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Los oficiales del Arsenal de Toulon le advirtieron que no debía entablar diálogos con los trabajadores -presos u obreros-, porque podían suscitarse situaciones incómodas. Pero, fiel a su genio, Flora se acercó a los grupos, hizo preguntas sobre las condiciones de trabajo, sobre la relación de forzados con cadenas y los obreros, y, de pronto, ante el desconcierto de los dos oficiales de la Marina y el funcionario civil que la acompañaban, se vio presidiendo, al aire libre, un encendido debate en torno a la pena de muerte. Ella defendía la abolición de la guillotina como una medida de justicia, y anunció que la Unión Obrera la prohibiría. Muchos obreros protestaron, airados. Si ahora, existiendo la guillotina, se cometían tantos robos y crímenes, ¿qué sería cuando desapareciera el freno que la pena de muerte inspiraba a los criminales? El debate se vio interrumpido de manera farsesca, cuando un grupo de locos, atraídos por la discusión, intentó participar en ella. Sobreexcitados, gesticulantes, dando brincos, hablaban a la vez, rivalizando en disparates, o cantando y bailoteando para llamar la atención, entre las risas de los otros, hasta que los guardianes pusieron orden, blandiendo sus garrotes.

Para Flora, la experiencia fue utilísima. Buen número de obreros, a raíz de lo que le oyeron decir durante la visita al Arsenal, se interesaron en la Unión Obrera y le preguntaron dónde podían charlar con ella con más calma. A partir de ese día, y ante la sorpresa de sus amigos sansimonianos que apenas le habían podido organizar un par de encuentros con un puñado de burgueses, Flora pudo reunirse, dos o tres veces en el día, con grupos de obreros que acudían llenos de curiosidad a escuchar a este extraño personaje con faldas, decidida a implantar la justicia universal, en un mundo sin explotadores y sin ricos, en el que, entre otras excentricidades, las mujeres tendrían los mismos derechos que los hombres ante la ley, en el seno de la familia, y hasta en el trabajo. Del pesimismo con que llegó a esta ciudad de militares y marinos, Flora pasó a un entusiasmo que hasta alivió sus males. Se sintió mejor y poseída de la energía de sus mejores épocas. Tenía una actividad frenética desde el alba hasta la medianoche. Mientras se desvestía -¡ah, el sofocante corsé, contra el que habías lanzado una diatriba en tu novela Méphis y que quedaría prohibido en la futura sociedad como una prenda indigna pues hacía sentirse a las mujeres cinchadas como yeguas!-, al hacer el balance del día, se alegraba. Los resultados no podían ser mejores; medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera se agotaron y debió pedir más al editor. Las inscripciones en el movimiento sobrepasaron pronto el centenar.

A las reuniones, en casas particulares, sociedades obreras, centros masónicos o talleres de artesanos, llegaban a veces inmigrantes que no hablaban francés. Con los griegos e italianos no era problema, pues siempre aparecía alguna persona bilingüe, que oficiaba de traductora. Era más difícil con los árabes, quienes se quedaban acuclillados en un rincón, enfurecidos por no poder participar.

En estas reuniones de gentes de distintas razas y lenguas surgían a menudo incidentes que Flora tenía que sofocar, con enérgicas intervenciones contra los prejuicios raciales, culturales y religiosos. No siempre tenías éxito, Florita. ¡Qué difícil convencer a muchos compatriotas de que todos los seres humanos eran iguales, con prescindencia del color de su piel, de la lengua que hablaran o del dios al que rezaban! Incluso cuando parecían admitirlo, apenas surgía cualquier discrepancia, afloraban el desdén, el desprecio, los insultos, las proclamas racistas y nacionalistas. En una de esas discusiones, Flora reprochó indignada a un calafateador francés pedir que se prohibieran estas reuniones a los «paganos mahometanos». El obrero se levantó y partió dando un portazo, gritándole desde la puerta: «¡Puta de negros!». Flora aprovechó para incitar a la asamblea a cambiar ideas sobre el tema de la prostitución.

