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Flora no podía dar crédito a sus ojos ante semejante boato. Nunca hubiera imaginado que un monasterio de clausura ostentara un lujo así. Aparte de la riqueza artística, cuadros, esculturas, tapices y objetos de culto en plata, oro, alabastro y marfil, las celdas lucían alfombras y cojines, sábanas de hilo, cubrecamas bordados a mano. Los refrigerios y colaciones se servían en vajillas importadas de Francia, de Flandes, de Italia y Alemania, y cubiertos de plata labrada. Las monjitas de Santa Catalina le hicieron un bullicioso recibimiento… Eran desenfadadas, risueñas, encantadoras y femeninas a más no poder. Para saber «cómo se vestían las francesas», no se contentaron con que Flora se quitara la blusa y les mostrara el corsé y el corpiño; también las faldas y la faja pues ardían de curiosidad por tocar las prendas íntimas del atuendo femenino francés. Roja como una amapola, muda de vergüenza, Flora, en calzones y medias, debió exponerse un buen rato al escrutinio rumoroso de las monjitas, hasta que la priora vino a rescatada, ella también muerta de risa.

Pasó unos días instructivos y ciertamente divertidos en este monasterio aristocrático, al que sólo tenían acceso novicias de alcurnia, capaces de pagar las altas dotes que la orden exigía. Pese al encierro perpetuo, y a las largas horas dedicadas a la meditación y la oración, las monjitas no se aburrían. Los rigores de la clausura estaban atenuados por el confort y la actividad social que las ocupaba: pasaban buena parte del día agasajándose, jugando como niñas, o visitándose en esas casitas que las esclavas zambas, mulatas y negras y las sirvientas indias mantenían inmaculadamente limpias. Todas las monjas de Santa Catalina a las que interrogó creían firmemente que Dominga estaba poseída por el demonio. Y todas decían que en Santa Catalina jamás hubiera ocurrido algo tan tétrico.

Porque la historia de Dominga tuvo lugar, en efecto, en Santa Teresa, monasterio de carmelitas descalzas más austero, estricto y riguroso que el de Santa Catalina, en el que Flora pasó también cuatro días y tres noches, erizada de angustia. Santa Teresa tenía tres claustros bellísimos, con enredaderas, jazmines, nardos y rosales bien cuidados, gallineros y una huerta que las religiosas cultivaban con sus propias manos. Pero aquí no reinaba el ambiente informal, mundano, juguetón y frívolo de Santa Catalina. En Santa Teresa nadie se divertía; se oraba, meditaba, trabajaba en silencio, y se sufría en carne y espíritu por amor a Dios. En las minúsculas celdas donde las monjitas se encerraban a rezar -no eran sus dormitorios- no había lujo ni comodidad, sino paredes desnudas, una ascética silla de paja, una mesa de tablones sin cepillar, y, colgadas de un clavo, las disciplinas con que las monjitas se azotaban para ofrecer el sacrificio de sus carnes llagadas al Señor. Desde su celda, Flora, espantada, oyó los llantos que acompañaban los chasquidos nocturnos de las disciplinantes y entendió lo que debía de haber sido la vida de su prima Dominga Gutiérrez los diez años que pasó aquí, desde sus catorce años de edad.

Esa edad tenía Dominga cuando, a instancias de su madre y luego de una decepción amorosa -su joven enamorado se casó con otra-, entró como novicia a Santa Teresa. A las pocas semanas, tal vez a los pocos días, comprendió que jamás podría adaptarse a este régimen de sacrificio, austeridad extrema, silencio y aislamiento total, en el que apenas se dormía, comía y vivía, porque todo era rezar, cantar los himnos, flagelarse, confesarse, y trabajar la tierra con las manos. Los ruegos y súplicas a su madre, a través del locutorio, para que la sacara del monasterio, fueron inútiles. Los argumentos de su confesor, que confundían a Dominga, reforzaban los de su madre: debía resistir esas acechanzas, el demonio quería hacerla renunciar a su genuina vocación religiosa.

U n año después, hechos los votos que la ligarían hasta la muerte a estos muros y esta rutina, Dominga escuchó, en la lectura a la hora de la colación, en unas páginas del Libro de la vida de Santa Teresa, la historia de un caso de posesión, de una monja de Salamanca, a la que el demonio inspiró una macabra estratagema para huir del convento. A Dominga, que acababa de cumplir quince años, se le iluminó la mente. Sí, era una manera de escapar. Había que proceder con infinita cautela y paciencia para tener éxito. Llevar a cabo el plan le tomó ocho años. Cuando pensabas en lo que debieron ser, para tu prima Dominga, aquellos ocho años de urdir, pasito a paso, con infinitas precauciones, la compleja trama, dando marcha atrás cada vez que la invadía el temor de ser descubierta, para recomenzar al día siguiente -Penélope incansable que borda, desborda y reborda su manto-, se te encogía el corazón, te venían impulsos destructores y pensabas en quemar conventos, en ahorcar o guillotinar a esos fanáticos represores del espíritu y el cuerpo, como los revolucionarios de 1789. Después, te arrepentías de esos apocalipsis secretos fraguados por tu indignación.

Por fin, el 6 de marzo de 1831, Dominga Gutiérrez, de veintitrés años, pudo ejecutar su plan. La víspera, dos de sus sirvientas se habían procurado el cadáver de una india, gracias a la complicidad de un médico del Hospital de San Juan de Dios. Amparadas por las sombras, lo llevaron en un costal a una tienda alquilada para el efecto frente a Santa Teresa. Con la última campanada de la medianoche, lo arrastraron al interior del monasterio por la puerta principal, que la hermana portera, también en la trama, dejó abierta. Allí las esperaba Dominga. Ella y las domésticas instalaron el cadáver en el pequeño nicho en que dormía la monjita. Desnudaron a la india y la vistieron con el hábito y los escapulario s de Dominga. Rociaron de aceite el cadáver y le prendieron fuego, procurando que las llamas deshicieran el rostro hasta volverlo irreconocible. Antes de huir, desordenaron la celda para dar mayor verosimilitud al fingido accidente.

