– Estupideces, mi querido Pierre -afirmó, golpeando la mesa-. De esas bretonas en la pradera sólo me acuerdo del título. ¿Qué le pasó al mejor de mis discípulos para, de pronto, llenarse de envidia y comenzar a odiarme?
Le había ocurrido algo muy humano, Paul: comprender que La visión después del sermón era una obra maestra. Fue demasiado fuerte para él. En venganza, se puso a odiar a quien tanto había querido y admirado. ¡Pobre Émile! ¿Qué sería de él? Aunque, reflexionando, tal vez no fuera inexacto lo que decía. Sin Bernard acaso no hubieras pintado nunca, aquel verano de 1888, en tu cuartito estrecho de esa pensión Gloanec atiborrada de pintores amigos que te consideraban su mentor -Bernard, Laval, Chamaillard, Meyer de Haan-, aquel cuadro que describía un milagro, o acaso sólo una visión. Un grupo de piadosas bretonas, luego de escuchar el sermón dominical de un tonsurado párroco de perfil parecido al tuyo y replegado en un extremo del cuadro, concentradas en la oración, en estado de arrobo, veían frente a ellas, o tal vez sólo imaginaban, aquel inquietante episodio del Génesis: la lucha de Jacobo con el ángel, reconstituida en una pradera bretona cortada en dos por un manzano y de un imposible color bermellón. El verdadero milagro de aquel cuadro, Paul, no era la aparición de los personajes bíblicos en la realidad o en la mente de esas humildes campesinas. Eran los colores insolentes, atrevidamente antinaturalistas, el bermellón de la tierra, el verde botella de la ropa de Jacob, el azul ultramarino del ángel, el negro de Prusia de los atuendos femeninos y los blancos con visajes rosas, verdes o azules de la gran hilera de cofias y collarines que se anteponían entre el espectador, el manzano y la pareja que luchaba. Lo milagroso era la ingravidez que imperaba en el interior del cuadro, ese espacio en el que el árbol, la vaca y las fervientes mujeres parecían levitar al conjuro de su fe. El milagro era haber conseguido en aquella tela acabar con el prosaico realismo creando una realidad nueva, en la que lo objetivo y lo subjetivo, lo real y lo sobrenatural, se confundían, indivisibles. ¡Bien hecho, Paul! ¡Tu primera obra maestra, Koke!
Esa fe católica tú no la entendías entonces. La habías perdido, si la tuviste alguna vez. No fuiste a Bretaña en busca del catolicismo preservado por la terca antimodernidad y el pasadismo del pueblo bretón, que, en aquellos años, resistía silenciosa, firmemente, los empeños de la Tercera República contra el dericalismo, para imponer en Francia una secularización radical. Fuiste, como explicaste al buen Schuff, en busca del salvajismo y primitivismo que te parecían propicios para que el gran arte floreciera. La Bretaña rural te sedujo desde el primer momento, por ser rústica, supersticiosa, aferrada a sus ritos y costumbres ancestrales, una tierra que alegremente daba la espalda a los esfuerzos modernizado res del gobierno y respondía a la secularización multiplicando las procesiones, repletando las iglesias, celebrando apariciones de la Virgen por doquier. Todo ello te encantó. Para mimetizarse con el medio, te pusiste a usar el chaleco bordado bretón y unos zuecos de madera que tú mismo tallaste y decoraste. Asistías a los «perdones», ceremonias particularmente concurridas en Pont-Aven en que los fieles, muchos de rodillas, daban la vuelta a la iglesia pidiendo perdón por sus pecados; visitabas todos los calvarios de la región, empezando por el más venerado, el de Nizon, y peregrinabas a la pequeña capilla de Tremaló, con su antiquísimo Cristo de madera policromada que te inspiraría otro cuadro religioso: el Cristo amarillo.
Sí, todos los materiales para la pintura antinaturalista que soñabas hacer, estaban dispersos en esa Bretaña donde, como pontificabas ante el buen Schuff, «cuando mis zuecos de madera resuenan en este suelo de granito, oigo el tono sordo, mate y poderoso que trato de conseguir en mis pinturas». No lo hubieras conseguido sin Bernard y su hermana Madeleine. Sin ellos, nunca hubieras empezado a sentir que te impregnabas también, poco a poco, sin darte cuenta al principio, de esa fe que a ellos les era connatural, ni más ni menos que sus facciones delicadas, su apostura física y la gracia con que se movían y hablaban. Los dos hermanos vivían la religión las veinticuatro horas del día. Émile había recorrido toda Bretaña y Normandía a pie, visitando iglesias, conventos, adoratorios, monasterios y lugares de culto y de piedad, en pos de huellas de esa Edad Media a la que tenía como período supremo de la civilización humana por su identificación con Dios y por la presencia de la religión en todas las actividades públicas y privadas. Bernard no era un beato, era un creyente, espécimen raro para ti, que, luego de burlarte del joven por su ardiente pasión religiosa, comenzaste, insensiblemente, a dejarte contagiar por la intensidad con que Émile vivía la fe cristiana.
Un verano inolvidable, ¿no es cierto, Paul? «Lo fue», exclamó, dando otro puñetazo en la mesa. Pau'ura se había metido en la cabaña con el niño en brazos y ambos dormirían ya, plácidamente, enredados con el gato. Pierre Levergos dormitaba, encogido en su silla, lanzando a veces un ronquido. La noche estaba oscura cuando se sentaron a comer, pero el viento se había llevado las nubes, y ahora la luz de una media luna iluminaba el contorno. Mientras fumabas tu pipa, podías ver el collar de girasoles dorados que rodeaba la cabaña. Te habían asegurado que los girasoles europeos no se aclimataban en la humedad tropical de Tahití. Pero tú, terco, pediste las semillas a Daniel de Monfreid, y con Pau'ura las plantaste, regaste y cuidaste con amor. Y ahí estaban ahora, vivos, enhiestos, luminosos, exóticos. U nos girasoles menos deslumbrantes que aquellos de Provenza que pintaba con tanto ahínco el Holandés Loco; pero te hacían compañía y, ¿por qué razón, Paul?, te daban cierto sosiego espiritual. A Pau'ura en cambio esas flores exóticas le causaban risa.