Fue una discusión larga, complicada, en la que, debido a la presencia de Flora, los asistentes tardaron en envalentonarse y hablar con franqueza. Quienes condenaban a las prostitutas, lo hacían sin convicción, más para halagar a Flora que creyendo lo que decían. Hasta que un ceramista macilento, ligeramente tartamudo -le decían Jojó-, osó contradecir a sus compañeros. Con la vista baja, en medio de un silencio sepulcral al que siguieron risitas maliciosas, dijo que no estaba de acuerdo con tantos ataques a las prostitutas. Ellas, después de todo, eran «las queridas y amantes de los pobres». ¿Acaso tenían éstos los medios económicos de los burgueses para costearse entretenidas? Sin las prostitutas, la vida de los humildes sería aún más triste y aburrida.

– Usted dice eso porque es hombre -lo interrumpió Flora, indignada-. ¿Diría lo mismo si fuera una mujer?

Estalló una violenta discusión. Otras voces apoyaron al ceramista. Durante el debate, Flora se enteró de que los burgueses de Toulon tenían la costumbre de asociarse para mantener queridas en grupo. Cuatro o cinco comerciantes, industriales 0- rentistas hacían un fondo común para mantener a otras tantas amantes, a las que estos sinvergüenzas compartían. Así rebajaban los gastos de manutención y cada cual disfrutaba de un pequeño harén. La sesión terminó con un discurso de Flora, exponiendo ante caras escépticas, cuando no risueñas, su idea, diametralmente opuesta a la de los fourieristas, de que, en la futura sociedad, ladrones y prostitutas serían confinados en islas remotas, lejos del resto de la gente común a la que de este modo ya no podrían degradar con su mala conducta.

Tu odio a la prostitución era de larga data y tenía que ver con el disgusto y la repugnancia que, desde tu matrimonio con Chazal y hasta conocer a Olympia Maleszewska, te inspiraba el sexo. Por más que racionalmente te decías que a gran número de mujeres eran el hambre, la necesidad de sobrevivir, lo que las empujaba a abrir las piernas por dinero, y que, por lo tanto, las rameras, como esas miserables que habías visto en el East End, de Londres, eran más dignas de conmiseración que de asco, algo instintivo, un rechazo visceral, un ramalazo de cólera, surgía en ti, Florita, cuando pensabas en la abdicación moral, en la renuncia a la dignidad de la mujer que vendía su cuerpo a la lujuria de los hombres. «En el fondo, eres una puritana, Florita -se burlaba Olympia, mordisqueándote los pechos-. Atrévete a decirme que en este instante no gozas».

Y, sin embargo, en Arequipa, por primera y única vez en su vida, durante la guerra civil entre orbegosistas y gamarristas que le tocó presenciar en los primeros meses de 1834, Flora llegó a sentir por las rabonas, que, a fin de cuentas, eran una variante de las rameras, respeto y admiración. Y así lo escribiste en Peregrinaciones de una paria, en el encendido elogio que hiciste de ellas.

¡Vaya viaje aquel a la tierra de tu padre, Andaluza! Hasta una revolución y una guerra civil te tocó presenciar, y, en cierto modo, tomar parte en la contienda. Apenas recordabas los orígenes y las circunstancias, en verdad meros pretextos para el desenfrenado apetito de poder, la enfermedad que compartían todos esos generales y generalitos que, desde la Independencia, se disputaban la presidencia del Perú, por medios legales, y, más a menudo, a tiros y cañonazos. En este caso, la revolución comenzó cuando, en Lima, la Convención Nacional eligió, para suceder al presidente Agustín Gamarra que terminaba su mandato, al Gran Mariscal don Luis José de Orbegoso, en vez del general Pedro Bermúdez, protegido de Gamarra, y, sobre todo, de la mujer de éste, doña Francisca Zubiaga de Gamarra, apodada la Mariscala, un personaje cuya aureola de aventura y leyenda te fascinó desde que oíste hablar de ella por primera vez. Doña Pancha, la Mariscala, vestida de militar, había combatido a caballo junto a su marido, y gobernado con él. Cuando Gamarra ocupó la presidencia, tuvo tanta o más autoridad que el Mariscal en los asuntos de gobierno y no vaciló en sacar la pistola para imponerse, y en manejar el látigo o abofetear a quien no le obedecía o guardaba el respeto, como hubiera hecho el más beligerante varón.

