XII. ¿Quiénes somos? Punaauia, mayo de 1898
Llegó a Papeete muy temprano, antes de que arreciara el calor. El barco-orreo de San Francisco, anunciado la víspera, ya había entrado en la laguna y atracado. Esperó, tomando una cerveza en un bar del puerto, que aparecieran los empleados del Correo. Los vio pasar por el Quai du Commerce, en un coche tirado por un caballo cansino, y el más viejo de los carteros, Foncheval o Fonteval -siempre te equivocabas-, lo saludó con una inclinación de cabeza. Tranquilo, sin hablar con nadie, paladeando la cerveza en la que había invertido sus últimos centavos, esperó que los dos empleados se perdieran de vista bajo los flamboyanes y las acacias de la rue de Rivoli. Hizo tiempo calculando lo que les tomaría disponer en anaqueles y buzones los paquetes y cartas esparcidos por el suelo del pequeño local. No le dolía el tobillo. No sentía el escozor en las pantorrillas que lo tuvo desvelado, sudando frío, toda la noche. Esta vez tendrías más suerte que con el último barco, el mes pasado, Koke.
Se dirigió a la oficina de Correos despacio, sin apurar al pony que tiraba el cochecito. Sentía en la cabeza el lamido de un sol que en los minutos y horas siguientes se iría enardeciendo hasta alcanzar, entre dos y tres de la tarde, el extremo intolerable. La rue de Rivoli estaba semidesierta, aunque había algunas personas en los jardines y balcones de sus grandes casas de madera. Entre la verdura de los altos mangos divisó la torre de la catedral, a lo lejos. El Correo estaba abierto. Eras el primer usuario de la mañana, Koke. Los dos carteros se afanaban por ordenar cartas y paquetes, ya filiados por orden alfabético, en e! mostrador de recibo.
– No hay nada para usted -lo saludó, con gesto contrito, Foncheval o Fonteval-. Lo siento.
– ¿Nada? -sintió e! ardor vivísimo en las pantorrillas, la punzada de! tobillo-. ¿Está usted seguro?
– Lo siento -repitió e! viejo cartero, encogiendo los hombros.
Supo inmediatamente qué debía hacer. Regresó a Punaauia sin prisa, al ritmo de! caballo que tiraba de su pequeño coche a medio pagar, maldiciendo a los galeristas parisinos de los que no tenía noticias hada medio año por lo menos. El próximo barco, que venía por la ruta de Sidney, no llegaría antes de un mes. ¿De qué vivirías hasta entonces, Koke? El chino Teng, dueño de la única bodega de Punaauia, le había cortado e! crédito porque hacía dos meses no amortizaba la deuda acumulada por las conservas, e! tabaco y e! alcohol. Eso no era lo peor, Koke. Estabas acostumbrado a vivir debiendo a medio mundo sin por ello perder la confianza en ti mismo ni e! amor a la vida. Pero, una sensación de vado, de acabamiento, se había apoderado de ti hacía tres o cuatro días, cuando supiste que aquel cuadro enorme, cuatro metros de lado y casi dos de alto, e! más grande que habías pintado nunca y e! que más tiempo te tomó -varios meses-, estaba definitivamente terminado. Un solo retoque más lo estropearía. ¿No era estúpido que e! mejor cuadro en tus cincuenta años de vida lo hubieras pintado en una arpillera que se pudriría con la humedad y las lluvias en poco tiempo? Pensó: «¿Importa que desaparezca sin que nadie lo vea? De todos modos, nadie reconocería que se trata de una obra maestra». Nadie la comprendería. ¿Cómo era posible que tampoco te hubiera escrito Daniel de Monfreid, ese amigo tan leal a quien hada tres meses pediste ayuda con desesperación de ahogado?