Desde su escondite, en el cuarto alquilado, Dominga Gutiérrez siguió el oficio fúnebre que celebraron las monjas de Santa Teresa antes de enterrada, en el cementerio contiguo a la huerta. ¡Había resultado! La joven exclaustrada no fue a refugiarse a su casa, por temor a su madre, sino donde unos tíos, que la habían acariñado mucho de niña. Los tíos, espantados con la responsabilidad, corrieron a delatar al obispo Goyeneche la increíble historia. Hacía dos años de ello y el escándalo no amainaba. Flora encontró a la ciudad dividida en partidarios y adversarios de Dominga, a quien, luego de ser echada de la casa de sus tíos, dio refugio uno de sus hermanos en una chacrita de Chuquibamba, donde vivía confinada en otra forma de clausura, mientras las acciones legales y eclesiásticas sobre su caso seguían su curso.

¿Estaba arrepentida? Flora fue a averiguarlo a Chuquibamba. Luego de un esforzado viaje por las serranías andinas, llegó a la sencilla casita de campo que servía de prisión laica a Dominga. Ésta no tuvo reparos en recibir a su prima. Parecía mucho mayor de sus veinticinco años. El sufrimiento, el miedo y la incertidumbre habían desencajado su rostro de facciones buriladas, con los huesos de los pómulos salientes; un temblor nervioso agitaba su labio inferior. Vestía con sencillez, un floreado vestido de campesina cerrado en el cuello y en los puños, y tenía sus manos, de uñas recortadas, encallecidas por el trabajo de la tierra. Había en sus ojos profundos, graves, algo huidizo y asustado, al acecho de alguna catástrofe. Hablaba con suavidad, buscando las palabras, temerosa de cometer un error que agravara su situación. Al mismo tiempo, cuando, a instancias de Flora, habló de su caso, su firmeza de ánimo era inflexible. Había procedido mal, sin duda. Pero ¿qué otra cosa podía hacer para escapar de aquel encierro contra el que se rebelaban su espíritu, su mente, todos los segundos de la vida? ¿Sucumbir a la desesperación? ¿Loquearse? ¿Matarse? ¿Eso hubiera querido Dios que hiciera? Lo que más la entristecía era que su madre le hubiera mandado decir que, desde su apostasía, la consideraba muerta. ¿Qué planes tenía? Soñaba con que terminara este proceso, los enredos ante los tribunales y la Curia, y que le permitieran irse a Lima a vivir en el anonimato, aunque fuera trabajando como doméstica, pero en libertad. Cuando se despidieron, murmuró al oído de Flora: «Reza por mí».

¿Qué habría hecho Dominga Gutiérrez en estos once años? ¿Viviría, por fin, lejos de su tierra arequipeña, donde sería siempre objeto de controversia y curiosidad pública, o habría conseguido viajar y desaparecer en Lima como anhelaba? ¿Se habría enterado Dominga del cariño y la solidaridad con que habías descrito su historia en Peregrinaciones de una paria? No lo sabrías nunca, Florita. Desde que don Pío Tristán hizo quemar públicamente tu libro de memorias, allá en Arequipa, nunca más recibiste una carta de los conocidos y parientes que frecuentaste, años atrás, en tu aventura peruana.

Durante la visita al Arsenal Naval de Toulon, que le tomó todo un día, Flora tuvo ocasión, otra vez, como en Inglaterra, de ver de cerca el mundo carcelario. No era el tipo de cárcel que había conocido su prima Dominga, sino algo peor. Los miles de presos que cumplían condenas de trabajos forzados en las instalaciones del Arsenal llevaban en los tobillos unas cadenas, que, a muchos, les habían desgarrado la piel y formado costras. No sólo las cadenas los distinguían de los obreros, con los que trabajaban entremezclados en talleres y canteras; también, los blusones rayados en que iban embutidos, y los gorros, cuyo color indicaba la condena que purgaban. Era difícil evitar un estremecimiento ante los forzados que llevaban gorros verdes, la cadena perpetua. Como Dominga, estos pobres diablos sabían que, a menos de una fuga, vivirían lo que les quedaba de vida sometidos a esta rutina embrutecedora, custodiados por guardias armados, hasta que la muerte viniera a librados de la pesadilla.

Como en las cárceles inglesas, aquí también la sorprendió la cantidad de presos que, a simple vista, eran enfermos mentales, infelices aquejados de cretinismo, delirios y otras formas de enajenación. La miraban embobados, boquiabiertos, con hilos de saliva descolgándose de sus labios, y los ojos vidriosos, extraviados, del que ha perdido la razón. Muchos no debían de haber visto una mujer hada tiempo, por la expresión de éxtasis o de terror con que veían pasar a Flora. Y algunos idiotas se llevaban la mano a las partes pudendas, y comenzaban a masturbarse, con la naturalidad de las bestias.

¿Era justo que los débiles mentales, los tarados y los locos fueran juzgados y condenados, igual que los individuos en su pleno juicio? ¿No era una injusticia monstruosa? ¿Qué responsabilidad podía tener sobre sus actos un enajenado? Buen número de estos forzados, en vez de estar aquí, deberían hallarse en asilos de alienados. Aunque, recordando aquellos hospitales psiquiátricos de Inglaterra, y los tratamientos a que eran sometidos los locos, era preferible ser condenados como delincuentes. He ahí un tema para reflexionar y buscarle solución en la futura sociedad, Florita.

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