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XIII. La monja Gutiérrez Toulon, agosto de 1844

La primera impresión de Flora sobre Toulon, donde llegó al amanecer del 29 de julio de 1844, no pudo ser peor: «Una ciudad de militares y delincuentes. Aquí nada podré hacer». Le inspiraba ese pesimismo que Toulon viviera del Arsenal Naval, donde trabajaban cinco mil obreros de la ciudad, mezclados con los presos que cumplían condenas de trabajos forzados. Por otra parte, desde Marsella, la colitis y las neuralgias no le daban tregua.

Quienes la recibieron en Toulon eran unos burgueses sansimonianos, muy modernos cuando hablaban de técnica, progreso científico y de organizar la producción de bienes industriales, pero aterrados de que los exabruptos de Flora les trajeran problemas con la autoridad. Quien los dirigía, un capitán con aires de petimetre llamado Joseph Correze, la fatigaba dándole consejos de prudencia y moderación.

– Si se trata de ser prudente y moderada, no habría hecho esta gira -lo puso en su sitio Flora-. Para eso están ustedes. Yo he venido a hacer una revolución y tendré que decir algunas verdades, qué remedio. Si las autoridades se enojan, mejorarán mis credenciales ante los obreros.

La autoridad se enojó, en efecto, antes de que Flora hubiera abierto la boca en público. Al día siguiente de su llegada, el comisario de Toulon, un barbado cincuentón oloroso a lavanda, se presentó en su hotel y la interrogó media hora sobre sus intenciones en la ciudad. Cualquier acto que subvirtiera el orden público sería sancionado con energía, le advirtió. Y, horas después, le llegó una citación del procurador del rey para que compareciera en su despacho.

– Dígale a su jefe que no iré -estalló Madamela-Colere, indignada-. Si he cometido un delito, que me haga arrestar. Pero, si quiere intimidarme y hacerme perder tiempo, no lo conseguirá.

El ayudante del procurador, un joven de maneras delicadas, la miraba sorprendido e inquieto, como si esta mujer que le levantaba la voz y hacía vibrar un índice amenazador a milímetros de su nariz, pudiera pasar a la agresión física. Así te había mirado, Florita, con la misma estupefacción, el mismo desconcierto y el mismo susto, diez años atrás, en la casona familiar de la calle Santo Domingo, de Arequipa, tu tío don Pío Tristán, aquella mañana, días después del primer encuentro, cuando por fin tú y él abordaron el espinoso tema de la herencia. Don Pío, elegante, pequeño, fluido, canoso y endeble caballero de ojos azules, tenía muy bien preparada su argumentación. Luego de un amable preámbulo, abrumándote de latinajos y citas leguleyas te hizo saber que, como hija ilegítima de padres cuya unión carecía, según confesión tuya en carta a él, de toda legalidad comprobable, no podías aspirar a recibir ni un centavo de la herencia de su querido hermano Mariano.

Don Pío tardó tres meses en volver de sus ingenios azucareros de Camaná, como si temiera el encuentro con su sobrinita francesa. A ti, conocer en persona a este hermano menor de tu padre, cuyos rasgos recordaban tanto los de éste, te emocionó hasta las lágrimas. Todavía eras una sentimental, Andaluza. Te abrazaste a tu tío, temblando, susurrándole que querías quererlo y que él te quisiera; te sentías feliz de recobrar a tu familia paterna, de tener, gracias a ella, un calor y una seguridad que, desde tu infancia en la casa de Vaugirard, no habías conocido. ¡Lo decías y lo sentías, Florita! Yel tío Tristán se emocionó también en apariencia, abrazándote y murmurando, con los ojos azules enturbiados por el sentimiento:

– Dios mío, si eres el vivo retrato de mi hermano, hijita.

Los días siguientes, este vejete de sesenta y cuatro años espléndidamente conservado -con trescientos mil francos de renta, era el rico más rico de Arequipa- extremó las atenciones y los cariños con su sobrina. Pero, cuando, por fin, consintió en que hablaran a solas y Flora le expuso sus anhelos de ser reconocida como hija legítima de don Mariano y de recibir, como tal, del legado de su abuela y de su padre, una renta de cinco mil francos, don Pío se transformó en un ser glacial, jurídico, en portavoz inflexible de la norma legal: las leyes, sagradas, debían prevalecer sobre los sentimientos; si no, no habría civilización. Según la ley, a Florita no le correspondía nada; si no le creía, que lo consultara con jueces y abogados. Don Pío lo había hecho ya y sabía de qué hablaba.

Entonces, Flora estalló en uno de esos arrebatos como el que, en Toulon, acababa de hacer partir, pálido, casi huyendo, al joven ayudante del procurador del rey. Ingrato, innoble, avaro, ¿así pagaba los desvelos de don Mariano, que lo cuidó, protegió y educó allá en Francia? ¿Abusando de su hija desvalida, desconociéndole sus derechos, condenándola a la miseria, siendo él un hombre riquísimo? Flora levantó tanto la voz que don Pío, blanco como el papel, se dejó caer sobre un sillón. Parecía anulado y mínimo en esa sala de paredes guarnecidas de retratos de sus antepasados, altos funcionarios y validos de la administración colonial: oidores, maeses de campo, obispos, virreyes, alcaldes, generales. Más tarde, le confesó a Flora que, en sus sesenta y cuatro años de vida, era la primera vez que, dentro o fuera de la familia, había visto a una mujer insubordinarse de ese modo y faltar así el respeto a un pater familias. ¿Eran ésas, ahora, las costumbres francesas?

