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XIV. La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901

Cuando Paul convocó, en el ayuntamiento de Papeete, para el 23 de septiembre de 1900, un mitin del Partido Católico contra «la invasión de los chinos», muchas personas, entre ellas su amigo y vecino de Punaauia, el ex soldado Pierre Levergos y hasta Pau'ura, su mujer, concluyeron que el pintor excéntrico y escandaloso se había acabado de loquear. El almacenero de Punaauia, el chino Teng, le había quitado el saludo y rehusaba venderle nada hacía tiempo. Por lo demás, el propio Paul, en sus períodos de racionalidad y lucidez, reconocía que la enfermedad y los remedios le habían dañado la mente y que no era capaz ya, muchas veces, de controlar sus actos, que decidía por instinto o pálpito, como los niñitos o los viejos gagás. Cierto, ya no eras el de antes, Koke. Hacía meses, acaso años, desde que pintaste ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿adónde vamos?) no habías terminado un solo cuadro. Cuando no estabas derribado por la enfermedad, el alcohol o las drogas, dedicabas todo tu tiempo a ese periodiquito mensual, humorístico y panfletario, Les Cueles (las avispas), órgano de los colonos del Partido Católico de François Cardella, en el que atacabas con ferocidad al gobernador Gustave Gallet, a los colonos protestantes acaudillados por tu antiguo amigo Auguste Goupil y a los comerciantes chinos, contra los que te encarnizabas acusándolos de ser la avanzadilla de una «invasión bárbara, peor que la de Atila» para reemplazar el dominio francés de la Polinesia por «la peste amarilla».

¿Qué locura era ésta? Ni Pierre Levergos ni sus otros amigos lo entendían. ¿Cómo había terminado Paul sirviendo de esa manera estridente, para no decir abyecta, los intereses del farmacéutico y propietario de la plantación cañera Atimaono, monsieur Cardella, y los otros colonos del Partido Católico cuya única razón para odiar al gobernador Galletera que éste quería limitar su prepotencia y sus abusos y obligados a actuar según las leyes y no como señores feudales? Resultaba absurdo e incomprensible porque, hasta hada unos meses y durante todos sus años en Tahití, Paul había sido un apestado para esos colonos a los que ahora servía, que entonces lo despreciaban por bohemio, por sus opiniones anárquicas ¡Y por intimar con esos nativos que poblaban sus cuadros! ¿Cómo entender que, en Les Guépes, esos maoríes, cuyas costumbres y antiguas creencias tanto alababa antes, lamentando que estuvieran siendo sustituidas por las occidentales, fueran ahora acusados por su antiguo valedor de ladrones y mil otras taras? Les Guépes en cada número reprochaba a los jueces su tolerancia hacia los aborígenes que perpetraban latrocinios contra las familias de colonos, y hacerse la vista gorda o dar sentencias tan leves que eran una burla a la justicia. Pau'ura recibía quejas a diario de los vecinos de Punaauia: «¿Es verdad que ahora Koke nos odia?». «¿Qué le hemos hecho?» Ella no sabía qué contestarles.

Este cambio se debía al dinero. Los colonos católicos te habían comprado, Koke. Antes andabas en friegas y apuros, haciendo esos angustiados viajes al Correo de Papeete a ver si tus amigos de París te habían enviado alguna remesa, y prestándote dinero de medio mundo para que tú, Pau'ura y Émile no murieran de hambre. Ahora, gracias a lo que te pagaba el Partido Católico por llenar esas cuatro hojitas de Les Guépes de caricaturas e invectivas, ya no tenías preocupaciones materiales. Habías vuelto a llenar tu casita de Punaauia de viandas y licores, y a organizar, cuando tu mala salud lo permitía, esas cenas dominicales terminadas en orgías que hasta a Pierre Levergos, ex soldado que creía haberlo visto todo, sonrojaban. Sí, la necesidad material y la gradual desintegración de tus sesos por culpa de tu maldita enfermedad yesos malditos remedios explicaban tu increíble cambio de un año a esta parte. ¿Era así, Koke? ¿O era otra manera de suicidarte, más lenta pero más efectiva que la tentativa anterior?