Aquel verano de 1888, en el pequeño pueblecito bretón bañado por el Aven, te pasaron cosas extraordinarias. Habías entendido la fe católica, leído Los miserables de Victor Hugo, pintado una obra maestra, La visión después del sermón, te habías enamorado púdicamente de esa Virgen María encarnada que era Madeleine Bernard, y encariñado con su hermano Émile. Ese verano, en el que, a través de su arrolladora correspondencia, el Holandés Loco te urgía a que fueras de una vez a vivir a Arles con él. Ese verano en el que, por culpa de Panamá -mosca en la olla de leche-, habías cagado sin cesar y reventado millares de cuescos.
¿Qué fue lo más importante de todo aquello? Los miserables, Koke. La novela de Victor Hugo la habían leído todos los pintores que convivían contigo en la pensión de la viuda Marie-Jeanne Gloanec (hasta ella la había leído), Charles Laval, Meyer de Haan, Émile Bernard, Ernest de Chamaillard. Todos la elogiaban. Tú te resistías a sumergirte en esa voluminosa historia que conmovía a toda Francia, de las porteras a los duques, de las modistillas a los intelectuales, de los artistas a los banqueros. Pero te rendiste a las solicitaciones de Madeleine, cuando te confesó que ese libro «había estremecido su alma» y la había tenido con «los ojos húmedos todo el tiempo de la lectura». A ti no te hizo llorar la aventura de Jean Valjean, pero sí te conmovió, más que todos los libros que habías leído hasta entonces. Tanto que, cuando, a solicitud del Holandés Loco y como anticipo de la próxima cohabitación de ambos en Arles, intercambiaron sus respectivos retratos, te pintaste metamorfoseado en el héroe de la novela, Jean Valjean, el antiguo penado convertido en santo por la infinita piedad del obispo monseñor Bienvenu, que lo gana para el bien el día que le entrega los candelabros que aquél había querido robarle. La novela te deslumbró, inquietó, alarmó, desconcertó. ¿Existía una limpieza moral así, capaz de sobrevivir a la mugre humana, una generosidad y un desprendimiento parecidos en este mundo vil? La dulce Madeleine, en los atardeceres sin lluvia, cuando era posible sentarse a esperar la noche en la terraza de la pensión Gloanec, tenía un nombre para eso: la gracia. Pero, si era la mano vivificante de Dios la que, a través del obispo Bienvenu, y luego de Jean Valjean, hacía triunfar el bien sobre ese mal que, al final de la novela, se llevaba empozado en el alma al fondo del Sena el implacable Javert, ¿cuál era el mérito del animal humano?
En el autorretrato que enviaste al Holandés Loco personificando a Jean Valjean pintaste al artista incomprendido, condenado al exilio social por la ceguera, el materialismo y el filisteísmo de sus conciudadanos. Pero, acaso en ese autorretrato habías comenzado ya a pintar aquello que sólo se haría realidad cabal meses más tarde, en La visión después del sermón: el paso de lo histórico a lo trascendente, de lo material a lo espiritual, de lo humano a lo divino. ¿Recordabas las felicitaciones y elogios de tus amigos de Pont-Aven cuando el cuadro estuvo terminado? ¿Y las palabras de la bella Madeleine: «Esta obra suya me acompañará hasta el fin de mis días, monsieur Gauguin»?
¿Se habría acordado la espiritual Madeleine, en El Cairo, cuando moría de tuberculosis, un año después del pobre Charles Laval, de La visión después del sermón? Claro que no. Se habría olvidado por completo de ti, del cuadro y probablemente hasta de aquel verano de 1888 en Pont-Aven. Nunca creíste que volverías a enamorarte de nadie, después de Mette Gad, Paul. Es verdad, ya entonces vivían separados, ella en Copenhague con sus cinco hijos, y tú en Pont-Aven, y lo único que quedaba del matrimonio era un papel y una correspondencia desvaída. Pero, pese a ello, y pese a sospechar que tú y Mette jamás volverían a formar una familia, un hogar común, nunca te habías sentido sentimentalmente libre. Hasta ahora, Koke. En 1888 ya habías llegado a la conclusión de que el amor, a la manera occidental, era un estorbo, que, para un artista, el amor debía tener el exclusivo contenido físico y sensual que tenía para los primitivos, no afectar los sentimientos, el alma. Por eso, cuando cedías a la tentación de la carne y hacías el amor -con prostitutas, sobre todo- tenías la sensación de un acto higiénico, una diversión sin mañana. La llegada de Madeleine con su hermano Émile a la pensión Gloanec de Pont-Aven, en aquel verano de hacía doce años, te devolvió esa emoción que atolondraba, que enmudecía y azoraba, ante ese rostro juvenil de tez tan blanca, tan tersa, de esa mirada azul líquida, de ese cuerpecillo tan armonioso, tan frágil, que irradiaba inocencia, santidad, cuando entraba al comedor, salía a la terraza, o tomaba el fresco a la vera del Aven, distraída, viendo zarpar los barcos de los pescadores, y tú la espiabas, oculto entre los árboles.