Entró a Punaauia a eso del mediodía. Afortunadamente, Pau'ura y el pequeño Émile no estaban en la casa. No porque ella hubiera podido estorbar tus planes, pues la chiquilla era una maorí cabal, acostumbrada a obedecer a su marido en todo lo que hiciera o quisiera, sino porque hubieras tenido que hablar con ella, contestar sus preguntas estúpidas y, ahora, no tenías tiempo, humor ni paciencia para la estupidez. Y menos para los berridos del niño. Recordó lo inteligente que era Teha' amana. Conversar con ella sí te ayudaba a capear los temporales; con Pau'ura, no. Subió por la cimbreante escalerilla exterior de la cabaña al dormitorio, en busca de la bolsa de polvillo de arsénico con que se frotaba las llagas de las piernas. Cogió su sombrero de paja y el bastón al que había tallado en la empuñadura un falo tieso y, sin echar una ojeada de despedida al desorden de libros, cuadernos, ropas, postales, vasos y botellas entre los que dormitaba el gato, abandonó la casa. Ni siquiera miró su estudio, donde, estas últimas semanas, había vivido encarcelado, en estado de incandescencia, por culpa del enorme cuadro que vampirizó toda su existencia. Pasó sin mirar junto a la escuelita vecina de la que salía un vocerío con carreras y se apresuró al cruzar la finca de frutales de su amigo, el ex soldado Pierre Levergos. Vadeó el riachuelo y tomó el rumbo del valle de Punaruu, que, alejándose de la costa, enfilaba hacia las tupidas y escarpadas montañas.
Hacía ya muchísimo calor, ese calor del verano que podía hacer perder el sentido al imprudente que se expusiera mucho rato con la cabeza descubierta a la violencia del sol. En algunas de las ralas cabañas de los nativos oyó risas y canciones. Las fiestas del. Año Nuevo, comenzadas hada una semana. Y, por dos veces, antes de abandonar el valle, oyó que lo saludaban «‹Koke», «Koke», llamándolo con ese apodo que en realidad era la manera más aproximada que tenían los tahitianos de pronunciar su apellido. Les respondía con la mano, sin detenerse, tratando de apresurar el paso, lo que aumentó el escozor de las piernas y las punzadas del tobillo.
En realidad, avanzaba muy despacio, apoyándose en el bastón, cojeando. De tanto en tanto, se limpiaba el sudor de la frente con los dedos. Cincuenta años era una edad decente para morir. ¿Vendría aquella gloria póstuma en la que, en tus años jóvenes, en París, en el Finisterre, en Panamá y la Martinica, habías tenido una fe tan firme? ¿Cuando la noticia de tu muerte llegara a Francia, despertaría la frivolidad de los parisinos una chisporroteante curiosidad en torno a tu obra y tu persona? ¿Ocurriría contigo lo que con el Holandés Loco luego de su suicidio? La curiosidad, el reconocimiento, la admiración, el olvido. No te importaba lo más mínimo.
Había comenzado a escalar la montaña por un sendero angosto, sombreado por una intrincada vegetación de cocoteros, mangos y árboles del pan medio sumergidos por los matorrales. Tenía que abrirse paso usando el bastón como un machete. «No me arrepiento de nada de lo que he hecho», pensó. Falso. Te arrepentías de haber contraído la enfermedad impronunciable, Koke. A medida que el sendero se empinaba, él iba más despacio. El esfuerzo lo agitaba. No era cuestión de que, precisamente ahora, te viniera un infarto. Tu muerte sería como la habías planeado tú, no como y cuando lo decidiera la enfermedad impronunciable. Andar protegido por la vegetación de las faldas de la montaña era mil veces preferible que hacerlo por el valle, bajo el fuego del cielo, ese instrumento de trepanación. Se detuvo varias veces a tomar aliento, antes de alcanzar la pequeña meseta. Había subido hasta allí meses atrás, guiado por Pau'ura, y apenas pisó esa explanada de tierra, sin árboles pero con multitud de helechos de todos los tamaños, desde la cual se veía el valle, la línea blanca de la costa, la laguna azulina, la luz rosada de los arrecifes de coral, y, detrás, el mar confundiéndose con el cielo, decidió: «Aquí quiero morir». Era un sitio bellísimo. Tranquilo, perfecto, virginal. Acaso el único, en todo Tahití, que se pareciera como una gota de agua al refugio que tenías en la mente, siete años atrás, en 1891, al partir de Francia rumbo a los Mares del Sur, anunciando a tus amigos que huías de la civilización europea corrompida por el becerro de oro, en busca de un mundo puro y primitivo, en cuya tierra de cielos sin invierno, el arte no sería un negocio más de los mercaderes sino un quehacer vital, religioso y deportivo, y donde un artista, para comer, sólo necesitaría, como Adán y Eva en el Jardín del Edén, levantar los brazos y arrancar su alimento de los fértiles árboles. La realidad no estuvo a la altura de tus sueños, Koke.