El mitin del 23 de septiembre de 1900 fue todavía peor de lo que Pierre Levergos temía. Asistió sin ganas, para no decepcionar a Paul, a quien tenía simpatía, tal vez compasión, sabiendo que pasaría un mal rato. Pierre, que se jactaba de ser más francés que cualquiera (lo había mostrado portando el uniforme y las armas por Francia), no apoyaba la guerra declarada por el corso Cardella y otros colonos ricachones a los comerciantes chinos de Tahití, en nombre del patriotismo y de la pureza de la raza. ¿Quién se iba a tragar ese embuste? Pierre Levergos sabía, como todo el mundo en Tahiti-nui, que el odio a los chinos era porque éstos habían roto el monopolio de la importación de productos de consumo local. Sus tiendas vendían más barato que los almacenes de Cardella y demás colonos. Paul era el único que parecía creerse al pie de la letra que los chinos arraigados en Tahití hacía dos generaciones constituían una amenaza para Francia, que el imperialismo amarillo quería arrebatarle sus posiciones en el Pacífico, ¡Y que el sueño de todo amarillo era estuprar a una mujer blanca!

Esas y peores barbaridades le oyó decir Pierre Levergos a Paul en el mitin del ayuntamiento de Papeete, al que asistieron medio centenar de colonos católicos. Varios de éstos, firmemente alineados detrás de François Cardella en su lucha contra el gobernador Gallet, mostraron cierta incomodidad en algunos pasajes del discurso racista y chovinista de Paul, como cuando, en tonos dramáticos y gesticulando, afirmó, hablando de los chinos de las islas: «Esta mancha amarilla en la bandera francesa me enrojece de vergüenza».

Luego de que los asistentes desfilaron por la tribuna para felicitar al orador, Paul y Pierre Levergos fueron a tomar una copa a uno de los barcitos del puerto, antes de regresar a Punaauia. Koke estaba muy pálido, extenuado. Debieron caminar muy despacio, Paul apoyándose en el bastón cuya empuñadura ya no era un falo erecto sino una tahitiana desnuda. Cojeaba más que de costumbre y parecía que en cualquier momento se iba a desplomar de fatiga. Al llegar a Las islas, se dejó caer en una mesa de la terraza sombreada por un amplio parasol, y pidió ajenjo. ¡Cuánto había envejecido desde que Pierre Levergos lo conoció, a su retorno de París, en septiembre de 1895! En esos cinco años, a Paulle habían caído diez o más. No era ya el apuesto forzudo de ayer, sino un viejo medio encorvado, en cuyos cabellos abundaban las canas. En su rostro, surcado por arrugas y una barba grisácea, centellaba una amargura beligerante. Hasta la nariz parecía habérsele quebrado y retorcido más, como un decrépito sarmiento. De tanto en tanto hacía unas muecas que podían ser de dolor o de exasperación. Las manos le temblaban, como a los borrachos consuetudinarios.

Pierre Levergos temía que Paullo interrogara sobre su discurso, pero tuvo suerte, pues, ni mientras estuvieron en el puerto, ni más tarde, en el viaje de retorno a Punaauia, ni aquella noche, mientras comían al aire libre, viendo a Pau'ura jugar con el pequeño Émile, se refirió Paul una sola vez a ese tema obsesivo de sus últimos tiempos: la política. Para nada. Habló sin cesar de religión. Vaya, Koke, nunca dejarías de desconcertar a la gente. Ahora, ante el asombrado Pierre, decía que, a su muerte, la humanidad lo recordaría como pintor y reformador religioso.

– Eso es lo que soy -afirmó, muy seguro-. Cuando se publique un ensayo que acabo de terminar, lo entenderás, Pierre. En El espíritu moderno y el catolicismo pongo en su sitio a los católicos, en nombre del verdadero Cristianismo.

