un disparate que lamentarías? No, el período de desesperación extrema vino después. En julio, gracias a la venta de otro cuadro de tu colección de impresionistas (quedaban muy pocos y todos en manos de Mette) partiste a Dieppe. Allí pasaba el verano una colonia de pintores conocidos tuyos, entre ellos Degas. Se reunían en una casa extraordinariamente vistosa y original, el Chalet du Bas-Fort-Blanc, del pintor Jacques-Émile Blanche. Fuiste a visitados, creyendo que esos compañeros te recibirían con los brazos abiertos; pero se hicieron negar y descubriste a Degas y Blanche espiándote detrás de los visillos, mientras el mayordomo te despedía. Desde entonces, ambos te esquivaron como a un ser impresentable. Lo eras, Koke. Merodeabas, solo como un hongo, por el puerto y los acantilados, con tu caballete, tus pinturas y tus cartulinas, pintando bañistas, playas arenosas, altos arrecifes. Los cuadros eran malos. Te sentías un perro sarnoso. Nada raro que Degas, Blanche y los otros pintores de Dieppe te evitaran: te vestías como pordiosero porque en eso te habías convertido.

Todavía no había llegado lo peor, Koke. Vino con el invierno, cuando retornaste a París, de nuevo sin dinero. Tu hermana María Fernanda te devolvió a Clovis, de quien se había hecho cargo a regañadientes mientras tú estabas en Dieppe. Los Schuffenecker ya no pudieron alojarte. Alquilaste un cuartito miserable en la rue Caíl, cerca de la Gare de l'Est, sin muebles. Conseguiste en un mercadillo de trastos viejos una camita para Clovis. Tú dormías en el suelo, temblando de frío bajo una simple manta. Sólo tenías ropa de verano y Mette no te envió nunca la de invierno que dejaste en Copenhague. Aquellos meses finales de 1885 y primeros de 1886 fueron helados, con frecuentes nevadas. Clovis contrajo una varicela y ni siquiera pudiste comprarle remedios; sobrevivió porque, sin duda, tenía tu misma sangre fuerte y un espíritu rebelde que se crecía ante la adversidad. Lo alimentabas con puñaditos de arroz y tú, muchos días, comiste apenas un mendrugo. Entonces -la desesperación, Koke- tuviste que dejar de pintar para que tú y el niño no desfallecieran. Cuando pensabas que, tal vez, la solución sería lanzarte desde uno de los puentes a las aguas heladas del Sena con el niño en brazos, encontraste trabajo: pegador de carteles publicitarios en las estaciones de París. ¡Albricias, Koke! Era un trabajo duro, a la intemperie, que te embadurnaba de engrudo de pies a cabeza, pero, en unas cuantas semanas, te permitió ahorrar lo suficiente para poner a Clovis en una modestísima pensión, en Antony, en las afueras de París.

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