Flora se echó a reír. «No, tío -pensó-. En lo relativo a la mujer, las costumbres francesas son todavía más retrógradas que las arequipeñas». Cuando sus amigos sansimonianos de Toulon se enteraron de la visita del comisario y la citación del procurador, se alarmaron. Habría un registro en su habitación del hotel, era seguro. El capitán Joseph Correze ocultó en su casa todos los papeles de Flora sobre la organización de la Unión Obrera en las provincias de Francia. Pero, por alguna razón misteriosa, ni hubo registro ni el procurador del rey volvió a requerir a Flora durante su visita.

Para resarcida de las fuertes emociones, los sansimonianos la llevaron al puerto a presenciar «las justas marinas», diversión anual que traía a Toulon gran cantidad de visitantes de todas las regiones, y hasta de Italia. Plantados en una pequeña plataforma en la proa de unas lanchas que hacían de corceles marinos, dos lanceros armados de largas pértigas de punta amolada y protegidos por escudos de madera, se embestían, briosos, a toda la velocidad que imprimían a las lanchas una docena de remeros. Por el fuerte impacto, uno, y a menudo los dos lanceros, caían al agua, entre los rugidos de la multitud aglomerada en los muelles y el paseo marítimo. Los sansimonianos quedaron algo amoscados cuando, al terminar el espectáculo, Flora les hizo saber que lo más impresionante para ella fue advertir que esos pobres hombres que se atacaban con lanzas para divertir a la plebe y a los burgueses caían a unas aguas inmundas, donde desaguaban las alcantarillas de la ciudad. Sin duda, contraerían infecciones.

Nunca te habían gustado esas diversiones multitudinarias en las que, amparados en la masa, los individuos se animalizaban, perdían el control de sus instintos y actuaban como salvajes. Por eso, aquellas corridas de toros en la Plaza de Armas de Arequipa, a las que Clemente Althaus te llevó, o las peleas de gallos, en medio de esos desaforados que apostaban y azuzaban a los animales sangrantes, te habían desagradado profundamente. Fuiste a ellas por esa curiosidad de saberlo y averiguado todo que te era congénita y te obligaba a menudo a tragar sapos y culebras.

El coronel Althaus, que se decía también víctima de la avaricia de don Pío Tristán, trató de consolarla. Y de disuadida de cualquier acción legal para hacerse reconocer como hija legítima, pues, le aseguró, jamás encontraría un buen abogado que se atreviera a enfrentarse al hombre más poderoso de Arequipa, ni un juez que osara declarar a don Pío reo de algún delito. «¡Esto no es Francia, Florita! ¡Esto es el Perú!» También el alemán se hacía ilusiones con la dulce Francia.

En efecto, la media docena de abogados que consultaste fueron categóricos: no tenías la menor posibilidad. Con tu ingenua carta a don Pío, contándole la verdad sobre el matrimonio de tus padres, te echaste la soga al cuello. Jamás ganarías el juicio si cometías la temeridad de entablado. Flora consultó, incluso, a un abogado radical, al que la buena sociedad arequipeña rehuía por su fama de comecuras, desde que se atrevió, dos años atrás, a defender a la monja Dominga Gutiérrez, un escándalo que seguía enfervorizando las chismografías de la ciudad. El joven y fogoso Mariano Llosa Benavides acabó por darte el puntillazo:

– Siento defraudarla, doña Flora, pero, legalmente, usted nunca ganará ese juicio. Aun si tuviera los papeles en regla, y el matrimonio de sus padres fuera legal, también lo perderíamos. Nadie le ha ganado todavía un pleito a don Pío Tristán. ¿No sabe que media Arequipa vive de él y la otra media aspira también a mamar de sus ubres? Aunque, en teoría, seamos ya República, la Colonia está vivita y coleando en el Perú.

Rumiando su derrota, tuvo que renunciar a sus sueños de convertirse en una próspera burguesiíta. Mejor, ¿verdad, Florita? Sí, mejor. Por eso, aunque Arequipa había desbaratado tantas ilusiones tuyas, tenías un irreprimible cariño a la ciudad de los volcanes. Ella te abrió los ojos sobre las desigualdades humanas, el racismo, la ceguera y el egoísmo de los ricos, y lo inhumano del fanatismo religioso, fuente de toda opresión. La historia de la monja Dominga Gutiérrez -prima tuya, por supuesto, en esa ciudad de infinitos incestos solapados- te desasosegó, maravilló, indignó, e indujo a interrogar a medio mundo para hacerte una idea de lo que le había ocurrido. Para entender la historia, era imprescindible conocer esos conventos de clausura, otro distintivo de Arequipa, que, además del blanco sillar de sus iglesias y viviendas, de sus terremotos y revoluciones, se jactaba de ser la más católica de las ciudades del Perú, de América, y, a lo mejor, del mundo. Y decidiste conocerlos.

Con ese carácter que terminaba por doblegar a las piedras, la francesita pidió, imploró, conspiró con amigos y parientes hasta obtener los permisos necesarios del obispo Goyeneche, y pudo visitar los tres principales monasterios de monjas de clausura de Arequipa: Santa Rosa, Santa Teresa y Santa Catalina. Este último, donde Flora pernoctó cinco noches, era, detrás de sus muros almenados, una pequeña ciudad española enclavada en el centro de Arequipa: callecitas primorosas con nombres andaluces y extremeños, placitas recoletas alborotadas de claveles y rosales, fuentes cantarinas, y una muchedumbre femenina circulando por esos refectorios, oratorios, salas de recreación, capillas y viviendas dotadas de jardines, terrazas y cocinas, donde cada religiosa tenía derecho a enclaustrar consigo a cuatro esclavas y cuatro sirvientas.

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