Pierre Levergos pestañeaba sin cesar. Vaya diablos. ¿Era éste el mismo Paul que en Les Guepes pedía que se echara de los colegios de las islas a los maestros protestantes y se los reemplazara por misioneros católicos? Ahora, había escrito un ensayo ajustándole las clavijas al catolicismo. No había duda: se le había achicharrado el cerebro y su mano derecha ya no sabía lo que hacía la izquierda. Él continuaba con su tema: tarde o temprano, la humanidad comprendería que le sauvage péruvien había sido un artista místico, y que el cuadro más religioso de los tiempos modernos era La visión después del sermón que él pintó allá en Pont-Aven, un pueblecito del Finisterre bretón, a finales del verano de 1888. Esa tela resucitó en el arte moderno la inquietud espiritual y religiosa estancada desde su esplendor en la Edad Media.

Después, ya Pierre Levergos no entendió una palabra del monólogo de Koke (había tomado mucho alcohol y tenía la lengua algo trabada) en el que aparecían personas, cosas, lugares, sucesos, que no le decían nada. Vendrían de recuerdos que, por alguna razón, esta noche tranquila de Punaauia, sin luna, sin calor y sin insectos, actualizaba su conciencia.

– ¿Estamos en 1900, no es verdad? -Paul dio a su vecino una palmadita en la rodilla-. Te hablo del verano de 1888. Doce años atrás, apenas. Un granito de arena en la trayectoria de Cronos. Pero, sí, es como si hubieran pasado siglos desde entonces.

Es lo que te decía ese cuerpo maltratado, enfermo, cansado y lleno de rabia que arrastrabas por la vida, a tus cincuenta y dos años. Qué distinto de aquel otro, robusto, dispuesto, de tus cuarenta, cuando, pese a las privaciones y contratiempos debidos a la falta de dinero que te asediaban desde que dejaste los negocios por la pintura, exudabas un optimismo invencible, sobre tu vocación y tu talento, sobre la belleza de la vida y la religión del arte, una convicción que arrollaba todos los obstáculos. ¿No idealizabas el pasado, Paul? Aquel verano de 1888, en tu segunda estancia en Pont-Aven, no andabas tan entero. No tu cuerpo, en todo caso, aunque tal vez tu espíritu sí. El cuerpo aún sufría las secuelas de la malaria y las fiebres contraídas en Panamá, pese a que hacía ya diez meses de tu retorno a Francia, en noviembre de 1887. Lo cierto era que pintaste La visión después del sermón en medio de una atroz disentería, soportando esos ramalazos de dolor que la bilis, amasada en el estómago, te hacía padecer, antes de salir luego por el ano, escoltada por pedos estruendosos que eran el hazmerreír de toda la pensión Gloanec. ¡Cuánta vergüenza sentías temiendo que la joven, la bella, la pura, la inmaterial Madeleine Bernard escuchara esas incontenibles sartas de pedos, herencia de aquellas fiebres palúdicas (¿acaso los primeros síntomas de la enfermedad impronunciable, Paul?) atrapadas durante la malhadada aventura de Panamá y la Martinica!

Ahora, mientras su lengua, convertida en una inobediente fierecilla, trataba de explicárselo al buen Pierre Levergos, que dormitaba en su silla, ya no sentías el menor enojo contra Émile Bernard. Pese a que éste, desde la ruptura de 1891, andaba diciendo por calles y plazas que habías querido regatearle el haber sido el primero en desarrollar las ideas de un «arte sintético». Como si a ti te interesara el papel de fundador de escuelas de las que probablemente ya nadie se acordaba. Más te dolieron otras cosas que decía el apuesto, delicado, fino muchacho, veinte años menor que tú, hermano de la bella Madeleine, que, con sus frescos dieciocho años, se presentó un día en la pensión Gloanec y te dijo, balbuceando: «Me envía a conocerlo desde Concarneau su amigo Schuffenecker. Dice que es usted la única persona en el mundo que puede ayudarme a ser un artista de verdad». Ahora, aseguraba que le habías plagiado la composición, las ideas y las cofias de las bretonas estáticas de La visión después del sermón, que él habría concebido antes en su cuadro Las bretonas en la pradera.

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