Cuando la Convención Nacional eligió a Orbegoso en vez de Bermúdez, la guarnición de Lima, a instigación de Gamarra y de la Mariscala, dio, el 3 de enero de 1834, un cuartelazo. Pero tuvo éxito sólo parcial, porque Orbegoso, con parte del ejército, consiguió salir de Lima para organizar la resistencia. El país se dividió en dos bandos, según las guarniciones se pronunciaban en favor de Orbegoso o de Bermúdez. Cusco y Puno, con el general San Román a la cabeza, tomaron partido por el golpe, es decir, por Bermúdez, es decir, por Gamarra y la Mariscala. Arequipa, en cambio, se decidió por Orbegoso, el presidente legítimo, y bajo el mando militar del general Nieto se dispuso a resistir el ataque de los sublevados.

Días divertidos, ¿verdad, Florita? Sumida en la excitación por lo que ocurría, ella no se sintió nunca en peligro, ni siquiera durante la batalla de Cangallo, que, tres meses después de iniciada la guerra civil, decidió la suerte de Arequipa. Una batalla que Flora contempló, como una función de ópera, con un largavista, desde la terraza-azotea de su tío don Pío, mientras éste y sus parientes, y toda la sociedad arequipeña, se apiñaban en los monasterios, conventos e iglesias, temerosos, más que de las balas, del saqueo de la ciudad que inevitablemente seguía a las acciones guerreras, fuera quien fuera el vencedor.

Para entonces, milagrosamente, Flora y don Pío habían hecho las paces. Una vez que su sobrina aceptó que no podía emprender acción legal alguna contra su tío, éste, asustado del escándalo con que ella lo había amenazado el día de la pelea, amansó a Florita, movilizando a su mujer, hijos, sobrinas, y sobre todo al coronel Alrhaus, para que la hicieran desistir de su propósito de dejar la casa de los Tristán. Debía permanecer aquí, donde sería siempre tratada como la sobrinita querida de don Pío, objeto de la solicitud y cariño de la parentela. Nunca le faltaría nada y todos la querrían. Flora -qué te quedaba- consintió.

No lo lamentabas, desde luego. Qué pena hubiera sido perderse esos tres meses de efervescencia, trastornos, convulsiones y agitación social indescriptible en que vivió Arequipa desde el estallido de la revolución hasta la batalla de Cangallo.

. Apenas el general Nieto comenzó a militarizar la ciudad y a preparada para resistir a los gamarristas, don Pío entró en convulsiones histéricas. Para él, las guerras civiles significaban que los combatientes entrarían a saco en su fortuna, con el pretexto de las contribuciones para la defensa de la libertad y de la patria. Llorando como un niño contó a Florita que el general Simón Bolívar le había sacado un cupo de veinticinco mil pesos, y el general Sucre otro de diez mil y, por supuesto, ese par de bribonzuelos no le habían devuelto ni un centavo. ¿Qué cupo le infligiría ahora el general Nieto, a quien, por lo demás, manejaba como su títere ese cura revolucionario demoníaco, el impío deán Juan Gualberto Valdivia, que, desde su periódico El Chili acusaba al obispo Goyeneche de robarse la plata de los pobres y protestaba contra el celibato de los curas, que pretendía abolir? Flora le aconsejó que, antes de que el general Nieto le fijara un cupo, fuera él, en persona, en un acto de espontánea adhesión, a llevarle cinco mil pesos. De este modo, se lo ganaría y quedaría a salvo de nuevas sangrías revolucionarias.

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