Hasta este pequeño balcón natural colgado de la falda de la montaña ascendía, traída por una suave brisa, esa fragancia intensa, despedida por la vegetación en los meses de las lluvias, que los tahitianos llamaban noa noa. Aspiró, con delicia, y por unos segundos se olvidó de su tobillo y de sus piernas. Se sentó en un pedazo de tierra reseca, al pie de una mata de helechos que le ocultó el cielo. Sin emoción, sin que la mano le temblara, abrió la bolsa y se tragó todo el polvillo de arsénico, ayudándose con la saliva y haciendo unas pequeñas pausas para no atorarse. Lamió los últimos residuos de la bolsa. Tenía un sabor terroso, ligeramente ácido. Esperó los efectos del veneno, sin miedo, sin fantasear alguna de esas truculencias que tanto le gustaban, con distante curiosidad. Casi de inmediato, comenzó a bostezar. ¿Ibas a dormirte? ¿Pasarías de manera dulce, inconsciente, de la vida a la muerte? Tú creías que morir por veneno era dramático, dolores atroces, desgarramientos musculares, un cataclismo en las entrañas. En vez de eso, te hundías en un mundo gaseoso y empezabas a soñar.
Soñó con la negra aquella de Panamá, en abril o mayo de 1887, de sexo rojo como un coágulo. A la puerta de su casucha de tablones había siempre una cola más larga que en la de las otras putas colombianas del campamento. Los trabajadores del Canal en construcción la preferían a causa del «perrito», algo que Paul tardó en descubrir era la versión panameña, benigna, de la terrífica vagina dentata de la mitología. La de esa negra, según los peones del Canal, no castraba a sus montadores, los mordisqueaba con cariño y ese cosquilleo sobresaltado los hacía gozar. Curioso, hizo también la cola el día de la paga, igual que otros lamperos de su cuadrilla, pero no notó en el sexo de la negra nada de particular. Recordabas el poderoso vaho de su cuerpo sudado, la cálida hospitalidad de su vientre, muslos y tetas. ¿Te había contagiado ella la enfermedad impronunciable? La sospecha lo acosaba desde las fiebres voraces que casi lo matan en la Martinica. ¿A esa negra panameña debías que se te hubiera debilitado la vista, que te fallara el corazón, que las piernas se te hubieran llenado de pústulas? Esta idea lo entristeció y, de pronto, lloraba por Aline: no la veías hacía tantos años y no la verías nunca más, pues tu hija había muerto allá en Dinamarca, arrebatada por una pulmonía, cuando era ya sin duda una bella señorita danesa que hablaría el francés tan mal como Pau'ura. Ahora, tú estabas muriendo aquí, en esta islita perdida de los Mares del Sur: Tahitinui. Y, entonces, soñó con su compañero y amigo Charles Lava!. Lo habías conocido en la buena época de PontAven y te acompañó a la Martinica y Panamá, a buscar el Paraíso. No se encontraba allí; más bien, tú y Charles se dieron de bruces con el Infierno. Charles contrajo la fiebre amarilla y trató de matarse. Pero ¿por qué apiadarte ahora de Charles Laval, Koke? ¿No se había curado de la peste? ¿No había sobrevivido a su intento de suicidio? ¿No había regresado a Francia a contar sus hazañas como un cruzado vuelve al terruño luego de conquistar Jerusalén? ¿No había conseguido una digna fama de pintor? Y, sobre todo, ¿no se había casado con la bella, delicada, aérea Madeleine, hermana de Émile Bernard, de la que habías estado prendado allá en Bretaña? Bruscamente, su sueño mudó en pesadilla. Se ahogaba. Algo espeso y caliente le subía por el esófago y le cerraba la garganta. No podías escupirlo. Estuvo mucho rato así, sufriendo, ahogándose, removiéndose, presa de la angustia. Cuando abrió los ojos, se había vomitado encima y una fila de hormigas rojas desfilaba por su pecho, contorneando las manchas del vómito.