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– ¿Tú crees, Florita? -murmuró el avaro-. ¿No bastarían unos dos mil?

– No, tío, debe usted darle cinco mil, para desarmarlo emocionalmente.

Don Pío le hizo caso. Desde entonces, consultó con Flora todas sus acciones en un conflicto en el que a él, como a todos los ciudadanos pudientes de Arequipa, sólo le interesaba no ser desvalijado por los bandos en pugna.

El coronel Althaus obtuvo su nombramiento como jefe de Estado Mayor del general Nieto, después de considerar ir a ponerse al servicio del adversario, el general San Román, que venía desde Puno con el ejército gamarrista a invadir Arequipa. Althaus hacía toda clase de confidencias a Flora, divirtiéndose a lo grande con la perspectiva de una guerra. Se burlaba con ferocidad del general Nieto, quien, con los cupos que hizo pagar en monedas contantes y sonantes a los propietarios de Arequipa -Flora vio desfilar por la calle Santo Domingo a estos contritos señores con sus talegas de dinero bajo el brazo, rumbo al cuartel general, la prefectura-, compró «dos mil ochocientos sables para un ejército de sólo seiscientos soldados, levados en las calles con sogas, que ni siquiera tenían zapatos».

A una legua de la ciudad fue instalado el campamento militar. Bajo la jefatura de Althaus, una veintena de oficiales instruían a los reclutas en el arte militar. En medio de ellos se paseaba, montado en una mula y arrebujado en una capa morada, con una carabina al hombro y una pistola en la cintura, el tétrico deán Valdivia. Pese a tener sólo treinta y cuatro años, estaba prematuramente envejecido. Flora pudo cambiar unas palabras con él, y llegó a la conclusión de que, probablemente, este cura filibustero era la única persona que combatía en esta revolución guiado por un ideal y no por intereses mezquinos. El deán Valdivia, luego de la instrucción, exhortaba a los soldados bostezantes, en vibrantes arengas, a luchar hasta la muerte en defensa de la Constitución y de la libertad, encarnadas en el Mariscal Orbegoso, en contra de «Gamarra y su rabona, la Mariscala», esos golpistas y subversores del orden democrático. Por la convicción con que hablaba, el deán Valdivia creía a pie juntillas lo que decía.

Junto al ejército regular, constituido por esos reclutas levados a la mala, había un batallón de jóvenes voluntarios, de las clases acomodadas de Arequipa. Se habían bautizado a sí mismos «los inmortales», otra muestra del hechizo que tenían aquí todas las cosas de Francia. Eran jóvenes de alta clase social y habían llevado al campamento sus esclavos y sirvientes, que los ayudaban a vestirse, les preparaban las comidas y los cruzaban en brazos los lodazales y el río. Cuando Flora visitó el campamento, le ofrecieron un banquete, con conjuntos de música y danzas indígenas. ¿Serían capaces de combatir estos muchachos de buena sociedad que, a simple vista, lucían en el campamento como en una de esas mundanas fiestas en que ocupaban su existencia? Althaus decía que la mitad de ellos, sí, combatirían y se harían matar, pero no por ideales sino para parecerse a los héroes de las novelas francesas; y que, la otra mitad, apenas silbaran las balas, correrían como galgos.

Las rabonas eran otra cosa. Concubinas, queridas, esposas o barraganas de los reclutas y soldados, estas indias y zambas con polleras de colores, descalzas, con largas trenzas que asomaban debajo de sus pintorescos sombreros campesinos, hacían funcionar el campamento. Cavaban trincheras, levantaban parapetos, cocinaban para sus hombres, les lavaban las ropas, los espulgaban, hacían de mensajeras y vigías, de enfermeras y curanderas, y servían para el desfogue sexual de los combatientes cuando a éstos se les antojaba. Muchas de ellas, pese a estar embarazadas, seguían trabajando a la par que las otras, seguidas por desarrapadas criaturas. Según Althaus, a la hora de pelear, eran las más aguerridas, y estaban siempre en primera línea, escoltando, apoyando y azuzando a sus hombres, y sustituyéndolos cuando caían. Los jefes militares las enviaban por delante en las marchas, para que ocuparan las aldeas y confiscaran alimentos y pertrechos, a fin de asegurar el rancho de la tropa. Esas mujeres podían ser, también, putas, pero ¿no había una gran diferencia entre putas como estas indias, y las que, apenas caían las sombras, merodeaban por los contornos del Arsenal Naval de Toulon?

Cuando Flora partió, rumbo a Nimes, el 5 de agosto de 1844, se dijo que su estancia en Toulon había sido más que provechosa. El comité de la Unión Obrera contaba con una directiva de ocho miembros y ciento diez afiliados, entre ellos ocho mujeres.

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